A través de un mar rojo

ese mar de sangre divina que mana del Calvario e inunda el mundo en cada misa

Cuando faltan apenas 24 horas para que comience el triduo sacro, en el cual se celebra de nuevo el gran misterio de nuestra redención —ese mar de sangre divina que mana del Calvario—, publicamos la meditación que figura bajo la rúbrica «Saluda del capellán» en el número 7 de la revista PELAYOS. Su autor es el Revdo. Padre D. José Ramón García Gallardo, Consiliario de las Juventudes Tradicionalistas y Capellán Real.

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Queridos Pelayos.

Estoy seguro de que ya habéis oído hablar de esa página maravillosa de la historia sagrada: cuando Moisés ―Salvado de las aguas―, el elegido por Dios para liberar a los israelitas de la esclavitud en Egipto y conducirlos a la Tierra Prometida, obró uno de los milagros más épicos, sublimes y significativos de la historia. Este milagro tiene un profundo sentido espiritual, sobre el cual quisiera meditar con vosotros un poquito a través de estas líneas.

Luego de cuatro siglos de esclavitud, de grandes tribulaciones y de sufrir diez plagas atroces, por fin el Faraón permitió la partida del pueblo predilecto de Dios; pero rápidamente se arrepintió y envió en su persecución a todo su ejército con carros y caballos, para que trajeran de regreso a los prófugos. Estaba persuadido de que los encontraría pronto, pues un obstáculo insalvable les frenaría en la huida: el mar Rojo. El Faraón no contaba con que Dios era quien guiaba a su pueblo. Una nube durante el día y una columna de fuego por la noche marcaban la ruta en medio del desierto. Cuando ya se divisaba al ejército perseguidor, Dios le dijo a Moisés que extendiera su mano y golpeara la superficie del mar con su cayado. Ante los ojos atónitos de los fugitivos se fue abriendo entre las aguas un camino, flanqueado a ambos lados por un altísimo muro líquido. Sopló con fuerza el viento hasta dejar el suelo seco y expedito, por el que, a paso firme y decidido, avanzaron los hebreos hasta alcanzar la otra orilla, sanos y salvos. Cuando llegaron las huestes egipcias a la ribera, continuando la impetuosa persecución, se adentraron también por el camino abierto en medio del mar Rojo, y cuando ya todos transitaban por él, a un gesto de la mano de Moisés, las aguas volvieron a su sitio, tragándose el abismo todo el ejército del Faraón. Entonces, los israelitas, sanos y salvos, entonaron un cántico de acción de gracias.

En este mes de marzo conmemoramos la fiesta de los Mártires de la Tradición y en el mes de abril, la Pascua, que es la fiesta en la cual celebramos el mayor misterio de nuestra fe: la resurrección de Nuestro Señor. La liturgia pascual está estrechamente relacionada con este milagro que nos relata el capítulo XIV del Éxodo y que los judíos tenían como costumbre narrar durante la cena de la Pascua. Nosotros los católicos, lo recordamos leyendo litúrgicamente estos pasajes históricos que prefiguran los misterios que celebramos en Semana Santa.

San Pablo comenta este texto capital de la historia de Israel, diciendo que los judíos fueron bautizados en la nube y en el mar[1]. La travesía del mar Rojo significó para Israel el paso de la esclavitud a la libertad y, para nosotros, significa el paso del pecado a la gracia por medio de las aguas bautismales, pues así es como ahora podemos tener libre acceso a Dios[2].

Lo que en aquellas circunstancias representó Moisés para el pueblo del antiguo testamento, lo supone ahora Nuestro Señor en el nuevo testamento. La conexión entre el mar Rojo y el bautismo, obviamente, es el agua. Del mismo modo que los israelitas no podían ser libres hasta cruzar el mar Rojo, tampoco nosotros seremos completamente salvados si no renacemos de nuevo de las aguas de la fuente del bautismo; es necesario nacer de nuevo[3], para poder gozar la gloriosa libertad de los hijos de Dios[4], que también alcanzaron muchas almas gracias al bautismo de sangre.

