Al final de su discurso de recepción en la real Academia de Ciencias Morales y Políticas, D. Eugenio Vegas Latapié escribió:
«La democracia moderna constituye, en efecto, un arquetipo de institución corruptora. Para reaccionar contra sus peligros, no hay otro antídoto que la práctica de las virtudes. Unas instituciones corruptoras pueden llegar, sin duda, a corromper a hombres virtuosos; unas instituciones benéficas pueden ayudar, en cambio, a purificar a los hombres corrompidos. Este mundo que es preciso rehacer desde sus cimientos, y de selvático hacerlo humano, para luego convertirlo de humano en divino, sólo tiene un camino de regeneración: el retorno a la verdad católica y a los principios del Derecho natural».
Después de casi sesenta años, vemos esta tesis confirmada. Los posibilistas, aquellos que albergaban cierta esperanza sobre la capacidad regeneradora de la democracia, hoy andan desesperanzados llorando por los rincones. Aquellos que, dentro del tradicionalismo, de un falso tradicionalismo se entiende, siguen albergando esperanzas liberales, sean éstas conscientes o inconscientes, entran en el saco de los incorregibles. Sobre ellos se podría decir aquello que Dante escribe sobre el dintel de las puertas de entrada al infierno: «Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate». Resulta del todo imposible hablar o razonar con ellos.
La ilusión histórica que implica la democracia sigue siendo hoy, por expresarlo de alguna manera, un dogma indiscutible. Maritain lo formuló así: «[la democracia] es uno de los derechos a los cuales no podría renunciar, en ningún caso, una comunidad de hombres libres». Nadie puede arriesgarse a negar este «derecho» sin ser objeto de repudio por parte de aquellos que se proclaman salvadores de la comunidad política. La democracia es el nuevo Baal, el nuevo Dios, al cual la comunidad ha entregado el corazón. Y sobre la idolatría democrática ya previno Pío XII en un radiomensaje a los católicos suizos: «Gracias a Dios, no queréis hacer un ídolo de las formas democráticas»
Hoy vemos la democracia, principio corruptor del hombre, hecha añicos allí donde se creía salvadora de la nueva humanidad. Una democracia que proyecta una tendencia que, como advirtió Vázquez de Mella, rebaja el hombre al nivel de la bestia y eleva la bestia al nivel del hombre. Una democracia incapaz de ofrecer soluciones a los dramas y conflictos que atraviesan la vida de los hombres y sus relaciones en sociedad. Una democracia que ahoga la vida de los hombres, con infinitas leyes que, de manera artificial, buscan organizar la vida común prescindiendo del orden natural.
Esta democracia sólo otorga, a los más fuertes, la posibilidad de actuar libremente –entendiendo libre en se sentido moderno del término– al margen del bien común, conforme a los propios apetitos o intereses, sin recibir de nadie regla ni obstáculo para la consecución de sus fines –normalmente el propio enriquecimiento o el aumento y concentración de poder–.
Una democracia así sólo puede que destruir desde sus propias entrañas, cualquier sociedad en la que se introduzca como principio y fundamento del bien común y de la acción política. Quedan otras consideraciones por hacer. Las dejaremos para otro día.
Juan María Latorre, Círculo Sacerdotal Cura Santa Cruz