¿Quién teme a José Miguel Gambra?

El profesor José Miguel Gambra.

Espero que el Profesor no se enfade por el título, que no pretende establecer paralelismo alguno entre él y Virginia Woolf. Nunca he visto la película y no pretendo hablar de ella, no se preocupen, pero el título es muy socorrido.

Que Público y Otegi hablen de nosotros de tarde en tarde no debe sorprendernos, porque son unos completos tarados: los unos, por defender ideologías criminales y reiteradamente fracasadas, porque no tienen su anclaje en la realidad realmente real, que diría Zubiri. El otro, porque tiene una severa manía persecutoria, fruto de su criminalidad y de su comadreo con criminales. Así que, cuando furibundas y biliosas críticas al tradicionalismo vienen de otras fuentes, uno no puede evitar preguntarse por qué, visto nuestro nada pujante estado, les damos miedo. La respuesta es clara, sin embargo: tenemos la buena doctrina y la sabemos defender.

El doctor Pedro Ínsua ha vertido, de nuevo, una serie de críticas al «tradicionalismo», así en general, que se concreta para él en nuestro tiempo en el libro de nuestro insigne correligionario La sociedad tradicional y sus enemigos. Gracias, señor Ínsua, por manifestar lo que, por otra parte, es evidente: de todos los que visten los colores de la Tradición en España, sólo tienen orgullo de casta los carlistas y, de los carlistas, los que, además, tienen Rey (que, a su vez, tiene caballeros de la talla del Profesor).

Una primera lectura le deja a uno la sensación de que el Contra el tradicionalismo de Ínsua podría responderse con dos o tres frases, porque la impresión general es que todo el fundamento de la crítica al tradicionalismo, al menos tal y como la presenta el autor en ese artículo, se basa en el procedimiento popularmente conocido como hacer un hombre de paja de la Causa, a través de la sutil falacia que se presenta ya en el primer párrafo del artículo:

«El otro día […] alguien me decía, terminante, que para defender España […] había que ser español y cristiano. Y que ser español exige el cristianismo. Que la nacionalidad española implica el bautismo, el acceso a la ciudad de Dios».

…Confundiendo así los dos sentidos de nacionalidad que recoge el nunca lo bastante alabado Diccionario de la Real Academia Española:

  1. f. Condición y carácter peculiar de los pueblos y habitantes de una nación.
  2. f. Der. Vínculo jurídico de una persona con un Estado, que le atribuye la condición de ciudadano de ese Estado en función del lugar en que ha nacido, de la nacionalidad de sus padres o del hecho de habérsele concedido la naturalización.

Es evidente que en las dos primeras frases se alude al primer sentido. En la segunda y en el resto del artículo, al segundo. Ya que al doctor Ínsua le interesa (lo cual no es nada sorprendente) la producción científica y literaria del Profesor, quizá le resultaría interesante, además de releer La sociedad tradicional y sus enemigos, consultar su Lógica aristotélica. En particular, el capítulo sobre los sofismas.Y es que, al margen de lo que digan las leyes positivas (cuyo anclaje en la realidad de las cosas no es, en absoluto, condición de validez), a lo mejor «ser español» no puede entenderse [«entenderse», cuestiones ontológicas aparte] al margen de «ser católico».

Ínsua da por sentado, con esa suficiencia propia del ateo imprudente, que las pruebas racionales de la existencia de Dios son evidentemente falsas y, si acusa erróneamente al creyente de no probar sus postulados, tampoco él se toma la molestia de falsarlos. Para empezar, porque no se toma en serio al creyente como un rival intelectual digno. De nuevo, la falacia del hombre de paja. Pero resulta que el creyente (máxime, el Profesor), no cae en el fácil y tan a menudo denostado argumento perezoso que consiste en afirmar categóricamente algo «porque Dios así lo ha dispuesto». Los contados supuestos (muy pocos) en el que el único recurso argumental adecuado para el católico es el «porque Dios» no son, ciertamente, el punto de partida de ningún razonamiento de alcance político. Que el ateo niegue también, arbitrariamente, la ley natural (porque la única razón válida para el ateo no es la Razón, diosa ilustrada, es «mi» razón, que no atiende a más razones que las mías), no enerva en absoluto la calidad racional del argumento. Que el ateo no entienda el principio de finalidad (cfr. Le réalisme du príncipe de finalité, R. Garrigou-Lagrange OP) no degrada la explicación de dicho principio a un «porque Dios».

