Salir por las calles de Bogotá con la Cruz de Borgoña, con una cruz procesional y dos ciriales como escuderos de la última, es una empresa más que temeraria. Podría asegurar a nuestros lectores en la Península que es una empresa de profunda fe y de inmensísimo valor inspirado por el Espíritu Santo; la ciudad de Bogotá, sobre todo en su centro, actualmente, es un lugar muy hostil y difícil de transitar al erguir símbolos católicos, sobre todo del catolicismo no disuelto en el agua del mundo. Por instantes, rumbo al sendero de Monserrate, sentimos las miradas que increpaban, escuchamos escupitajos, y deducimos los prejuicios que apuñalaban nuestra moral. Empero, el amor por Dios, por la Santísima Virgen, por la Iglesia, por nuestros compatriotas, nos llevó a seguir adelante en medio de un país que luego de 1960 pasó a ser un territorio adverso con la hispanidad más mínima, que pasó de entonar con orgullo el pasado heroico de Jiménez de Quesada, Sebastián de Belalcázar y Nicolás de Ferderman a exponer en los colegios públicos una leyenda negra, muy negra, muy oscura, muy falsa, muy francesa, muy roussoniana o montaignesca. Lo cierto es que la Colombia española, al menos en conciencia, ya no existe; lo cierto es que dicha peregrinación, que también impactó a tantos, se volverá un pequeño apostolado de nuestro círculo para buscar la conversión de tantas almas porfiadas y para reivindicar la hispanidad.
Después de la Santa Misa Tradicional, nuestro círculo salió rumbo a cumplir una misión acordada desde hacía unas semanas: subir hasta la Basílica Santuario de Nuestro Señor Caído y Nuestra Señora de Monserrate con el fin de rezar el Rosario, de hacernos más visibles como carlistas, de inspirar algo de piedad en quienes se cruzasen, y, sobre todo, en responder mansamente a una sociedad secularizada que, de hecho, ha convertido el sendero rumbo al Sagrado Templo en un acontecimiento mundano, deportivo, llano; actualmente lo religioso, las travesías penitentes, las peripecias de piedad, han quedado relegadas a meros acontecimientos particulares y sumamente raros… Hemos de suponer que fue por ello que tantos se mostraron tan sorprendidos ante nuestra presencia.
A los pies de tan inmenso gigante, cerro tupido de pinos, eucaliptos y acacias, emprendimos con ímpetu la subida tan monumental a lo que los bogotanos conocemos como «Monserrate». Sendero empedrado, que supongo yo, ha de tener rocas que datan del siglo XVIII que, como alguna vez escuché, fueron sacadas y bajadas de los mismos cerros orientales para posteriormente haber sido pulidas con la finalidad de empezar a adoquinar las trochas de la antigua Santafé. Nuestras armas, los Rosarios, fueron alistados, la cruz levantados, las banderas ondeadas, los ciriales encendidos, las voces preparadas: uno tras otro, escalón tras escalón, la voz de quien dirigió la marcha –quien les escribe– se encargó de que los Avemarías, Pater Noster y Glorias sonasen como encendidos llamados del cielo a todo aquel hombre, mujer, anciano o niño que se cruzaba. Algunas personas intentaron seguirnos el paso, otros se signaban, otros más mostraban sus ojos llameantes y su desprecio, algunos más nos animaban; el cansancio, el sudor, el dolor y la esperanza se hacían más prominentes a mitad de camino donde nos arropaban los árboles, donde, a lo lejos, se notaba otro cerro de un verde oscuro, traspasado por densos vapores y acompañado de un marco grisáceo, de aquel grisáceo que llama a lluvia, para completar el panorama.
Meditaciones, silencios, leves himnos de martirio, de batalla, de amor y de caridad, fogonazos del Viacrucis: burlas, calumnias, curiosidad, admiración, piedad, en otros; escalones más empinados, una compañera que no podía continuar pero que se esforzaba, mucha fe, muchísima fe, ese era el ruido en nuestras mentes aproximándonos a la cumbre. Desde nuestra posición ya veíamos a una alejada Bogotá embutida, muy embutida, casi que subterránea, entre las sabanas de Cundinamarca y entre las cuevas del mundo. Luego, pasada una hora, levantando la mirada, aparecía un campanario blanco que nos avisaba que nuestra misión estaba por cumplirse; los balcones laterales del templo, abiertos para todos, estaban apresados de personas desprevenidas que sólo observaban el paisaje y que, he de suponer, se toparon con una cruz dorada que se movía levemente de derecha a izquierda entre frondosas ramas y revoloteos de pájaros, con dos escuderos de fina llama, con jóvenes de frentes lisas y brillantes que terminaban un Rosario, con curiosas banderas blanco y grana. Colocar cada pie en los últimos escalones, a 3.152 metros sobre el nivel del mar, mereció un retumbante ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen María! ¡Viva la Iglesia Católica! ¡Viva el Papa!
Posterior a ello, ingresamos al templo, construcción del siglo XX que reemplazó la antigua ermita neogótica que fue destruida tras el terremoto de 1917; el templo, bañado en blanco en su exterior, en su interior guardaba un fuego diminuto entre el claroscuro, menos mal en el centro, menos mal con gran sagrario, menos mal anunciando, para los formados en la fe, la presencia inmensísima y real de Nuestro Señor Jesucristo, que en las alturas, también en las del mundo, demuestra que está sobre nosotros y con nosotros. Oraciones silenciosas, súplicas, felicidad oculta y agradecimientos a Dios por haber reunido a unos pocos jóvenes carlistas en tan hostil territorio para emprender tales empresas. Sobre mis ojos, no voy a negarlo, se cruzaban las misiones que antaño los reyes católicos enviaron a América con el fin de salvar almas, civilizar e instruir en la fe a un pueblo elegido por la Providencia; hoy habrán nuevas misiones, muy distintas, sin tanto calibre, que busquen evangelizar sin aguas tibias a una sociedad y a unos hombres en particular que tanto lo necesitan. Finalmente, luego de ver de cerca la milagrosa imagen del siglo XVII de Nuestro Señor Caído, procedimos a rezar el Santo Viacrucis, a apreciar las preciosas vistas, a acordar subir de nuevo y a bajar para regresar a la vida común para ser cristianos convencidos y pétreos en medio de las tinieblas de este mundo.
Johan T. Paloma, Círculo Carlista de Santafé de Bogotá
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