El Tribunal Supremo ha confirmado recientemente la sentencia absolutoria de los acusados por el llamado «caso Bankia», entidad financiera española creada a partir de la fusión de ocho cajas de ahorros, y que comenzó a cotizar en la Bolsa de Madrid en 2011. La entidad acabó rescatada por el Gobierno un año después, con brutales pérdidas soportadas por los accionistas, y tras la dimisión de su Presidente, Rodrigo Rato, por cierto, condenado por otro escándalo financiero en la misma entidad, y que no consiguió un informe de auditoría favorable a las cuentas de la entidad correspondientes al ejercicio 2011.
La sentencia absuelve a los acusados de los delitos de estafa y falsedad contable, considerando que la salida a Bolsa contó con el beneplácito de todos los supervisores ―Banco de España, Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), FROB y Autoridad Bancaria Europea (EBA)―, de lo cual se concluye que dicho proceso cumplió con las garantías legales que regulan el derecho los inversores a contar con la información adecuada para adherirse a la salida a Bolsa. Pese a ello, en un intento de lavado de imagen, la entidad había recomprado a gran parte de los inversores sus acciones, incluidas las pérdidas soportadas por éstos.
¿Hemos de concluir, entonces, que los inversores de la salida a Bolsa de Bankia acudieron a la oferta siendo conscientes de la situación financiera real de la entidad? ¿Los miles de accionistas anónimos se jugaron de buenas a primeras los miles de millones de euros que se «levantaron» (en el argot financiero) en esa salida bursátil? ¿Le son de aplicación, a esta operación, los dogmas de la «religión» del libre mercado?
Lo anterior contrasta con otra cuestión. ¿Por qué los tribunales españoles han condenado a las entidades bancarias a devolver el diferencial de las llamadas «cláusulas suelo» de los préstamos hipotecarios (pacto limitativo de la bajada del interés aplicable al contrato, en los casos en que éste se vincule al de mercado, para asegurar un rendimiento mínimo al prestador), si dichas cláusulas figuraban formalmente especificadas? La justicia concluyó que los consumidores no habían sido informados adecuadamente sobre el alcance económico y jurídico de las mismas, de modo que su capacidad para entenderlas era limitada o incluso nula, viciando el consentimiento. Por esa regla de tres, ¿cuántos inversores de a pie tenían conocimiento suficiente para saber algo tan relevante como que la situación financiera de Bankia era desastrosa, y que la salida a Bolsa fue una operación desesperada para evitar la caída en desagracia de la entidad, máxime cuando esta circunstancia no figuraba en ningún folleto informativo?
La respuesta se intuye: en el primer caso, los acusados eran entidades privadas, y en el segundo, el escándalo salpicaba inevitablemente al regulador financiero, pues él sí disponía de la información necesaria para valorar y, en su caso, autorizar, como hizo, la oferta bursátil.
Aparte de la evidente herencia liberal legislativa, conforme a la cual se legitima el consentimiento de la parte más débil, únicamente por haber sido informada conforme a los procedimientos legalmente establecidos (al modo como el positivismo considera la legitimidad de la ley), se asoma otro elemento de reflexión. Y es el hecho de que el «capitalismo regulado» acaba desembocando igualmente en la ley de la selva, con el agravante de que los desfalcos se amparan ahora en la aquiescencia del regulador. El fabianismo no es capaz de resolver la problemática interna del sistema capitalista, por cuanto no renuncia a sus principios ni trata de corregirlos, teniendo en cuenta la coyuntura hodierna en la que es el capital el que acaba alcanzando mayor poder que el propio regulador.
Gonzalo J. Cabrera, Círculo Abanderado de la Tradición y Ntra. Sra. de los Desamparados de Valencia