Reitera con una cierta urgencia el autor que la fe no tiene carta de ciudadanía en la polis porque, como buen liberal, entiende, aunque no lo diga (¡ay, las nunca declaradas deudas con el protestantismo!) que la religión no puede, nunca, superar el ámbito de la conciencia. «La fe no es un asunto público». Pero esto no deja de ser sorprendente, cuando también se habla, aunque de paso, de la construcción de la «idea nacional española». Si, como dice Carl Schmitt, filósofo del Derecho tan querido de los materialistas filosóficos, la política consiste en la identificación del enemigo; si, como el propio maestro de Ínsua, amén de toda su escuela, reconocen que España (que «las Españas») se unen, haciendo de la necesidad, virtud, «contra» el moro, tampoco me parece razonable afirmar que «[l]a fe no es común» pero «el estado [sic] sí lo es». No: precisamente porque con una fe común se construyó un proyecto de nación capaz de superar los particularismos regionales, culturales y lingüísticos de castellanos, navarros, aragoneses, etc. Siglos después de la consolidación de un tal imperio, capaz de extravasarse al orbe entero, ciertos antepasados liberales del Sr. Ínsua fueron capaces de suplantar los valores compartidos de la Fe y de la Tradición (es decir, al Bien Común, a la común y colectiva apreciación del orden social cristiano y de la bienaventuranza eterna como algo objetiva y racionalmente deseable), por una serie de postulados más o menos débiles en su justificación, pero muy potentes como instrumentos de transformación social, que constituyen los pilares de un bien, no común sino público, por estatal, que es esa España definida no por siglos de historia, costumbres, creencias compartidas, «narrativas comunes», por utilizar las pedanterías sociológicas que tanto les agradan, sino por una norma jurídico-positiva, a merced de la mayoría parlamentaria de turno.

Por supuesto que el Profesor no está diciendo una memez tan colosal como que la partida de bautismo o la profesión de una fe u otra sea, ni pueda ser, un requisito burocrático para la obtención de un carné de identidad. Pero eso ya lo sabe el Sr. Ínsua. Lo que pasa es que para que España pueda caber en la estrechez de un discurso encorsetado en los límites de la razón pura (esa que, a diferencia de la fe, sí que gira únicamente en torno de sí misma), habrá que podarle todos sus aditamentos espirituales; habrá que buscar inverosímiles explicaciones de corte económico para gestas, como la de Indias, que son perfectamente absurdas cuando se hace abstracción del «móvil» de la Fe (se profese o no la Fe en cuestión). Como no puede discutir de tú a tú con el Profesor, tendrá que proclamar con suficiencia el absurdo de la fe, desviando el debate hacia cuestiones apologéticas que no son ni el objeto ni el interés de su libro, en un intento desesperado de ganar el tiempo necesario para hallar una explicación a la espinosa pregunta que se le plantea, irremediablemente, a todo honesto historiador ateo de España: «¿Y cómo, si “toda fe es absurda”, el eje que vertebra la historia de este país, desde su misma génesis, es la fe común en Jesucristo y en Su Iglesia? ¿No será, entonces, España un absurdo también?». Es ante esa paradoja, que aún estamos esperando los católicos que los ateos quieran resolver, ante la que sólo cabe renunciar, con las mismas, a la Fe y a España (como han hecho y hacen tantos en este país, el único en el que no hay –porque, quizá no pueda haber- una «izquierda patriota») o reconocer que, tal vez, el Profesor tenga razón.

¿Por qué teme al Gambra feroz, Sr. Ínsua?

G. García-Vao