Oportuna es la exhortación que nos dirige San Agustín en un sermón: puesto que nos hemos visto libres de ellos mediante el bautismo, como si fuera el mar Rojo, esto es, ensangrentado por la santificación del Señor crucificado, no volvamos nuestro corazón a Egipto, antes bien dirijámonos hacia el reino en medio de las tentaciones del desierto, teniéndole a Él por protector y guía[5].

Además, no solo el agua de ese mar es para nosotros signo sacramental, sino también la sangre. Ese mar tiene como nombre propio mar Rojo: rojo como la sangre, sin la cual no hay redención[6], porque Nuestro Señor es el que vino por agua y sangre. No vino solo por agua, sino por agua y sangre[7]. No fue ya la vara de Moisés la que a nosotros nos abrió el camino hacia la Patria Celestial, sino la lanza de Longinos cuando hendió el Corazón de Jesús, del cual manó: sangre y agua[8]. Cuando el sacerdote pronuncia en la Santa Misa las palabras de la consagración: hic est enim calix Sanguinis mei, novi et æterni testamenti, qui pro vobis et pro multis effundetur in remissionem peccatorum[9] se vierte sobre nuestras almas el precio divino de nuestro rescate, como diluvio sobreabundante de gracias allí donde abundó el pecado[10].

Como aquella clámide púrpura que le pusieron en el Pretorio a nuestro Rey[11], así cubre su Sangre Divina toda la historia y la geografía. La clámide roja vistió toda su Humanidad y su Sangre Divina se extendió hasta los confines de la tierra, cubriendo entera la humanidad con su caridad misionera y redentora. La Sangre del Señor por ser divina es eterna y por eso abarca toda la historia. Cubre la antigua alianza, con aquellos sacrificios de bueyes y carneros que eran agradables a Dios Padre en cuanto fueron figura del sacrificio en el cual derramaría su sangre su Hijo, el Divino Cordero. Éste es ahora el sacrificio del nuevo y eterno testamento, que se continúa aplicando propiciatoriamente hasta el final de los tiempos en cada Santa Misa celebrada incluso en los puntos más remotos de la tierra; mal que les pese a todos los enemigos que tiene el santo sacrificio de la Misa. Al igual que ayer hizo Antíoco Epifanes despojando a los judíos[12] de Jerusalén, hoy nos quieren privar a los católicos del sacrificio, del altar y los templos; pero Dios suscita siempre valientes macabeos.

Desde las orillas humanas quisiera comprender con todos los santos, cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad de ese místico mar[13], de ese mar Rojo infinito que todo lo inunda, perdiéndose tras divinos horizontes en eternas lontananzas.

—¿Hasta dónde llega su Sangre?

—Hasta dónde llega su Amor.

A ese mar de sangre divina que mana del Calvario e inunda el mundo en cada misa, confluye la sangre derramada en milenarias persecuciones; van llegando a través de los siglos regatos, arroyos y ríos para unirse, mezclarse y confundirse en ese mar de gracias redentoras, en donde la sangre de nuestros mártires se mezcla con la Sangre del Mártir Divino del Gólgota.

Vosotros sois los tiernos brotes de semillas sacras, las que generosamente sembraron en nuestras tierras aquellos que dieron su vida por amor a sus hermanos, hijos, nietos y biznietos, por amor a su Dios, Patria y Rey. Como tan acertadamente expresó Tertuliano: sanguis mártyrum, semen christianorum, la sangre de los mártires es semilla de cristianos[14], que en vuestras almas germina con santo y heroico vigor. Son los que llegan hasta el trono de Dios con palmas martiriales en sus manos[15], estos son los que vienen de la gran tribulación; ellos han lavado sus vestiduras y las han blanqueado en la sangre del Cordero[16].

