La nueva cristiandad y sus apologistas

Juan Pablo II con una diadema de plumas confeccionada por unas tribus en Brasil. Reuters/ Luciano Mellace

A raíz de la visita del Papa Francisco a Canadá, La Esperanza publicó una reflexión de Belén Perfecto  — como siempre, aguda—  sobre la ruptura que ha supuesto la introducción de las deletéreas doctrinas del personalismo en el pensamiento político católico.

Con la secularización como tema central, el Papa rechazó la categorización del fenómeno como negativo, manifestando su oposición a las actitudes que pueden derivarse de su rechazo, tales como el «espíritu de cruzada». Sin duda, estas declaraciones no hacen más que evidenciar que el pontificado de Francisco representa la madurez de unas doctrinas ajenas a la matriz católica que encuentran en los momentos presentes su concreción última. Es por ello que resultan irritantes las lecturas sesgadas que tratan de presentar el pontificado de Francisco como una ruptura con la línea identificada con los pontificados de signo conservador, concretamente de Juan Pablo II y Benedicto XVI.

Las declaraciones sobre la secularización no han supuesto una ruptura esencial con el legado anterior, pudiendo quizás encontrar heterogeneidades lógicas en los estilos personales. En su discurso ante Osman Durak, embajador de Turquía ante la Santa Sede, en 2004 Juan Pablo II sostenía que «en una sociedad pluralista, la laicidad del Estado permite la comunicación entre las dimensiones de la nación. La Iglesia y el Estado no son rivales sino socios: en un sano diálogo pueden alentar al desarrollo humano integral y la armonía social». No parece que existan grandes diferencias con las palabras de Francisco.

Por su parte, en 2008 y con ocasión de la visita a la Embajada Italiana ante la Santa Sede, Benedicto XVI sostenía que «la Iglesia no sólo reconoce y respeta la distinción y autonomía del Estado respecto de ella, sino que se alegra como de un gran progreso de la humanidad». Ante estas palabras no es extraño que lectores biempensantes salten como resortes en defensa del Papa alemán sosteniendo la legítima autonomía de las realidades temporales, según parece descubierta hace cuarenta años. A mi juicio, ahí reside la trampa. Que la Iglesia ha sabido durante toda su historia distinguir su poder del poder de la espada civil, es evidente. Cualquiera que se aproxime a cualquier manual de historia de la Iglesia percibirá que la teocracia ha sido siempre ajena al mensaje evangélico y nunca defendida como doctrina católica. La defensa y supuesto descubrimiento de Gaudium et spes responde más bien a una actitud clerical, tendente a bautizar un mundo que se les escapó de entre las manos, un no reconocimiento de partida perdida arguyendo que nunca se jugó o, mejor, que no debería haberse jugado.

En el panorama de la posmodernidad, las invocaciones a la laicidad y a la sana autonomía, banderas de los pontificados conservadores de Juan Pablo II y Benedicto XVI, esconden la huida del combate con florituras evangélicas. Cristo Rey ha perdido su trono en las sociedades y sus ministros rehúyen la batalla sosteniendo que Él no desea su cetro. La asimilación de una sociedad plural como punto de partida teórico evidencia la confusión entre la cuestión de hecho y la de derecho, imposibilitando la fecundidad de la doctrina católica social.

Es por ello que las salidas de tono del Papa son, en realidad, salidas de tono de los Papas, refugiados en la nueva cristiandad maritainiana para cubrir la vergüenza de una derrota ante la revolución liberal, manifestación política del Non serviam luciferino.

Miguel Quesada, Círculo Hispalense