A los intelectualoides cristianos (es decir, a los intelectualoides católicos con complejos), les encanta picotear, como gorrioncillos, en los libros de los filósofos que otrora estaban en el Índice para buscar «lo que tienen de Verdadero y de Bello» y citarlo en alguna conferencia para chocar al auditorio y dárselas de modernos, aunque al final resultan infinitamente más casposos que el rancio y austero tomista: el tomista se sabe «anticuado» y, por lo mismo, acaba siendo radicalmente «revolucionario», precisamente por ser tomista en 2022. El cristiano personalista, o de la majadería que se estile ahora en la Pontificia Universidad Gregoriana, se pretende moderno y revolucionario citando a Kant. Que no sé si lo sabrán, pero lleva unos 200 años criando malvas.
Por circunstancias que ahora no vienen al caso, he conocido muchísimos intelectualoides de esa clase y una cierta y limitada cantidad de ateos furibundos, tanto más furibundos cuanto que tenían que soportar que los «católicos», además de ser kantianos, o fenomenólogos, o marxistas, encima lo fuesen mal.
Un espécimen de católico acomplejado al que no he leído, lo reconozco (la vida es corta para perder el tiempo en demasiadas tonterías a la vez) es un tal Giuseppe Capograssi, jurisconsulto y pensador (personalista, claro), italiano. Un excelente, aunque ateo furibundo, filósofo de la Universidad Complutense se vio en la obligación de defenestrarlo ideológicamente por marxista en una conferencia muy interesante a la que asistí hace años.
El signore Capograssi intenta hacer Doctrina Social de la Iglesia, pero lo intenta mal. Así, en sus disquisiciones sobre la trascendencia antropológica del trabajo, no se le ocurre nada mejor que decir que «trabajamos con la esperanza del descanso». «Esto apesta a marxismo», dijo, furibundo, el ateo. Y tenía razón.
Lo malo de los ateos que han sido católicos y se han tomado su catolicismo tan en serio como se toman su ateísmo, es que a veces dan lecciones magistrales sobre cosas en las que no creen en absoluto. Eso es lo que les sucedió con el mencionado profesor y con los intelectualoides acomplejados de la concurrencia.
Contraponer trabajo y tiempo libre ya es empezar mal. Es dialéctica hegeliana, manifiestamente. Y, como toda dialéctica hegeliana, abstracta y mendaz. Uno podría llegar a suponer que holganza y labor no pueden coexistir. O, peor aún, que deben coexistir en una sucesión temporal regida por las exigencias de los planes quinquenales. Podría uno llegar a pensar que para descansar hay que permanecer en posición semi o totalmente recostada, apagar el cerebro y regalar los sentidos con alguna tonta sucesión de imágenes de mayor o menor contenido salaz (o, en fórmula sintética, «ver series») y que toda actividad que implique alguna clase de esfuerzo intelectual, físico o moral no puede, en modo alguno, ser un «descanso». Hay gente, efectivamente, cada vez en mayor número, que habla de tomarse dos vacaciones: las unas, las turístico-intelectuales, visitando, paseando y contemplando y las otras, las de «descansar», tostándose en alguna playa populosa como focas bien cebadas. Conquistados como estamos por una lógica que considera que todo lo que es diferente es, necesariamente, opuesto, la idea de un «descanso laborioso» constituye un oxímoron del que no logramos escapar.
Así, la vieja y anticuada tertulia no puede considerarse ociosa. No sé si Vds. cultivan tan sano, santo y español ejercicio; yo sí y les aseguro que las encuentro bastante agotadoras, a la postre. El esfuerzo intelectual por no parecer un imbécil al cabo de unas cuantas horas (y copas) de conversación es perfectamente comparable al de una buena partida de ajedrez, a la lectura de un buen libro o a la asistencia a un concierto. Que una actividad determinada sea placentera y, al mismo tiempo, suponga un cierto esfuerzo, no implica que no pueda caer bajo la categoría de «descanso».
Pero si hay un tipo de celebración que es, a la vez, un descanso y un solaz pero que requiere una preparación y un enorme trabajo antes, así como un complicado protocolo durante, ésa es la fiesta. Como afirmó el ateo furibundo: «el verdadero descanso no consiste en tiempo libre organizado por el Estado, ni consumo regulado por el libre mercado, sino en el disfrute (muy ocupado) en común de las cosas: la fiesta».
Lo hemos visto, dolorosamente, en estos últimos años de confinamientos inconstitucionales en los que no sólo se han suspendido procesiones y romerías de los años en curso sino, tristemente, también las de los años posteriores, porque no ha habido, tampoco, tiempo de prepararlas. La tan criticada decisión de monseñor Asenjo, emérito de la arquidiócesis hispalense de suspender también este año las procesiones, lejos de responder (a mi modesto entender) a tejemanejes siniestros de poderosos entes anticristianos que camparían a sus anchas en la Conferencia Episcopal (que no digo yo que no los haya, ojo), creo que responde, precisamente, a este real problema: requiere un gran esfuerzo preparar una fiesta que sea digna de su nombre. Lo cierto es que, por más tonterías que digan los católicos filomarxistas, a menudo trabajamos con la esperanza de poder ponernos a trabajar en preparar la fiesta, que es un descanso ocupado que no tiene nada de oxímoron.
Por eso, por una vez y sin que sirva de precedente, estoy en desacuerdo con mi querida condesa viuda de Grantham, cuando riñe a una de sus nietas diciéndole que «los principios son como las oraciones: nobles, ciertamente, pero extraños en una fiesta». Pero bueno, al fin y al cabo lady Grantham no puede evitar no ser católica. Porque no tiene razón en absoluto: las mejores fiestas, como sabemos bien los españoles, aunque son también de las más trabajosas y difíciles de preparar, son las que giran en torno de las oraciones. No hay mayor «disfrute comunitario de las cosas» que en una romería, ni hay cosa más agotadora que llevar un paso de Semana Santa, aunque estoy seguro de que no lograríamos arrancarle, ni bajo tortura, a ningún costalero la confesión de estar «trabajando» en su noble y santo paseo con la Santísima Virgen o con el Señor (y unos cuantos centenares de cirios) a cuestas.
Así que, no, no trabajamos «con la esperanza del descanso»; cualquier ser humano que trabaje soñando con deleitarse con una tarde de Netflix y palomitas, es decir, que no tenga en su espíritu el anhelo de compartir (desgastar, consumir) cosas especialmente concebidas para la ocasión con terceros, ha decaído ya de su escaño de persona. Cualquier ser humano que prefiera una serie a una merienda campestre, me parece muy sospechoso.
Y es que la fiesta, la que implica principios, trabajo, preparación y oraciones (es decir, la «fiesta» y no el artificioso y burgués sarao victoriano de Downton Abbey) es un lugar privilegiado para compartir la «dicha vivida», a partir de la cual –concluyó su intervención el ateo–, «invocamos a Dios para dar y, sobre todo, para perdonar».
G. García-Vao