Infectados como estamos todos de idealismo, nos cuesta mucho aceptar que nuestra razón, pese a sus muchas debilidades, es perfectamente capaz de conocer la naturaleza de las cosas. Ya desde niños somos plenamente capaces de saber que un árbol es un árbol cuando tenemos uno delante, aunque aún titubeemos sobre la manera más adecuada de explicar qué sea un árbol. Para las plantas más pequeñas, el genérico y pueril «flor» acaba dejando paso, con los años, a los más precisos «planta», «arbusto» o «dicotiledónea».
Pero el malvado filósofo idealista nos dirá: «¿pero cómo puedes estar seguro de que lo que ves es un árbol y no un conjunto de sensaciones a las que hemos dado, convencionalmente, el nombre de “árbol”, sin ser, sin embargo, jamás capaces de conocer el árbol en sí?». La respuesta más evidente y más espontánea es: «porque eso es una idiotez» o, mejor, «porque es demasiado enrevesado para poder ser real». Empero, les recomiendo encarecidamente, como respuesta seria y como vacuna contra todos los idealismos, la lectura de los Consejos para el realista debutante de E. Gilson. Baste decir, a modo de resumen, que los seres humanos normales comenzamos conociendo las cosas y luego ya, si acaso, podemos conocer nuestro modo de conocer. No osaré decir que empezar la reflexión filosófica preguntándose por las condiciones a priori de la sensibilidad sea pedante, pretencioso y fatuo. Diré que es comenzar la casa por el tejado; que la pregunta sobre la validez de nuestro conocimiento de la esencia «árbol» parte de una grosera petición de principio, que podemos denominar Axioma de la Ceguera Voluntaria o Principio de Constitución Fenomenológica del Mundo. Téngase, claro, en cuenta, que «fenomenológico» quiere decir «como a mí me dé la gana», es decir, «lo más lejos posible de la Ley Natural y Divina». Como dijo una vez nuestro sabio correligionario el profesor J.M. Gambra, «para un idealista como Descartes, el niño debería formular juicios epistemológicos antes de poder afirmar “papá” o “mamá”». Por otra parte, como dice muy bien Gilson, a fin de cuentas, incluso el idealista más recalcitrante que niega furibundamente el principio de causalidad, irá al oculista cuando tenga un problema de vista. Porque, más allá de nuestros (supuestos) principios filosóficos, los humanos sólo podemos vivir como si fuésemos realistas. La solución más razonable a esta aparente paradoja es que el realismo de Aristóteles y Santo Tomás es la recta y buena philosophia perennis.
Este excurso tan largo, pero quizá no completamente exento de interés les hará mejor comprender la cuita espiritual, protocolaria y litúrgica que me embarga desde hace años y que hoy he decidido compartir con Vds. porque empiezo a entrever cuál es su causa. Tiene que ver con que las cosas parezcan de hecho lo que son en realidad, más allá de toda duda posible y que, sin embargo, haya terroristas de la razón pura que se complazcan en negar la evidencia. Es un fenómeno presente en todos los estratos sociales y en las cuatro partes del globo.
Por ejemplo, Pixar nos presentó un caso muy interesante en una de las escenas que es de lo poco salvable de la perversa Brave que cuenta, en resumen, la historia de una adolescente en plena crisis de adolescencia, pues adolece del menor sentido de la reverencia hacia sus superiores o de la piedad filial y que, como no es capaz ni de cumplir con sus obligaciones principescas ni de asumir las consecuencias de su rebelde rabieta, recurre a las buenas artes de la bruja local para convertir a su madre en oso. La buena de la reina plantígrada acaba, claro, cediendo a las exigencias de su díscola descendiente. No era para menos…
Mi resumen no le hace estricta justicia pero seguro que ejerce la labor disuasoria que siempre he tenido en mente.
La princesa Mérida (que es escocesa y no extremeña, sorprendentemente) llega, pues a la bien escondida cabaña de una misteriosa ancianita, tras seguir un camino no empedrado de baldosas amarillas, sino balizado por fuegos fatuos azules. La anciana es pequeñita, vieja, bastante fea, viste de negro, tiene un cuervo como mascota, una mirada de lunática que mete miedo, es fea y bastante vieja (nunca está de más insistir). En atención al contexto, uno no puede evitar pensar, «¡ah, claro! Una bruja». ¡Pues no! Resulta que no es bruja, sino tallista de madera. En efecto, el local está repleto de hermosísimas tallas de estilos muy diversos: desde lacerías y bellísimos entramados que no desentonarían en una página del Libro de Kells, hasta animales de todos los tamaños y de un realismo apabullante, pasando por toda una serie de personajes de otros filmes de Pixar más o menos camuflados.