Vosotros camináis a pie enjuto, sostenidos por la Fe, impulsados por la Esperanza, animados por la Caridad, marcháis con paso seguro y firme, flanqueados por abismos siderales, a diestra y siniestra, como pueblo escogido que avanza hacia su patria eterna por un camino que se abre paso en medio del mar Rojo; rojo por la sangre que nos redimió en el Calvario y que en cada Santa Misa nos abre la brecha segura y estrecha que nos lleva al cielo.

Ese mar de sangre inocente es el precio de nuestra redención y se la debemos a Nuestro Redentor y a todos aquellos que por Dios y sus prójimos la ofrecieron con Cristo a Dios, para que nosotros podamos gozarla en abundancia y eternamente. Por eso a nuestros mártires les debemos gratitud. A ellos, por los siglos de los siglos: ¡Gloria y honor!

Quid retríbuam Dómino pro ómnibus quæ retríbuit mihi?

Cálicem salutaris accípiam, et nomen Dómini invocábo. Sanguinis Dómini nostri Jesu Christi custódiat ánimam meam in vitam ætérnam[17].

Pero ese mar Rojo de sangre para unos es salvación y para otros, condenación; para unos bendición y gracia y para los otros desgracia y maldición. Toda la sangre inocente de mártires y de héroes que ha sido derramada a través de los siglos, desde la primera víctima inocente, Abel, hasta el último mártir que ofrende su vida, antes de que Dios cierre para siempre el libro en el que se escribe la historia, clama al cielo venganza[18] . Esa misma sangre vertida por ellos será como el mar Rojo cuando volvió sobre sí mismo para ahogar y engullir con su caudal justiciero —como en tiempos de Noé lo hizo el diluvio vengador— las huestes crueles de antiguos y modernos Herodes, de todos aquellos que derraman sangre inocente: quedarán eternamente a merced del furioso Leviatán. Sí, esa sangre caerá sobre ellos y sobre sus hijos[19] conforme lo demandaron el Viernes Santo los representantes de ese linaje viperino que persigue a muerte al linaje de la Mujer.

—¿Y Pilatos?

—Pilatos, ya no tendrá tiempo ni agua para lavar sus manos tintas de sangre; torrenteras de justicia lo arrastrarán al abismo en vertiginoso aluvión, vomitado por tibio e indiferente, pusilánime y felón.

Nos dice el Apocalipsis que: cuando el Cordero abrió el quinto sello, vi debajo del altar las almas de los mártires que habían sido inmolados a causa de la Palabra de Dios y del testimonio que habían dado. Ellas clamaban a voz en cuello: «¿Hasta cuándo, Señor santo y verdadero, tardarás en hacer justicia y en vengar nuestra sangre sobre los habitantes de la tierra?». Entonces se le dio a cada uno una vestidura blanca y se les dijo que esperaran todavía un poco, hasta que se completara el número de sus compañeros de servicio y de sus hermanos, que iban a sufrir la misma muerte[20].

¡Cuántas veces sentimos inflamarse el corazón oyendo y leyendo las historias de nuestros mártires! Y como Rodrigo y Santa Teresa de Ávila, anhelando llegar al cielo por el camino más corto, pensamos imitarlos escapándonos de nuestro hogar, para buscar el martirio en tierra de moros. Ahora está de moda recibir todo tipo de productos y servicios directamente en casa, tenemos también la extraordinaria oportunidad de que nos hagan mártires a domicilio.

No os escandalicéis cuando tengáis que sufrir algo por Dios. Es normal. Si damos el testimonio que nuestra condición de cristianos nos exige y la Providencia nos pide en el lugar y el tiempo en que vivimos, nos irá la vida en ello. Los mártires nos están esperando junto al trono de Dios, porque el discípulo no es más que su maestro y si a Él lo persiguieron, la serpiente antigua no cesará de acechar el calcañar, tratando de hincar en tu cuerpo y en tu alma sus colmillos homicidas. Cuando sufráis en carne propia la furia de la persecución, permaneced fieles a Nuestro Rey y Señor, como dignos herederos que sois de la sangre de nuestros mártires, que, sin correr por nuestras venas, no obstante, vivifica nuestra alma en mística Comunión. Y podréis por fin oír consolados: Bienaventurados los que padecen persecución por la Justicia[21].

