El llamado período trastamarista se caracteriza por una serie de revueltas y guerras intestinas en donde algunos sectores poderosos de la nobleza y la burguesía ponen continuamente en jaque a los Monarcas castellanos. Todo este clima tenso de la época se veía favorecido por las vicisitudes especiales que dieron origen a la nueva dinastía Trastámara: por primera vez un Rey castellano, Enrique II, en 1366, accedía al poder supremo, no por la vía normal de la sucesión (Pedro I no dejó herederos legítimos, extinguiéndose con él la dinastía borgoña), sino por la vía extraordinaria de su acatamiento por el Reino. Si a esto añadimos las varias minorías de edad de los Reyes, los tiempos ciertamente eran propicios para intentar abatir el poder regio (como, por ejemplo, lo conseguiría la oligarquía nobiliaria-burguesa en Inglaterra), y debemos agradecer como un milagro del Cielo la definitiva llegada de los Reyes Católicos que pusieron fin a todo ese caos.
Por supuesto, esos acontecimientos venían acompañados de teorizaciones y justificaciones de tipo jurídico y sociopolítico (que es lo que nos interesa aquí), no sólo por los cronistas y publicistas contemporáneos (Alfonso de Cartagena, Rodrigo Sánchez de Arévalo, Diego Valera, Alfonso de Palencia, etc.), sino por los propios protagonistas de los hechos. Pero hemos de subrayar que estos últimos nunca trataron de fundamentar sus rebeliones y acusaciones de tiranía en la violación de un supuesto e inexistente pacto jurídico-político entre el Rey y los Reinos, como algunos doctrinarios constitucionalistas han venido sosteniendo. Especial abuso tuvo en manos de los rebeldes la Ley 25, Título 13, de la 2ª Partida, donde se prescribe la obligación de los súbditos de guardar al Rey de sí mismo, no dejándole «fazer cosa a sabiendas, por que pierda el ánima, nin que sea a mal estança o dehonra de su cuerpo, o de su linaje, o a grand daño de su Reyno». Pero insistimos en que los levantamientos nunca se hacían en nombre de un supuesto pacto constitucional conculcado por el Rey, sino en función del derecho natural de resistencia a alguien al que se consideraba tirano. Tiene un punto de ironía que fuera el propio Alfonso X la primera víctima de su propia legislación creada, cuando fue depuesto por su hijo Sancho El Bravo en las Cortes que convocó en Valladolid en 1282.
Los constitucionalistas modernos tratan de argumentar la existencia de ese pacto legal en el orden jurídico-sociopolítico castellano apelando a casos que no tienen nada que ver con ese instrumento revolucionario. Citan la Petición 1 de la Cortes de Valladolid de 1442, en donde Juan II, por Pragmática de 15 de Mayo, le da «fuerça e vigor de ley e pacçion e contracto firme e estable». Pero aquí sólo se trata de la prohibición de segregaciones o enajenaciones del patrimonio real o bienes de realengo de la Corona, y nada más; aparte de que esos términos citados son retóricos, ya que se deja bien claro que esta Ley la otorga Juan II porque «mando e ordeno e quiero e es mi merçet que se faga e guarde asy», y declara nula toda acción contraria haciendo uso «de mi propio motu e çierta çiençia e poderío rreal absoluto» (esta Ley aparece recopilada, sin ningún problema, en los «absolutistas» Ordenamiento Real, Nueva Recopilación y Novísima). También se suele citar la sentencia compromisaria de Medina del Campo (1465), pero en ella Enrique IV usa la misma fórmula: «de mi propio motu e cierta ciencia e poderío real absoluto […] confirmo e apruebo» la sentencia dada por los Jueces. Por último, se trae a colación que los Procuradores hablan de «contrato callado» en la Petición 1 de las Cortes de Ocaña de 1469 y en el Preámbulo de las Cortes de Valladolid de 1518, pero en ambos casos se trata solamente de recordar las obligaciones de derecho natural tanto del Rey (regir con justicia) como de los súbditos (obedecer).
Especial mención merecen las Cortes convocadas por Juan II en su «Real [Campamento] sobre Olmedo» en 1445, en donde se hace recapitulación de numerosas Leyes de Partidas, Fuero Real y Ordenamiento de Alcalá, para dejar bien en claro definitivamente la correcta interpretación oficial del orden sociopolítico monárquico castellano, rechazando que el Rey «oviese de ser e fuese sujeto a sus vasallos e subditos e naturales, e por ellos juzgado». La Ley nacida de esas Cortes lleva fecha de 15 de Mayo, cuatro días antes de la batalla de Olmedo, en donde las tropas reales vencerán a los sublevados (que fijaban sus miras más bien contra el despótico Condestable Álvaro de Luna, que mediatizaba a Juan II, al estilo en que el Ministro Godoy lo haría con Carlos IV). Sólo conocemos un único precedente de intento de establecimiento de un pacto-ley constitucional: el proyecto de Ley Perpetua de los comuneros… pero ésa es otra historia.
Félix M.ª Martín Antoniano, Círculo Tradicionalista General Carlos Calderón de Granada.