Derrotar a Zurg

El hombre debe someterse, tarde o temprano, a la dura dosis de amarga realidad

Zurg

Un intrépido «hombre espacial» recorre una laberíntica y desierta base en un lejanísimo satélite, sorteando toda clase de trampas mortales, hasta que llega a una gran sala donde se topa con la pavorosa presencia del malvado emperador Zurg. Éste, armado con su poderoso lanzador de plasma ardiente, acaba con él en un santiamén. Parece que, en los cinco primeros minutos de metraje, Toy Story 2 ha liquidado a uno de sus personajes principales, el Guardián Espacial Buzz Lightyear. Pero no. Enseguida el consabido «GAME OVER» irrumpe en la pantalla y vemos a un torpe, aunque entrañable, dinosaurio de plástico pagar su frustración con el mando de la consola. Nunca, hasta el presente, ha conseguido derrotar a Zurg.

¿Quién no ha querido ser otro? ¿Quién no ha querido cambiar, de manera drástica pero indolora, el curso de su existencia? ¿O la existencia de otros? ¿O la del propio país?

Ésa es la oportunidad que nos brinda el fascinante y siempre creciente mundo de los videojuegos. Ahora que ciertos especímenes de la llamada intelectualidad empiezan a verbalizar su preocupación por el auge de las redes de «vidas alternativas», señalando la obviedad de que son el refugio de gentes cuyas vidas «reales» están vacías, nos gustaría aventurar algunas reflexiones. Siempre hemos defendido desde estas páginas la cortés máxima de Donoso, según la cual todo gran problema político lleva en su seno un problema teológico. Es como decir que todo el pecado hunde sus raíces en el Pecado Original. O como decir que todo pecado es, en cierto modo, el Pecado Original, declinado y concretado, ¡horror!, hasta el infinito. En fin, todo pecado, todo mal, grita non serviam! al rostro del Crucificado.

Nuestro frustrado dinosaurio de ficción tiene la buena fortuna de vivir en un universo de ficción cuya ficción (¿ficción’, ficción²…?) se entremezcla con él, no sabiendo ya uno donde terminan los límites entre el mundo donde los juguetes cobran vida y el mundo en el que los personajes de los videojuegos a los que esos mismos juguetes juegan son «reales». Nuestro dinosaurio, decía, tendrá la ocasión de encontrarse cara a cara con el malvado emperador Zurg, vivito y de plástico, en forma de juguete, él también, con un lanzador, no de plasma abrasador sino de pelotitas amarillas de plástico. Sin embargo, semejante acumulación de dificultades ontológicas, que harían las delicias de nuestros modernos expertos en «políticas de identidad», lejos de embarullar infaliblemente al simpático saurio hasta convencerle de castrarse y de arruinar definitivamente todas sus posibilidades de obtener cualquier género de placer genital, además de aumentar exponencialmente sus posibilidades de caer en una profunda depresión con agudas tendencias suicidas (en castellano políticamente correcto, de cambiar de sexo), acaba trayéndole una insospechada sensatez con la que trata de iluminar a sus colegas al final de la película. Desgraciadamente, no es eso lo que pasa con los seres de carne y hueso que sucumben al discreto encanto de las realidades virtuales.

No vamos a negar que los videojuegos pueden ser apasionantes. Y tampoco vamos a censurarlos, atribuyéndoles notas morales y teológicas que rebasan nuestras competencias. Como todo o prácticamente lo que el hombre pueda inventar (lo que incluye las armas atómicas y la píldora del día después), no se trata de cosas malas en sí mismas. Su bondad o maldad moral consiste pura y simplemente en su uso. Es cierto que hay cosas que sólo en circunstancias absolutamente excepcionales pueden utilizarse legítimamente; para otras, su uso virtuoso y legítimo consistirá en no hacer uso de ellas en absoluto (como la pildorita sobredicha). No se trata de calificaciones morales. Se trata de buscar las causas antropológicas que, más allá de sus cualidades estéticas y de entretenimiento, nos hacen amar los videojuegos.

