He tenido que tomarme unas semanas de descanso para reponerme del susto: debo de haberme explicado de manera particularmente poco clara:
- No se trataba de que el PP fuese el partido más votado, dándoles la errónea impresión de haber ganado las elecciones, lo que nos condena a una legislatura más de lloriqueos interminables sobre supuestos derechos de los partidos más votados a gobernar.
- Tampoco se trataba de que Yolicienta salvase los muebles de Unidas Podemos y de sus sucesivas marcas, vástagos, bastardos y aliados para poder seguir formando parte del Gobierno, entregándole carteras cada vez más siniestras y malignas a gentes cada vez más siniestras y malignas.
- Desde luego, la cuestión no era dejar a VOX cuatro años más en un limbo político en el que, de nuevo, son el salvavidas del PP (lo que permite al PP seguir gobernando con la aquiescencia servil y lacayuna del electorado llamado «católico» de este país) en un sinnúmero de municipios y en numerosas comunidades autónomas mientras que, en el Parlamento, de nuevo, son la encarnación misma del voto inútil.
- Y, aunque parezca sorprendente, me permito repetir que, ante todo, creo que la clave del bienestar social y político español en la presente coyuntura no pasaba, en absoluto, por que a Sánchez le saliesen las cuentas, vendiendo dos o tres pedacitos más de historia, de soberanía y de dignidad a los terroristas de esta o de aquella habla cooficial. Se trataba de que Sánchez pudiese conjurar los demonios nacionalistas gobernando en solitario, pudiendo llenar todos los ministerios que su lúbrica imaginación le diese a concebir con buenos y confiables socialistas de la vieja escuela: feministas transexcluyentes y fachas, como Calvo y Valcárcel; rojipardos impenitentes y fachas, como Felipe González; falsos vascos, como Nicolás Redondo…
A lo peor no expliqué con la claridad necesaria por qué no nos podíamos permitir, en este momento, algo distinto del PSOE. El verdadero motivo por el que creo que votar al PSOE es una exigencia de la más elemental prudencia política, es el siguiente: no sólo pienso que con un PSOE omnipotente nos irá mejor; no sólo pienso que, sin el PSOE, por exceso o por defecto, nos irá peor. Estoy convencido de que, en la actual coyuntura histórica, sin el PSOE, España desaparece del mapa. La España que quiere el PSOE, nos guste o no, es la que queremos, siquiera virtualmente, todos nosotros. Porque la España del PSOE es la nuestra.
El título general de esta serie de artículos no está, en absoluto, escogido al azar. Lo que hoy se llama, probablemente sin demasiada justificación, «España», es un producto histórico muy reciente de unos mimbres ideológicos bien determinados. Mucha gente me va a odiar y mucha gente me acusará de ser un infiltrado, pero confío en que, una vez expuestas mis razones se comprenderá, con meridiana claridad, cuánto de lo que estoy diciendo es broma y cuánto es tragedia.
Esta tesis, que puede parecer chocante e, incluso, ofensiva para oídos ppiadosos [sic] no es sino la conclusión normal de nuestra personal teoría política sobre la España contemporánea, a saber, que el Estado social y democrático de Derecho de 1978 no es más que la versión europea y progresistamente aceptable del Estado asistencial de factura, supuestamente, ultraderechista de 1939.
En el tristemente famoso Congreso de Suresnes del Partido Socialista se tomaron, en realidad, dos decisiones fundamentales para el futuro de la socialdemocracia española: la una, oficial, abandonar todo dogmatismo, todo principio, todo fundamento racional del que pudiesen sacarse conclusiones incontestables de alcance doctrinal. Fue, mutatis mutandis, como el Concilio Vaticano II de la izquierda española. La otra, secreta, pero de un secretismo voceado desde entonces acá, la de transformar el PSOE para imitar a la España de entonces con la descarada pretensión de convertir a la España de entonces en una imitación del PSOE. La simbiosis ha sido eficaz, sobremanera para los intereses electorales del partido. Y eficazmente catastrófica para los intereses nacionales. Pero hace cincuenta años que la sociedad española ha aceptado estas reglas de juego y ya empieza a hacerse estrepitosamente tarde para cambiarlas. Dicho en otras palabras, como los carlistas no nos cansamos de decir (y Podemos se cansó de gritar relativamente pronto): no vamos a salir del régimen del 78 jugando con las reglas del régimen del 78. Es como pretender hacer pagar sus crímenes de guerra a Rusia con un bloqueo económico, dejando de comprar el petróleo ruso directamente al proveedor, adquiriéndolo únicamente mediante un intermediario hindú que saca un jugoso rédito de tan villano subterfugio diplomático.
