El precio de 1978

Los conocidos como «padres de la Constitución»

Si la llamada transición democrática fue, en palabras del maestro Canals Vidal, «una serie sistematizada y artificiosamente orientada de mentira política, histórica y cultural», es obligado reconocer que la Constitución Española de 1978 que hoy celebran sus adláteres es la cristalización jurídica de esa mentira. En realidad, como bien ha dicho el Profesor Miguel Ayuso —y mal que les pese a los tribunales españoles y los periodistas de El País—, se trata de una «pseudo-constitución que no puede tener principios en función de su origen bastardo y espurio».

Sin embargo, esa mentira política, histórica, cultural y jurídica no reside sólo en las concretas circunstancias que abrigaron la transición y la Constitución, ni en los engaños y sofismas que las cimentaron; se trata de una mentira de mayor calado, una mentira que institucionaliza la mentira misma.

El llamado consenso constitucional, vestido con ropajes de heroísmo y generosidad, no fue otra cosa que un ejercicio colectivo de hipocresía incapaz de garantizar las condiciones para una verdadera convivencia que no fuera mera coexistencia de contrarios. La Constitución fue la técnica jurídica, necesaria para la ocasión, que consagró la tesis relativista que niega la existencia de una norma moral arraigada en la naturaleza del hombre y en la que debe fundarse toda concepción del bien común y del Estado. Ese ejercicio de hipocresía en que consistió la transición quedó inmortalizado en aquellas palabras de Gregorio Peces-Barba, uno de los «padres» de la Constitución, en los debates parlamentarios sobre el aborto: «Desengáñense sus señorías. Todo depende de la fuerza que está detrás del poder político y de la interpretación de las leyes. Si hay un Tribunal Constitucional y una mayoría política proabortista, ‘todos’ permitirá una ley del aborto; y si hay un Tribunal Constitucional y una mayoría antiabortista, ‘personas’ impedirá una ley del aborto». Peces-Barba admitía sin pudor lo que más recientemente ha denunciado el profesor Danilo Castellano con respecto al constitucionalismo en general: la Constitución no es la regla para la sociedad, «sino que es la sociedad el criterio de lectura de la Constitución […] que es interpretada a la luz de los cambios sociológicos». Puro voluntarismo cuyo resultado es ese «barrizal positivista en el que nada es verdad ni es mentira» del que habla Juan Manuel de Prada.

Pero la Constitución encierra otro engaño por el mero hecho de ser Constitución, engaño que denunció en su momento Rafael Gambra con estas palabras (recientemente rescatadas por Martín Antoniano en estas mismas páginas): «Cuanto en una Constitución se escriba, se hace como emanado de una convención o acuerdo de voluntades humanas, nunca como reconocimiento de algo que existe por sí y que trasciende a esa voluntad humana. La propia afirmación de catolicidad del Estado —e incluso de unidad religiosa— significaba, en [las] Constituciones, no un reconocimiento de la existencia de Dios y de su ley, sino parte de la voluntad general en su expresión constituyente». Esta aporía, inherente al constitucionalismo, alcanza incluso al mismo concepto de soberanía: nuestra Constitución, al mismo tiempo que afirma que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» (artículo 1.2), establece que «los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico» (artículo 9.1). Una Constitución que sea verdaderamente norma suprema y fundamental —es decir, Constitución—, es incompatible con toda soberanía que no sea la de la Constitución misma. El pueblo que se cree soberano vive en una ficción, un vulgar engaño conceptual. Con razón ha escrito Castellano que «el constitucionalismo, en cuanto técnica jurídica de las libertades, se revela en sus orígenes como doctrina de la soberanía contra la soberanía».

Por último, la Constitución no sólo fue un engaño en su gestación, como hecho histórico, ni sólo un engaño en sí misma, como Constitución: es también un engaño para con la historia de España. Otro intento más de hacer triunfar a una ficticia «España de en medio» entre «dos Españas reales». Pero si, como dijo José María García Escudero, 1936 fue el precio al que los españoles compramos 1874, no es ocioso preguntarse a qué precio hemos comprado 1978. Ya avisaba nuestro gran Quintiliano: Mendacem memorem esse oportet.

Manuel Sanjuán, Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella