―Por último, ¿la pública profesión de la fe católica se compadece con la defensa y afirmación pública de los derechos y libertades «LGTBI+»? Es decir, ¿la pública profesión de la fe católica se compadece con la defensa y afirmación pública del derecho a pecar mortalmente?
La respuesta es, claramente, no. No sé si afirmar que el concúbito contra naturam no es pecado mortal es una herejía a carta cabal, así que no me atrevo a dar una respuesta absolutamente definitiva a esta pregunta; quiero decir que no sé si la defensa de los «derechos LGTBI+» hace perder la fe, en el sentido arriba indicado (es una verdad sobradamente conocida que quien profesa una herejía formal no está en posesión de la virtud de fe teologal). Pero sí resulta de todo punto obvio que mantener tales posiciones se opone radicalmente a las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia en materia de moral y que, por tanto, uno no puede decirse «católico y gay friendly» sin cometer uno o varios atentados contra la lógica. Porque, como en tantas otras ocasiones, no nos hace falta llamar en nuestro auxilio a la autoridad magisterial de Roma para mostrar las inconsistencias de los falsos razonamientos de nuestros adversarios: nos basta tener un poco más de entendimiento y de sentido común que ellos, lo cual resulta absurdamente fácil.
No, hay que elegir. Sería ocioso y tedioso repetir lo que tantos, mucho mejores escritores y pensadores que nosotros han dicho tantas veces y tan bien y con tanta claridad; lo resumiremos muy sucintamente: la Iglesia nunca ha perseguido a nadie por la fuerza por sus opiniones. Lo han hecho las organizaciones políticas que tienen el derecho y hasta el deber de hacerlo, en la medida en que les preocupe su propia subsistencia, especialmente cuando se trata de opiniones que socavan los fundamentos mismos de la sociedad. La Iglesia se ha limitado a señalar qué una determinada opinión se oponía a la verdad divinamente revelada y humanamente (pero con asistencia divina) deducida y concluida. Y, por accidente, a indicar quién la estaba defendiendo. La Iglesia siempre y con una constancia irreprochable ha manifestado el carácter intrínsecamente desordenado y vicioso de tales conductas (como de tantas otras, también relativas al sexto mandamiento) y, evidentemente, siempre e inquebrantablemente ha denunciado como un error gravísimo la profesión de la absurda creencia de que algo intrínsecamente malo, desordenado y vicioso no lo es.
Durante un largo periodo de la Historia en el que muchas sociedades, fueran católicas o no, comprendían con claridad meridiana que tales conductas atentaban gravemente contra el orden público, la Iglesia no ha tenido necesidad de señalárselo, pues los propios ordenamientos jurídicos se encargaban de castigar, dentro de un orden y una vez sobrepasada una casi necesaria y en todo caso muy razonable tolerancia, tales desórdenes.
La Iglesia, hoy por hoy, no goza del crédito social necesario (la autoridad, por su propia naturaleza, ni la ha perdido ni la puede perder) para alzar su magistral voz cada vez que se lanzan proclamas absurdas y deletéreas contra la moral y la ley natural. Y, tal vez, tampoco sería particularmente prudente hacerlo en las presentes circunstancias. Ello no significa que quiera y, tampoco, que pueda, modificar su doctrina a ese (o a otro) respecto. Pretender que la Iglesia termine por aceptar lo moralmente inaceptable no sólo es una manifestación particularmente chocante de una podredumbre moral especialmente escandalosa; lo es también de una ignorancia imperdonable.
Podredumbre moral singular, porque se pretende obtener la sanción de una institución que aún se considera moralmente relevante para realizar una determinada conducta. Me merece muchísimo más respeto el homosexual militante que, simplemente, se limita a insultar a la Iglesia, a blasfemar y a lanzar proclamas repugnantes e incendiarias, porque, al menos, tiene conciencia de que la inmutable y pétrea doctrina de la Iglesia no va a cambiar. El maricón chupacirios, con perdón de la expresión, no tiene ni siquiera el valor de asumir que es un pecador, siquiera para negar que su pecado sea pecado. Pretende pecar al amparo de las instituciones eclesiales; pretende que Dios adopte sus miras y acoja como moralmente aceptable lo que su débil voluntad no es capaz de combatir. El maricón de toda la vida que acude al Orgullo a gritar «¡la única iglesia que ilumina es la que arde!», al menos ha comprendido la respuesta a esta pregunta. El católico LGTBI+ es mal católico y peor homosexual; mal católico porque no es capaz de ordenar su vida para responder a los consejos de la gracia en lugar de enfangarse en los dictados de la tentación (a la que siempre se puede resistir); y peor maricón porque ni siquiera tiene el valor (de los hijos de este siglo) de pecar en pleno rostro de Dios. No es ni frío ni caliente y el Señor, cuya lengua es como una espada de fuego, le vomitará de su boca.
Ignorancia, en fin, la de todos los «católicos LGTBI+» y la de tantísimos católicos que se dicen conservadores y son modernistas. Porque la Iglesia profesa (y no puede profesar) una Fe y una Moral que son quod semper, quod ubique, quod ab omnibus.
Que el Señor nos ilumine. Con mis oraciones,
Justo Herrera de Novella
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