Mes de María. Día 23: el cardo mariano

su Caridad anhela que nuestras almas lleguen allí para proporcionarle a Dios esa gloria externa que quiere compartir

El cardo mariano para Nuestra Señora de la Caridad

El cardo mariano: vídeo

Para este día 23 del mes de las flores, hemos recogido cuidadosamente en el campo unas austeras y severas flores de cardo. Estas flores son de una belleza intrínseca, y poseen cualidades melifluas y medicinales que solo se perciben yendo más allá de las apariencias. Crecen cargadas con abundante polen, muy apreciado por las abejas. Con su color morado, nos recuerdan que las mortificaciones amargas producen una miel espiritual muy dulce: los frutos suaves de los sacrificios y la penitencia.

Se trata de una flor épica dotada de una armadura protectora de espinas que le da un aspecto exterior bélico y acorazado. Quedan lejos de ella las ternuras románticas o las afeminadas sensiblerías, y nada tiene que ver con aquellas que el poeta exalta como las flores del mal. El cardo nos enseña que no todo amor es bueno por el hecho de llamarse amor, siendo hoy ésta una palabra y una virtud de las más profanadas.

Ya sabemos que el amor a sí mismo hasta el desprecio de Dios se denomina egoísmo y que sobre él se ha edificado esta sociedad, resultando un amasijo de individualismos. En los matrimonios es destructivo que un corazón ponga sus amores más allá de lo establecido por la relación sacramental; llegando a ser adultero cuando está desprovisto de lealtad. No es verdadero amor ese sentimiento que no está contenido entre las espinas de la ascesis cristiana y que consiste en deshojar pasiones que, a la larga, dejan marchita el alma.

El cardo es una flor que no verás jamás en viveros cartesianos, donde cada cual tiene derecho a existir a condición de ser catalogado y de no salirse de la cuadrícula. El cardo es libre, y nace allí donde el soplo del viento depositó la semilla. Crece más allá de los vallados, y está a salvo de la azada del jardinero que no acepta que nazcan y florezcan en su cantero. Sin embargo, hasta él van las abejas en enjambres a buscar el polen que en la colmena será miel tan dulce como la caridad, que con incansable trabajo al servicio de su Reina realizan enjambres de almas buenas.

¿Qué es la «caridad»? A veces solemos entender por «caridad» las obras de beneficencia corporales con las cuales socorremos las necesidades del prójimo, por ejemplo dar una limosna a un pobre, ayudar a un ciego a caminar, proporcionar alimento a quien no tiene hambre y agua al que tiene sed… Son obras bastante visibles, pero no por ello más importantes que las espirituales. Ahora bien las obras de misericordia son el efecto de una caridad mayor y concretan el primer mandamiento: amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo.

Partiendo del principio que nos da Nuestro Señor, donde está tu tesoro, allí está tu corazón (Mt 6,21), deducimos que el Corazón de María está en Dios, porque declara al inicio del Magníficat: proclama mi alma la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador (Lc. I,46).

Dios mismo es su tesoro y alegría; por eso, María Santísima está unida al Dios que es Amor, Deus cáritas est; y si san Pablo dice que ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí, ¿cuánto más se podrá decir del Corazón de la Llena de Gracia? Pues simplemente lo que nos dijeron de Ella los pastorcillos de Fátima: ¡si supieran que hemos visto a Dios en su Corazón!

El Corazón de María tiene una caridad eminentemente sacerdotal, porque lleva a Nuestro Señor a las almas, y a las almas hacia Él.

Con el ejemplo de la visitación queda claro que lleva a Jesús a los demás: urgida por la caridad, fue con prisa hasta Ain Karim comunicando la gracia que santificará en el seno de santa Isabel a San Juan Bautista. Además su caridad es sacerdotal, porque, con su «fiat» a la Encarnación, el Verbo se hizo Carne y habitó entre nosotros; y gracias a María, Jesús es Eucaristía en cada Transubstanciación. También Nuestra Madre lleva nuestras almas a Dios cuando nos pide en Caná que hagamos lo que Él nos diga, que cumplamos su voluntad respetando su ley que los sacerdotes predican a tiempo y a destiempo.

