El dinero y el sistema de precios (II)

el problema no es el de intercambiar entre los miembros de la población, a los cuales se les requiere cada vez menos y menos para pulsar esas teclas

C.H. Douglas

Segunda entrega del discurso pronunciado por C. H. Douglas en Oslo, el 14 de febrero de 1935, a S. M. el Rey de Noruega, S. E. el Ministro Británico, el Presidente y Miembros del Oslo Handelsstands Forening (Club de Comerciantes).

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La economía clásica trabaja sobre la asunción de que la naturaleza del dinero es la de ser un medio de cambio. Esa idea procede de un estado de cosas que era –en todo caso, hablando en general– cierto quizás hace 200 años. Era la asunción de que, en un sentido u otro, desde el más alto al más pequeño, todos trabajaban, y que intercambiaban o trocaban los frutos de su trabajo los unos con los otros por medio del dinero, en la medida en que se usaba. La idea era que se tenía un constante intercambio de bienes y servicios entre, digamos, A, B y C; y toda la economía clásica se basaba realmente sobre esa idea: que todos nosotros somos productores y consumidores en el sentido económico, y que la función del dinero es intercambiar entre nosotros mismos los bienes y servicios que cada uno de nosotros produce.

Cualquiera que haya sido la verdad de esto en algún tiempo, evidentemente no es –por supuesto– verdad ahora. El sistema económico moderno de producción, no es un sistema de producción individual y de intercambio de producción entre individuos. Es cada vez más y más la reunión sintética, en un fondo central, de riqueza consistente en bienes y servicios que se deben preponderantemente al uso de energía, a los procesos científicos modernos, y a todo tipo de organizaciones, y a otras contribuciones constituyentes de cada uno de nosotros que se les ocurra a ustedes. El problema no está en intercambiar las contribuciones constituyentes de cada uno de nosotros con ese fondo central, ya que, de hecho, nuestra contribución a ese fondo central –en el sentido ordinario de las cosas económicas tangibles– se está volviendo cada vez más y más pequeña.

El cuadro correcto –el cuadro incontestablemente exacto del moderno sistema de producción– se refleja, en mi opinión, en una especie de máquina de escribir con un decreciente número de operarios que están tecleando las teclas, y, tecleando esas teclas, cada vez menos y menos operarios pueden producir todo lo que requerimos. A través de la energía del sol (la energía petrolífera, la energía de vapor y demás, consisten en aquello que es generalizado como energía solar), la llamada maldición de Adán se está transfiriendo desde las espaldas de los hombres a las de las máquinas, de forma que un pequeño número de personas operando sobre esta máquina de «producción» industrial puede producir todo lo que se requiere para uso de la población; y el problema no es el de intercambiar entre los miembros de la población, a los cuales se les requiere cada vez menos y menos para pulsar esas teclas, sino el de extraer de ese fondo central de riqueza por medio de lo que puede visualizarse como un sistema de tickets. Y el moderno sistema dinerario está, de hecho, perdiendo casi diariamente su aspecto –no obstante lo mucho de verdad que pudo haber tenido en algún tiempo– de medio de cambio, y se está convirtiendo más y más en un sistema de tickets mediante el cual la gente –que no está intercambiando su producción– puede extraer de ese fondo central de riqueza. Ésta creo yo que es en el fondo la escisión fundamental entre, digamos, mi propia visión –y la de los que piensan conmigo– y la escuela de economía clásica.

Ahora bien, cuando era verdad que el dinero era un medio de cambio y que todos estaban más o menos empleados en un sistema productivo, era del todo obviamente cierto que el sistema de precios era lo que se llama autoliquidante. Debo pedirles que me permitan elaborar esto un poco, pues es muy vital. Es perfectamente obvio que, si yo realizo un par de zapatos y cargo 10 Coronas por ellos, la cantidad que se te da por esos zapatos ha sido, en un sentido, distribuida: han venido a mí como individuo, y tengo capacidad para gastar esas 10 Coronas comprando cosas por valor de diez Coronas, digamos cuero por valor de cinco Coronas y pan por valor de cinco Coronas. El hecho de que el sistema es autoliquidante, de que continuará funcionando más o menos indefinidamente, es autoevidente; y ésta es la asunción de los economistas clásicos, a la que se adhieren enérgicamente por razones que quisiéramos tocar. No es demasiado decir que todo el sistema económico y financiero en su forma presente se sostiene o cae en función de la afirmación de que el presente sistema de precios sea autoliquidante; es decir, de que, sin importar qué precio se cargue por un artículo, siempre haya suficiente dinero, distribuido a través de la producción de ese u otros artículos, para poder comprar el artículo, y, por tanto, no haya nada inherente al sistema –en lo que al sistema de precios concierne– que impida que el proceso continúe indefinidamente.