«¡Tallista!», repite la venerable ancianita cada vez que la princesa pretende desenmascarar su auténtica condición de hechicera.
«¡Tallista!», comienza a enervarse, cuando la princesa, haciendo caso omiso de sus protestas, empieza a explicarle su problema, esperando de sus oscuras artes alguna ingeniosa solución.
«¡¡Tallista!!», cuando la princesa pretende justificar sus sospechas haciendo alusión al camino de baldosas… Digo, de fuegos azules.
Mérida me cae como una patada en el hígado y pienso que la mayoría de sus problemas se habrían solucionado con una buena regañina o, en el mejor de los casos, con una buena bofetada [y ya pueden ir llamando al 091 para denunciarme por apología de la violencia de género]. Sin embargo, en este preciso asunto creo que tiene toda la razón: cuando uno tiene delante a una viejecita que cumple perfectamente en su persona con todas las expectativas que cabe tener de una bruja, es decir, que parece una bruja y que se comporta como una bruja; cuando además, fenómenos poco usuales (fuegos fatuos a guisa de señales de tráfico y cuervos que hablan) la acompañan, la deducción es perfectamente legítima y corre a cargo de la vieja en cuestión demostrar su condición no-brujesca. Por supuesto, para su tranquilidad y para «bien» del filme, tanto Mérida como yo tenemos razón: la bruja es una bruja y acaba reconociéndose como tal ante la perspectiva de ser generosamente pagada por sus servicios.
A este lado de la frontera entre lo real y lo imaginario, gracias a Dios (ya) no hay brujas, pero también tenemos personajes que se obstinan en negar, contra toda evidencia, su condición.
No debería sorprenderles lo que les voy a decir, si además les prevengo de que el personaje en cuestión es de formación idealista (como todos los teólogos modernistas).
El Santo Padre hace ya bastante tiempo que tiene la manía fenomenológica de negar su propia naturaleza de Santo Padre, insistiendo obstinadamente en que él es sólo «obispo de Roma». Lo que pasa es que nosotros, simples mortales en los que el Covid königsbergense aún no ha causado los suficientes estragos cerebrales, razonamos de una forma (aún) muy primaria: cuando vemos un señor vestido de blanco, como cumple a un Papa, que vive en el Vaticano, como cumple a un Papa –aunque no viva donde han vivido siempre los Papas– y que (al menos cuando no habla y cuando no escribe) se comporta de forma bastante similar a como lo han hecho otros Papas antes que él, uno tiene ganas de decir que se trata de un Papa. Sobre todo cuando, además le acompañan fenómenos inusuales como cardenales que le hacen reverencias y embajadores de todos los puntos del globo que vienen a presentarle sus cartas credenciales al jefe del Estado más diminuto del mundo; nuestras sospechas parecen, así, confirmarse: Francisco es Papa. Pues no, ¡obispo de Roma! Nada de besos, ni en la mano ni mucho menos en la chinela; nada de genuflexiones y nada de cortesías. ¡Ni que Francisco fuese, en tanto obispo de Roma, además Sumo Pontífice, Vicario de Cristo y, en buen castellano, Vicediós! ¿Acaso pesa mucho la tiara (que ya no llevan), Santidad…?
A lo mejor, como la bruja de Brave, el Papa no quiere que le llamen «Papa» porque las cosas que hace en cuanto Papa tienen resultados potencialmente deletéreos. Es sólo una idea… A lo mejor, como la bruja de Brave, está esperando que alguien le ofrezca una justa compensación por sus labores como Papa, antes de reconocer que lo es y de empezar a actuar como tal. Pero, Santo Padre, ¿acaso no piensa Vuestra Santidad en esas cosas que «ni ojo vio, ni oído oyó» y que son «las que el Padre tiene preparadas para aquellos que Le aman…»?
Mientras esperamos la respuesta que quizá nunca llegue, querido lector, persevere en la rebeldía antimoderna de llamar a las cosas por su nombre y de afirmar que los nombres son bien los nombres de las cosas y no de las apariencias de las cosas. Y así, tenga el valor de llamar a la rosa, rosa; a la bruja, bruja. Y al obispo de Roma: ¡Papa!
G. García Vao