España lleva cincuenta años siendo paciente y lentamente modelada por el Partido Socialista que la ha gobernado sin interrupción, aunque a veces por persona interpuesta. Lo que el PSOE ha llevado a cabo contra la España católica y tradicional ha sido un combate a muerte, no particularmente sanguinario, silencioso y, durante algunos raros intervalos (1996-2004 y 2010-2016), una guerra subsidiaria o «por poderes».
Pero a estas alturas de la película, incluso los más acérrimos enemigos de toda socialdemocracia (entre los que me gustaría contarme) se ven obligados a reconocer que la batalla de las diversas izquierdas contra todo lo Bueno y lo Bello presenta características diferentes en función del sujeto: por ejemplo, los partidos rigurosa y dogmáticamente marxistas ya no existen, con lo cual es fútil y una pérdida de tiempo hablar de ellos. Ya no hay comunistas, por más que se empeñe Federico Jiménez Losantos. Yolanda Díaz y sus secuaces, en nuestra humilde opinión, poseen el dudoso honor de poder concitar la ira justiciera de un Tomás de Torquemada tanto como de un Stalin. Y más probablemente de un Stalin, porque Torquemada reconocería de buen grado que su jurisdicción no alcanza a tales personajes.
Por su parte, los partidos izquierdosos, que no izquierdistas, que utilizan una retórica y una puesta en escena de un radicalismo progresista pretendidamente proletario y que no son sino un intento espectacularmente mediocre de legitimación de los más burdos burdeles burgueses —hablo de esas sumas que restan— como son, en última instancia, los herederos morales de nuestro ya añoso Dodo dadá, no tienen una proyecto realista y lo mejor que nos puede seguir pasando es que los socialistas no les dejen nunca solos, pues son como aquel médico que curaba todas las enfermedades por el sencillo expediente de matar al huésped.
La metáfora médica no es baladí: los partidos histórica y conscientemente socialdemócratas saben que el Estado-huésped tiene una resistencia limitada a la imbecilidad progresista por metro cuadrado (o por minuto) y no se lanzan alocadamente a aprobar estupideces que caen por su propio peso (como la Ley Trash, que morirá de éxito… Junto con una nutrida representación de sus beneficiarios, desgraciadamente). Por eso, con mayor o menor fortuna se han dedicado a mantener el equilibrio entre Idiotez y Responsabilidad Económica (que es para lo que ha quedado la Razón en la Posmodernidad), generalmente recurriendo a la inestimable colaboración de sus contrapartes conservadoras pero a veces bastándose y sobrándose para ejercer de ariete progresista y de laboriosa hormiguita de Lafontaine al mismo tiempo (como el Partido Socialdemócrata de Suecia o el PSOE andaluz quienes, salvo accidentes, nunca han dejado de gobernar sus respectivos feudos).
En fin, el PSOE, en la mente del PSOE, es como un hongo simbionte que ha aportado sin cesar ricos nutrientes progresistas a la casposa y franquista España quien, a su vez, le ha aportado abundantes recursos humanos y económicos con los que ha logrado ampliar e instalar sólidamente su dominio por doquier. Eso que llamamos hoy España es un cortijo privado de enormes dimensiones que apenas recibe lo necesario para subsistir de sus gobernantes de larguísima data. Un observador más avezado, un biólogo político medianejamente competente (el hombre es un ζῷον πολῑτῐκόν y lo que padece España es una zoonosis de manual) se dará cuenta de que la relación PSOE-España no es simbiótica, sino parasitaria. La socialdemocracia es al Estado que le sirve de huésped, como una tenia. La nuestra está en estado adulto, muy bien desarrollada y con muy buena salud. Tanta que suprimirla sin miramientos podría comprometer gravemente la vida del paciente. España ya no puede salir del paso con cirujanos de hierro (está por ver, vistos los actuales lodos, que España saliese antaño del paso con el referido matasanos, que resultó muy poco inoxidable).
Por supuesto que no estamos a favor de ser gobernados por platelmintos parasitarios que nos sorben la vida y la salud. Pero hemos de reconocerles, al menos, que les interesa mantenernos con vida, porque nuestra muerte es la suya.
La tenia hay que expulsarla, no alimentarla con delicadas golosinas de la Agenda 2030. Pero la teniasis no se cura con cirugía ni tratando de intoxicar al gusano con fondos europeos ni con austeridad financiera del PP. Se trata con un medicamento que se llama prazicuantel y cuya fórmula química es CTRAD. Mientras esperamos a tenerlo en dosis letal, habrá que vigilar a nuestro parásito intestinal local que, paradójicamente, es el único que puede sostener, por el momento, a eso que llamamos hoy España en su precaria existencia. La España que quieren sus parásitos: la única que, hoy por hoy, nos podemos permitir.
G. García-Vao
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