María Teresa, in memoriam (I)

Era de aquellas personas que dejan impronta en un alma

Una abuela, Bellows, George 1914_466 (1980.69) Museo Nacional Thyssen. España

Mi infancia no son recuerdos de un patio de Sevilla. Ni de patios, en general, ni de Sevilla en particular. Pero hay una plaza, más que un patio, y una ciudad algo más al norte que Sevilla, aunque tan o más importante en la forja de la Hispanidad, que merecería largas estancias, si quisiera un día traducir a verso mis memorias.

En esa plaza, como en toda plaza que se precie, hay un palacio. También hay una iglesia, porque ser español es ser católico, porque ser católico es la única manera en la que podemos llamarnos españoles todos esos pueblos que hay entre los gallegos y los araucanos. Y hay otro palacio más, y otro al otro lado, y aún un cuarto que asoma sus balcones un poco más allá; y otro, aún, que hoy es un Juzgado; y una estatua de bronce, que vino de América para honrar a un hijo ilustre de la ciudad que se fue para allá, para agrandar aún un poco las fronteras de la Cristiandad. Y hay una casa, que no destaca mucho, pero que para ciertas gentes fue, en el pasado, la casa más importante de la ciudad; y que para mí, hoy, sigue siendo una de las más importantes. Aunque la razón de aquellos aún sobreviva, siquiera en ruinas, y la mía ya no suba y baje infatigable los muchos escalones.

Mi juventud primera son recuerdos de un brasero de Trujillo y de una casa en cuyo sótano yacen olvidadas las piedras bien pulimentadas por muchos pasos perdidos de la antigua sinagoga y en cuyas plantas superiores habitaba, hasta hace no mucho, María Teresa.

Yo no sé mucho de María Teresa. Nada, en realidad. Y creo que eso sólo aumenta la calidad y la profundidad del cumplido póstumo que le hago desde estas líneas, pues sólo la vi una vez y sólo aquella vez hablé con ella y durante no mucho rato. Pero María Teresa era de aquellas personas que dejan impronta en un alma, quizá por su amable hospitalidad, quizá por su condición (entre aceptada de buen grado y asumida, como un deber, un poco a su pesar) de ser, casi, más que una persona, un símbolo. Quizá por todas esas cosas a la vez.

Yo tengo vívido, diez años después, el recuerdo de la visita de aquella casa, escaleras arriba y escaleras abajo. De una cocina que aún era de carbón, de hierro forjado, de botes de especias en perfecta formación, de tetera siempre lista para hervir. De estancias y más estancias donde se acumulaban muebles, libros, recuerdos y olvidos. De un desván y de un balcón desde el que María Teresa podía medirse de tú a tú con la estatua de bronce del conquistador del Perú. La estatua que regaló a la villa un yanqui, porque los españoles tenemos tan buena memoria como buen olvido y una conciencia delicada; una constante y a veces un punto exagerada aspiración al ideal que nos hace rechazar el todo porque no es del todo perfecto. Quizás el famoso cainismo español sea una versión a escala nacional de eso que los manuales de teología moral llaman una «conciencia escrupulosa».

(Continuará)

Guadalupe Cordero, Margaritas Hispánicas

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