Ahora no voy a entrar en las pruebas analíticas acerca del hecho de que esa creencia no es cierta –si bien existen pruebas sólidas a este efecto–, sino que les pediré que consideren las, del todo indisputables, pruebas inductivas. Les pediré que consideren qué ven en el mundo que les conduzca a asumir que el sistema de precios no es autoliquidante. Existe, por supuesto, esa frase algo desgatada de la paradoja de la «Pobreza en medio de la Abundancia». En su lección del otro día aquí en Oslo, el Dean de Canterbury habló de las enormes cantidades de valiosos alimentos, producción y demás, respecto de los cuales hay en todas partes una gran demanda, y para los cuales no hay poder adquisitivo.

Hay muchos ejemplos de ese tipo. Algunos de ellos son menos obvios que la mera destrucción brutal de productos. El hecho de que la mitad de las fábricas estén semiempleadas, y de que las granjas estén decreciendo su producción; de que en América la oferta de algodón, por razón de la llamada sobreproducción, se esté restringiendo, en sí mismo sugeriría que no hay suficiente poder adquisitivo para comprar los bienes que están a la venta, a los precios a los que están a la venta. Pero lo que dicen los economistas clásicos es que hay tiempos en que existe tal estado de cosas, pero que esos tiempos son solamente temporales. Hay tiempos a los que llamamos depresión; pero es igual de cierto –dicen ellos– que en tiempos de auge hay más dinero del que se requiere para la adquisición de bienes, así como que en tiempos de depresión hay menos dinero, y que en promedio el sistema es perfectamente automático y autoliquidante.

Ahora bien, hay una prueba –una prueba inductiva– que, pienso yo, pone esta cuestión del todo más allá de cualquier discusión alguna, y ella es la cuestión del aumento de la deuda. Ha de ser, pienso yo, del todo obvio para cualquiera que, si el mundo en su conjunto está constantemente incurriendo en más y más deuda, éste –como diría un ordinario hombre de negocios– no se está pagando él mismo sus gastos; y, si no se está pagando sus gastos, es del todo obvio que el sistema de precios le exige más poder adquisitivo del que hay disponible. El público está pagando todo lo que puede, y comprando de la producción total aquello que puede. La imposibilidad de pagar más está forzando, por tanto, a la destrucción de parte de aquélla, y al mismo tiempo se está apilando deuda, lo cual significa que, para poder ser autoliquidante, el público comprador tendría que pagar mucho más de lo que de hecho está pagando.

Si yo como individuo requiero, digamos, bienes al año por valor de 10.000 Coronas, y, al tiempo que voy adquiriendo esos bienes al año por valor de 10.000 Coronas, incurro en deuda en una cantidad de 10.000 Coronas al año, entonces es del todo obvio que el precio real que yo tendría que estar pagando –a fin de que el sistema pudiere continuar por siempre– es de 20.000 Coronas por algo que estoy obteniendo por 10.000 Coronas y para lo cual estoy tomando prestadas 10.000 Coronas a pagar por añadidura. Si tú estás acumulando deuda continuamente, no te estás pagando tú mismo tus gastos. El precio real que se te está pidiendo que pagues por las cosas que usas en tu vida diaria, es aquél que de hecho tú pagas más aquél que el sistema diga que tendrías que pagar: y aquél que tendrías que pagar es la deuda.

En el año 1694 se formó el Banco de Inglaterra en Gran Bretaña, y lamento mucho decir que hay graves sospechas de que el Banco de Inglaterra tenga mucho que ver fundamentalmente con el presente estado de cosas; y de que el sistema que desafortunadamente se inauguró al tiempo de la fundación del Banco de Inglaterra, probablemente tenga más que ver con la presente crisis que cualquier otro factor singular. En el siglo XVII, esto es, en el siglo en el que el Banco de Inglaterra se fundó, la deuda mundial –y tenemos cifras bastante precisas en relación a estas materias– se incrementó un 47 por ciento. El Banco de Inglaterra se fundó solamente a finales del siglo XVII.

Hacia finales del siglo XVIII, la deuda mundial se había incrementado en un 466 por ciento, y hacia finales del siglo XIX la deuda mundial, pública y privada, se había incrementado en un 12.000 por ciento; y, de acuerdo con algunos cálculos muy exactos que han sido llevados a cabo por un del todo irreprochable Profesor de ingeniería industrial de la Universidad de Columbia, Profesor Rautenstrauch, tomando el año 1800 como origen y tomando cien años como unidad, la deuda mundial se está incrementando ahora en proporción a la cuarta potencia del tiempo; esto es, no se está incrementando directamente en proporción al paso del tiempo, ni en proporción al cuadrado del tiempo, ni al cubo del tiempo, sino en proporción a la cuarta potencia del tiempo; y esto a pesar de los numerosos repudios de deudas, rebajas de deudas que tienen lugar con cada bancarrota, y otro métodos usados para cancelar deudas y comenzar de nuevo.

(Continuará)

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