La conversión de Rusia y la cuestión del «Filioque» (I)

LA PRINCIPAL DE TODAS LAS HEREJÍAS QUE COMPARTEN LAS DIVERSAS COMUNIDADES ORIENTALES RADICA EN LA FALSA CONCEPCIÓN QUE SOSTIENEN ACERCA DEL DOGMA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD

Moneda con la imagen del Emperador Romano Teodosio I «El Grande» (379-395).

La futura conversión de Rusia (acompañada de algún tiempo de paz para el mundo) profetizada en el Mensaje de Fátima, no puede entenderse sino en el sentido estricto y propio de la palabra: la conversión a la Religión verdadera. No es lógica una interpretación que vea en esa profecía histórica una supuesta «revitalización» de la secta greco-heterodoxa hegemónica en los pueblos rusos, sino que más bien implica el abandono de las herejías que la caracterizan y el consiguiente abrazo del dogma católico íntegro.

De entre todas esas herejías, compartidas por las diversas comunidades orientales disidentes autodenominadas «ortodoxas», la principal de todas (y a la cual casi se puede decir que se subordinan todas las demás) radica en la falsa concepción que sostienen acerca del dogma de la Santísima Trinidad, y, más en concreto, de las relaciones entre las Personas divinas, afirmando que el Espíritu Santo procede únicamente del Padre pero no del Hijo. Fue el heresiarca y usurpador de la sede patriarcal de Constantinopla, el intelectual y astuto Focio (c. 820-893), quien, con la intención de afianzar sus ambiciones personales, lanzó la acusación contra la Cristiandad latina de haber introducido la partícula Filioque (= «y del Hijo») en el Símbolo constantinopolitano que se recitaba o cantaba en las Misas. Aunque finalmente Focio fue condenado en el IV Concilio de Constantinopla (VIII Ecuménico, 869-870) y cayó en desgracia del Emperador bizantino (que era el que en definitiva «pinchaba» y «cortaba» en sus dominios en materia eclesiástica), la unidad restablecida con Roma quedó envenenada desde entonces con los precedentes «argumentales» establecidos por Focio, que iban a servir siempre como pretexto para aflojar los lazos con el Papa hasta consumarse la escisión final en 1054 por el Patriarca Miguel Cerulario.

Ciertamente, en el Símbolo consagrado en el I Concilio de Constantinopla (II Ecuménico, 381) se dice: «[creo] en el Espíritu Santo, […] que procede del Padre». Hay que recordar que este Concilio fue convocado para zanjar definitivamente la controversia arriana que azotó a la Iglesia a lo largo del siglo IV. Tras el Edicto de Milán (313) el Emperador Constantino puso fin a la era de persecuciones que sus antecesores habían desatado contra los cristianos, inaugurando un régimen de libertad religiosa que, aunque no colmaba las aspiraciones de los fieles y jerarquía de la Iglesia, no dejaba de ser bienvenido en esas circunstancias. Pero pronto se planteó el problema de la herejía de un Presbítero alejandrino llamado Arrio, quien negaba la consustancialidad divina del Hijo con el Padre y Le consideraba mera criatura, por lo que el Emperador, aleccionado por su consejero teológico el santo Osio de Córdoba, convocó el I Concilio de Nicea (I Ecuménico, 325) a fin de abordar el error. Presidido por Osio junto a los legados del Papa, consagró el Símbolo niceno y condenó a Arrio. Sin embargo, la herejía pervivió bajo otras formas más sutiles o semiarrianas que prácticamente invadieron a la mayoría de la jerarquía eclesiástica hasta el punto de llegar a decir San Jerónimo que «el mundo enteró gimió y se consternó de encontrarse arriano». El santo Osio de Córdoba († 357) y San Atanasio († 373) se destacaron en la defensa por la ortodoxia de Nicea; pero la crisis arriana no quedó finalmente enterrada hasta que el Papa hispano San Dámaso (366-384), en contraposición a su ambivalente antecesor el Papa Liberio, imprimió una dirección firme y decidida contra la herejía hasta culminar en la celebración del Concilio de Constantinopla, convocado por el también hispano Emperador Teodosio I (379-395), último Emperador romano que reinó a la vez en Oriente y Occidente, y que el año anterior al Concilio había promulgado el Edicto de Tesalónica, que elevaba a la Religión verdadera como única de todo el Imperio con exclusión de cualquier secta herética o pagana (razón por la que no entendemos que los detractores del Reinado Social de Cristo lo motejen peyorativamente de «constantinismo», cuando en puridad deberían hablar de «teodosismo»).

¿Quién fue el «culpable» de la introducción del Filioque en el Símbolo constantinopolitano? Para responder a esta pregunta tenemos de nuevo que remontar nuestros pasos hacia la Península hispánica. En nuestro artículo «La consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María» apuntábamos que la abjuración de la herejía arriana por el Rey Recaredo, sus nobles y los pocos Obispos hispanos que la profesaban, en el majestuoso y solemne III Concilio de Toledo de 589, podía servirnos de analogía para vislumbrar cómo podría verificarse la futura conversión de Rusia. A fin de cuentas, en ambos casos nos encontramos principalmente ante una heterodoxia que atenta contra el dogma de la Santísima Trinidad. En el caso de nuestros ancestros los visigodos, parece ser que este pueblo germánico, que acabaría asentándose definitivamente en la Península a finales del siglo V, traía consigo la variante más extrema del arrianismo, fruto de las predicaciones que habían recibido del Obispo arriano Ulfilas en las fronteras nororientales del Imperio Romano durante la segunda mitad del siglo IV.

Félix M.ª Martín Antoniano        

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