La tergiversación revolucionaria del término «Ley Fundamental»

Retrato de Antonio Ranz Romanillos, en la antigua Real Academia de la Historia

En un artículo anterior titulado «Pacto constitucional y derecho natural de resistencia» agrupábamos algunas de las Leyes de nuestros ordenamientos jurídicos que suelen aducir falazmente los liberales moderados-historicistas que van a la «caza» de posibles «precedentes» a fin de eliminar el estigma de «innovadores» que (a veces) molesta a los apologetas de la ideología constitucionalista característica del «derecho» nuevo. Una variante de esta actividad racionalista la encontramos en los rastreadores de «Leyes Fundamentales», entendidas como «Leyes Constitucionales», dentro de los distintos conjuntos legales de la Monarquía Católica: tarea a la que primero se animaron los pioneros tratadistas ilustrados de finales del siglo XVIII (sobre todo, tras el primer gran experimento «jurídico» de la Constitución de los Estados Unidos de 1787), muy pronto relevados por sus colegas, ya liberales, a principios del XIX.

En concreto, en el seno de la Junta Central, en su disposición del 22 de Mayo de 1809 sobre convocatoria de Cortes, se proyectó la creación de una «Comisión de Cortes» encargada, entre otras cosas, de proponer los medios idóneos para «asegurar la observancia de las Leyes Fundamentales del Reino» y para «mejorar nuestra Legislación»: cometidos que la dicha Comisión, una vez instalada, remitió a una «Junta de Legislación», a la que (según Instrucción redactada por Jovellanos) se le ordenaba que en sus trabajos considerasen «primero cuanto sea relativo a las leyes fundamentales de la Monarquía española, y luego lo que se refiera a sus leyes positivas. Pero considerarán unas y otras como pertenecientes a un mismo sistema de Legislación, en el cual las leyes fundamentales servirán de base a las positivas, las cuales nunca pueden ser convenientes a una Nación si repugnaren o desdijeren de la Constitución que haya adoptado. Deberá, por tanto, la Junta reunir todas las leyes constitucionales de España».

Esta misión fue confiada al vocal de la Junta Antonio Ranz Romanillos (que el año anterior estaba firmando, jurando y trasladando al castellano la Constitución de Bayona junto a José «I»), el cual reunió, en 65 apartados, un catálogo arbitrario de «Leyes Fundamentales» entresacadas del Fuero Juzgo, Fuero Viejo, Fuero Real, Partidas, Ordenamiento de Alcalá, Ordenamiento Real y Nueva Recopilación (incluido su Tomo 3º de Autos Acordados, última ed.). Insistimos en que todo esto no es más que un puro apriorismo, en el que no se trata sino de hacer encajar artificialmente unas realidades legales históricas vigentes dentro de unas nuevas categorías que les son totalmente ajenas. La voz «Ley Fundamental» se divulgó en el lenguaje jurídico español con la llegada de los Borbones, denotando en su origen una clase de leyes aprobada por los Monarcas franceses con vistas a resolver las Guerras de Religión que estragaban sus Reinos y de las que había quedado libre la Monarquía Hispánica. Pero fue utilizada en nuestros códigos en muy contadas ocasiones (apenas hemos encontrado siete), y, desde luego, jamás con la acepción moderna de «Ley Constitucional» (en el sentido de una ley secular superior pactada con la comunidad política, que goza de acción jurídica para coaccionar al Rey a su cumplimiento o no alteración, como pretendían ilustrados y liberales).

Normalmente se usaba con el alcance amplio, lato o genérico de principio del orden jurídico-legal de la Monarquía y sus Reinos, sin especificación de Leyes positivas: bien con la expresión «Leyes Fundamentales del Estado» (Auto 28, Tít. 4, Lib. 3, del Tomo tercero de la Nueva Recopilación; Ley 7, Tít. 8, Lib.1, y Ley 13, Tít. 9, Lib. 4 de la Novísima), o su equivalente «Leyes Fundamentales de estos Reynos» (Ley 9, Tít. 35, Lib. 7, Novísima), o simplemente «Leyes Fundamentales» (Ley 4, Tít. 3, Lib. 4, Novísima). Éste es el significado que Magín Ferrer daba a su locución «constitución social», como vimos en el artículo «Las Leyes Fundamentales constitutivas de la Monarquía española»: título también del Cap. IV del Tomo segundo de su magna obra, en donde enumera los principios sociopolíticos propios de la Monarquía Española inteligidos o extraídos a partir de sus cuerpos jurídico-legales. Por último, a la famosa Ley de Sucesión (Ley 5, Tít. 1, Lib. 3, Novísima) se la denomina por dos veces «ley fundamental de la sucesión de estos Reynos», en la inteligencia de que, de entre todas las Leyes que afectan a la sucesión, a ésta se la considera (obviamente) como la principal, y nada más. Sólo hemos encontrado el caso excepcional de una norma que sí aparece tildada como «Ley Fundamental del Estado»: se trata de la Ley 1, Tít. 18, Lib. 7 de la Novísima, sobre «Nombramiento de Diputados y Síndico Personero del Común de los Pueblos, para el buen régimen y administración de sus abastos», la cual es calificada así por la siguiente Ley 2 que reproduce una mera Instrucción del Consejo de Castilla de 26 de Junio de 1766, en donde se determina el modo de elección municipal de esos oficios así como su naturaleza y finalidad. Pero esto es algo puramente anecdótico (ni siquiera la recopila Romanillos en su catálogo), pues, repetimos, nunca existió la nueva noción de «Ley Constitucional» en el corpus legal de la Cristiandad.

Félix M.ª Martín Antoniano