De dodos (III): Dodo dadivoso

Fotograma de la película Alicia en el País de las Maravillas

Comenzamos esta serie de artículos en la que vamos a dar caza al dodo, con la esperanza, quizá, de guisarlo y darnos después un festín, hace un par de semanas con una introducción general en la que les explicaba esta nueva locura que me he sacado de mi santiscario.

El dodo que nos ocupa hoy recibe el nombre de Dodo Dadivoso, aunque también se le podría llamar Dodo Socialdemócrata. La escena que nos inspira este dodo es exactamente la misma que la de la semana pasada, pues no tendría sentido negar que los socialdemócratas y los marxistas se enfrentan a los mismos problemas sociales y de orden público, con fines y a partir de principios idénticos, con la única diferencia de que lo hacen de maneras distintas.

Podríamos decir, resumiendo y, quizás, incurriendo en una cierta ridiculización de una ideología tan vieja como estúpida, que la socialdemocracia, como aquellos simpáticos comunistas ingleses a fuego lento, de finales del s. XIX que se reunían en la conocida Sociedad Fabiana, lo que pretende es hacernos tragar las ideas de la revolución proletaria con cuentagotas. Como ya les previne en su día, mirando atentamente las diversas y múltiples conquistas de todas estas ideologías pretendidamente anticapitalistas, la primera y más razonable conclusión a la que uno puede llegar, es que son ellas mismas las que, con cuentagotas o sin él, han hecho pasar en todo el orbe las pretensiones del sistema capitalista salvaje de finales del s. XX y de principios del XXI. En cuanto a los socialdemócratas, no voy a embarcarme en aburridísimas disquisiciones sobre su historia, sus principios, su ideología y sus mecanismos de combate político. No considero que tengan el menor interés.

¿Por qué llamar «dodo» a los partidos socialdemócratas? Porque la inmensa mayoría de partidos socialistas o socialdemócratas de Europa a lo largo de su historia han pasado de ser escisiones, por pretendido afán de moderación, de los correspondientes movimientos comunistas nacionales, a ser los más viles y lacayunos aliados del gran capital. Podríamos divertirnos sin término buscando las siete diferencias entre el tan cacareado Pablo Iglesias, fundador del Partido Socialista Obrero Español y sus actuales dirigentes. O entre el tan cacareado Pablo Iglesias de antaño y su tan cacareante tocayo de hogaño. No es que me parezca preocupante que los barones socialistas de acá y de allá hayan abandonado los principios fundamentales de la lucha revolucionaria. Como comprenderán, yo soy totalmente contrario a cualquier género de revolución. Sin embargo, sí puedo comprender que haya gente autodenominada «de izquierdas» a la que esto le parezca un escándalo.

Un amigo mío, muy inteligente, a pesar de su notable y preocupante falta de fe, compartió conmigo en cierta ocasión interesantísimas reflexiones acerca del paralelismo o, quizá, del reflejo especular que relaciona, por una parte la Iglesia católica y, por otra, eso que se conoce como «la Izquierda». Resulta, casualidades de la vida, que el trágico episodio en el que la Iglesia católica decidió abdicar o, por lo menos, aparcar o, por lo menos, esconder en el fondo del armario sus principios y sus dogmas fundamentales para intentar abrirse al mundo, coincide cronológicamente con el momento histórico en el que eso que se llama «izquierda española» se reunió en una localidad de las afueras de París llamada Suresnes, para abdicar o, al menos, aparcar o, al menos, meter en el fondo del armario los principios y dogmas fundamentales de la lucha marxista. Mi amigo del que les hablo puede permitirse el lujo de poner en platillos equivalentes de la balanza a la Iglesia católica y a la izquierda porque tiene el curioso defecto de ser ateo. Evidentemente, nosotros no podemos caer en esa reducción y sabemos que la citada abdicación dogmática de la Iglesia es infinitamente más grave que el viraje moderado o burgués de PSOE & Company operado en Suresnes. Pero no deja de ser un ejemplo bastante elocuente.

Dodo fumador. Allison Reimold

Y bien, entrando en materia, ¿a qué llamaremos un Dodo Dadivoso? El señor Dodo, como recordarán se ha quemado los dedos intentando encender su pipa, lo que le ha inspirado la idea de prender fuego a la casa para quemar casa y Alicia y resolver el problema de una santa vez. Sin embargo, cuando pocos instantes después se resuelve a encender la requerida hoguera, resulta que el Conejo Blanco ya se ha marchado a atender sus cortesanos compromisos, Alicia ya ha logrado reducir su tamaño y sale despavorida de la casa, donde se cruza con el Dodo que le solicita un fósforo. Ante la negativa de la muchacha que, suponemos, no fuma, el señor Dodo se indigna: «¡Aquí nadie fuma, nadie coopera!».