El hombre debe someterse, tarde o temprano, a la dura dosis de amarga realidad que consiste en aceptar que no es el amo de su destino. Lo voy a repetir, porque escuchamos lo contrario con tanta frecuencia en el cine, en la radio y en los discursos políticos, que me temo que el distraído lector se coma sin querer el adverbio negativo: el hombre no es el amo de su destino. El hombre puede, y debe, hacer todo lo que esté en su mano para conducir su vida de la mejor y más virtuosa manera posible. Pero el hombre no puede suplantar a la Providencia. Ni el quiosquero de mi barrio, ni un pastor de cabras del Serengueti, ni un abogado de Garrigues, ni siquiera los millonarios saudíes o los millonarios judíos ateos (que son la peor especie de millonario, de judío y de ateo que imaginarse pueda). El videojuego, sin embargo, le da al usuario la dulce y adictiva sensación de poder controlar su vida hasta el último de sus detalles. De poder ser otro, otro más perfecto, más guapo, más rico, más aventurero, con menos cortapisas morales y más oportunidades de ejercerlas; incluso de poder regir los destinos históricos de esta o aquella civilización; de tomar las riendas de una España siempre invicta que machaca catorce veces seguidas a Napoleón; que impide la aparición de la Reforma protestante y que no pierde nunca el Imperio. O, al contrario, de una Unión Soviética que arrasa con todas las democracias y todas las religiones del mundo. El videojuego nos proporciona un inmenso campo de acción en el que la realidad (virtual) no está sometida a providencia alguna. En el que nosotros somos la providencia. En el videojuego podemos ser otro y también podemos ser Otro.

Rex, que así se llama el dinosaurio videoaficionado tiene, como decíamos, ocasión de enfrentarse en la realidad fílmica al imbatible villano de su hasta entonces absorbente realidad virtual. Y, por una carambola del destino, no sólo sale airoso, sino que, con un cadencioso movimiento de su rígida cola de bien fraguados polímeros, manda al malvado emperador Zurg al fondo del hueco del ascensor. Así, la ficción fílmica supera a la realidad virtual y Rex puede decir, muy orgulloso, que ha derrotado a Zurg, con mucha más consistencia ontológica que si sólo hubiera apretado las teclas correctas en el momento oportuno. Cuando, al final del filme, su amigo el cerdo le pide ayuda para pasarse el maldito nivel final, Rex le responde con cierta suficiencia: «No necesito jugar: yo lo he vivido».

A muchos les complace evadirse de un mundo que les da la espalda en lo personal y en lo ideológico triunfando de todos sus enemigos y rivales en un mundo que se encuentra en las pantallas. Insisto en que dejo fuera de estas líneas la moralidad: el interés es evidente: en el «otro» mundo podemos ser ricos, famosos y con cónyuges perpetuamente jóvenes y fermosos; y podemos hacer triunfar la Santa Causa mucho más allá de lo que podían soñar nuestros ancestros más optimistas.

Desde aquel infame y torpísimo tentempié adánico que nos condenó, entre otras cosas, a repetirnos y a olvidar con vertiginosa rapidez simplezas tan evidentes como éstas, una idea ha obsesionado al hombre pecador, porque es la idea motriz del Príncipe del Pecado: ser su propia providencia. No depender del Creador. Más aún, corregir Sus errores y Sus imprudencias. El mundo virtual permite deshacer el histórico entuerto que supone que Dios haya consentido que Su Causa sea arrojada al barro. Y también permite corregir el personal entuerto de que no sea Yo el artífice del éxito de esa Causa que, en tales circunstancias, tan mía sería como lo es Suya.

El videojuego tiene eso de diabólico, que nos hace ilusionarnos con la idea de que la Historia y nuestra historia podrían haber sido diferentes, mejores, si nosotros hubiésemos estado al mando. Pero no hemos de olvidar que el Amo de la Historia no es el reyezuelo o el general circunstancialmente al mando, sino el Creador y Mantenedor de todos los Reyes y Generales. Los errores de la Historia y los nuestros propios, aunque no hayan sido queridos, sí son consentidos por Dios, para Su propia y a menudo misteriosa Gloria.

Es posible que, con nosotros al mando sólo de nuestra pequeña parcelita de la realidad, no logremos derrotar a Zurg, pero al menos sabremos que intentamos incidir de manera positiva en la realidad real:

«Gildo, ¡únete a la comunidad de carlistas virtuales para derrotar al Liberalismo!».

No necesito jugar: yo lo estoy viviendo.

G. García-Vao

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