Ella es medianera de gracias y virtudes para nuestras almas. Aunque desde la Asunción a los cielos, en su Corazón solo permanece la Caridad. No puede tener Fe, porque esta virtud nos hace creer en lo que no se ve, y en el seno mismo de la Trinidad tiene la visión beatifica más perfecta. En el cielo, junto a Dios, Ella sabe aún mejor que santa Teresa de Jesús que sólo Dios basta; se conforma mejor que san Luis María con Dios solo; y sabe aún más que san Francisco de Asís que Dios es todo: Deus et omnia. En Dios lo posee todo, y ya alcanzó su plena posesión de Dios.

Pero su Caridad anhela que nuestras almas lleguen allí para proporcionarle a Dios esa gloria externa que quiere compartir, y es la razón por la cual nos creó y nos vino a redimir. Su Corazón misericordioso latiendo y queriendo, lo mismo que el Corazón de Dios, anhela que lleguen muchas almas a ocupar en el cielo los espacios vacíos que dejaron los ángeles caídos.

Ella, lo único que espera mientras dure la historia, es que nosotros, sus hijos adoptivos por la gracia, alcancemos la vida eterna en el más allá. El amor divino que inflama el Corazón de María no se desentiende del amor a los hombres, sino que la lleva a amarles mucho más y de mejor manera. Este amor de María por cada uno de esos hijos que dio a luz al pie de la Cruz, no es un amor teórico, es un amor concreto y práctico, cotidiano y doméstico de Caná y Nazaret, que vela solícito, permanecerá atento a las necesidades de sus hijos hasta el día del fin del mundo. Por eso Ella nos enseña en concreto cómo tenemos que ocuparnos, con delicadeza, de procurar el bien del prójimo, hasta en los detalles. La educación cristiana es la flor y nata de la caridad, al margen de toda cortesía hipócrita o basto egoísmo, porque tiene como principio la reflexión y la acción, pensando antes en el prójimo que en uno mismo.

Sin embargo, ese Corazón Inmaculado es también un Corazón Doloroso. La Virgen, al mostrarnos su amor con el Corazón en la mano, nos lo muestra rodeado de espinas, como la flor del cardo: pétalos inflamados de una caridad ardiente.

Corazón florecido en medio de las espinas que más duelen, las que vienen de parte de los más íntimos y cercanos. María nos acompaña en nuestra vida cotidiana; con nosotros tiene un mismo sentir, y nuestras injurias, traiciones e ingratitudes son las espinas más agudas, que como espadas, atraviesan su alma.

Enorme agrado causará a la Trinidad, que tu corazón esté en comunión de Caridad, con el amor del Padre hacia su Hija, del Hijo a su Madre y del Espíritu Santo a su Esposa, ardiendo en un mismo amor, de tal manera que practicar la caridad será honrar al mismo Corazón de María.

Madre de Corazón benigno y paciente;

Corazón generoso, jamás sintió la envidia,

Corazón sencillo, de nada se jacta,

Corazón humilde que jamás se enorgullece, trata siempre con respeto.

Corazón magnánimo, no busca el propio interés y sin envidia comunica.

Corazón paciente que nunca se enoja,

Corazón Dulce, sin rencores, olvida el mal recibido,

Corazón noble y cabal, que no se alegra por la injusticia,

Corazón sede de la Sabiduría, se complace con la verdad,

Corazón indulgente que todo lo excusa,

Corazón benigno que todo lo cree,

Corazón heroico que todo lo espera, todo lo soporta.

Por los vínculos de amor que nos unen y estrechan en una misma Caridad, le ofreceremos las espinas que nos hieren en un mismo dolor, y que en un mismo amor florecen con suave fragancia y ardiente fulgor.

Esas flores con espinas que nacen, crecen y florecen en nuestro pobre corazón. Nada mejor para ofrecer a  Nuestra Reina y Madre, que con su Corazón coronado de espinas en la mano te dice “Tú al menos procura consolarme”.

Ave Cor Mariæ. 

Padre José Ramón García GallardoConsiliario de las Juventudes Tradicionalistas

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