Muchas veces soñamos con la promesa de llegar un día al cielo que Dios nos tiene preparado. Según nos dice San Pablo jamás oído oyó, ni ojo vio[22] y expresamos nuestro deseo en súplicas como la de Salomé, la mujer del Zebedeo, que se acercó a Nuestro Señor, con sus hijos Santiago el Mayor y San Juan, y se postró ante Él (…). Él le dijo: ¿Qué quieres? Ella contestó: Manda que estos dos hijos míos que se sienten, uno a tu derecha y otro a tu izquierda en tu Reino. Replicó Jesús: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo voy a beber? Ellos le contestaron: Sí, podemos. Dijo Jesús: Mi cáliz, sí lo beberéis, pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado por mi Padre[23]. Cuando sintamos en nuestro Getsemaní contemporáneo la vehemente repugnancia a beber el cáliz que se nos propone en el martirio cotidiano, recordemos todo lo que implica el testimonio de no negar jamás a Nuestro Rey delante de los hombres, si no queremos ser negados por Él ante el Padre. Aceptemos el cáliz con un fiat y por el contrario rechacemos sumarnos al non serviam revolucionario. Estamos llamados a militar en las huestes de Cristo Rey y no en el cuerpo diplomático de los que pactan con el mundo. Esos lugares privilegiados que reclamaba la madre de los Zebedeos han sido reservados para aquellos que son devotos del Corazón Doloroso e Inmaculado ―que serán colocados como flores predilectas junto al trono de Dios[24]―, porque la Omnipotencia Suplicante es María Santísima y no Santa Salomé. En ese Corazón encontraréis la gracia para beber el cáliz hasta las heces. Sufrir algo por Él será siempre un honor, y si hemos de derramar nuestra sangre por su amor, un privilegio mayor.

Que estas Pascuas prologuen la felicidad eterna y al contemplar la victoria de Nuestro Rey y vislumbrar el triunfo del Corazón Inmaculado, fuente humana de la sangre divina que colma el mar Rojo, se inflame de entusiasmo nuestro corazón, se disipen los miedos y desaparezca la cobardía, para poder morir como nuestros padres lo hicieron: morir por Cristo, para resucitar con Cristo.

Felices y santas Pascuas. ¡Vivan los mártires de la Tradición!

[1] I Cor X- 02

[2] Ef. III-12

[3] Jn. III-7

[4] Rom. VIII- 21

[5] Sermo. CCXXIII

[6] Heb. IX-22

[7] I Jn. V-6

[8] Jn. XIX-34

[9] Porque éste es el cáliz de mi sangre, del nuevo y eterno testamento; misterio de la fe; sangre que será derramada por vosotros y por muchos para perdón de los pecados.

[10] Rom. V- 20

[11] Mc.XV, 17-18

[12] I Mac. I, 20-24

[13] Ef. III-18

[14] Apol. L-13

[15] Ap. VII-9

[16] Ap. VII-14

[17] ¿Qué retornaré al Señor por todo lo que me ha dado? Tomaré el Cáliz de la salvación e invocaré el nombre del Señor. Invocaré al Señor con mis alabanzas y quedaré libre de mis enemigos. La Sangre de Nuestro Señor Jesucristo guarde mi alma para la vida eterna.

[18] Gen. IV-10

[19] Mt. XXVII, 25

[20] Ap. VI 9-11

[21] Mt. V, 10

[22] I Cor. II-9

[23] Mt. XX, 20-23

[24] La Virgen María en Fátima. 13/06/1917.

Padre José Ramón Ma. García Gallardo, Consiliario de las Juventudes Tradicionalistas y Capellán Real

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