Ya habrán notado, si han seguido (y lo lamentaría por ustedes) esta columna durante los últimos meses, que yo fumo; lo hago esporádicamente, pero fumo. Soy perfectamente consciente de que fumar es bastante menos bueno para la salud que respirar el aire de la campiña. Aunque tengo serias dudas acerca de si fumarse un cigarrillo o dos o una pipa es más o menos perjudicial para los pulmones que pasear durante 10 minutos por la Plaza de España de Madrid. Por otro lado, estoy razonablemente a favor de que quien nos paga los hospitales y los médicos nos imponga ciertas y razonables restricciones a nuestro libre albedrío en materia sanitaria. Al fin y al cabo, no se trata de que uno haga con su vida lo que le dé la gana, porque ahí está Papá Estado para responder y cubrir todas sus necesidades, sobre todo cuando Papá Estado es tan deficitario como el Estado español. Por eso, si de verdad fumar fuera tan clara y manifiestamente peligroso como meter los dedos en un enchufe o hacer puenting sin cuerda, yo entendería que algún ministro de Sanidad nos lo prohibiese terminantemente con gesto paternal. Lo que ya no estoy dispuesto a tragarme es que, por una parte, el Ministerio de Sanidad se gaste una millonada en campañas antitabaco intentando disuadir a la honrada ciudadanía de no matarse lentamente, mientras, por otra parte, ese mismo Ministerio de Sanidad anima a la ciudadanía a matarse rápidamente por el sencillo y gratuito procedimiento público de la eutanasia. Y, cuando al mismo tiempo, el Ministerio de Hacienda, que se encuentra a pocas calles de distancia, se llena los bolsillos con unas tarifas impositivas absolutamente descabelladas impuestas sobre ese mismo tabaco.

Si el tabaco es malo, malísimo, tan malo como un villano de Disney, que lo prohíban. Si el tabaco no es malo o no es tan malo, que se le impongan unos impuestos razonables como al resto de cosas que consumimos. Pero lo que es sucio, rastrero, vil, repugnante, torticero, chamarilero, cutre, vulgar y, en fin, propio de socialistas, es hacer un cálculo de gastos y beneficios como el que los diversos Gobiernos paternalistas de este país (se llamen socialistas, populares, tecnócrata-opusinos o lo que fuere) se entretienen en realizar; a saber la progresiva y dulce subida de los impuestos al tabaco para no disuadir a la gente de consumirlo, porque los impuestos al tabaco son una de las principales fuentes de ingresos de la Hacienda Pública; mientras, por el otro lado, se les disuade con campañas salvajes y de muy mal gusto contra el tabaco porque los fumadores (y esto es muy probablemente cierto) representan para la Sanidad Pública, de manera general, más costes que las personas que no fuman. Dadivoso, el dodo socialdemócrata, es como un ministro socialista de Sanidad: acaba de concluir una salvaje campaña para disuadir a los fumadores, adornando las cajetillas con fotos monstruosas y mensajes terriblemente amenazadores. Y al mismo tiempo, procura convencer a su colega del Ministerio de Hacienda de subir otro 5% los impuestos porque oye, hay muchas películas semi pornográficas de cine español que sufragar con dineros públicos. Y hete aquí que esta vez la campaña ha funcionado: el número de fumadores se ha reducido drásticamente. Y cuando Dadivoso se acerca con el cazo al Ministerio de Hacienda para cobrar su parte proporcional de los impuestos al tabaco para poder financiar, qué sé yo, una nueva campaña de educación sexual para niños de 5 a 8 años, resulta que este año la campaña impositiva del tabaco ha sido un fiasco y el Ministerio de Sanidad se queda sin sus dineros.

En fin, Dadivoso, que pretendía usar esos impuestos para, de manera delicada y con cuentagotas, contribuir a la labor de su querido colega y mentor político, Dialéctico se queda completamente frustrado: no sabe si quiere que la gente fume para que pague impuestos o, mejor, que no fume para que no haya que curar enfisemas y cánceres de pulmón.

¡Pobre Dadivoso: «Nadie fuma y nadie coopera»!

G. García-Vao