En el imaginario colectivo, el Santo Oficio —o la Inquisición— fue aquel Tribunal dictatorial que castigaba al librepensador, al científico que osaba buscar la verdad, y a las mujeres —pobres brujas— que en un acto de empoderamiento desafiaban al pensamiento hegemónico opresor, que imponía la fe católica, para terminar brutalmente reprimidas en el fuego purificador de la hoguera… La cúspide de la intolerancia se alcanzó con la Inquisición Española: espada tenebrosa en manos de sádicos clérigos, como Torquemada, que aterraban y sometían a las gentes de aquellas épocas «tenebrosas», persiguiendo y condenando al hereje y al infiel.
Estas falacias y otras tantas fatuidades son algunas de las que se rebatieron en la quinta sesión del segundo curso del Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta, titulada La Inquisición española. La reunión tuvo lugar el pasado domingo 28 de enero. Además de contar con unos cuantos leales correligionarios y amigos del Círculo, acudieron por primera vez otros asistentes, como viene siendo habitual en las últimas reuniones. Tras una breve oración siguiendo a Santo Tomás para pedir a Dios claridad en el estudio, dio comienzo la exposición.
Habitualmente se argumenta contra las falsedades vertidas sobre la Inquisición Española desde un punto de vista historicista, centrado en las meras cifras de individuos juzgados y condenados, comparando a la Inquisición Española con otros tribunales de la época o con persecuciones religiosas acaecidas en otros países de Europa. Sin embargo, en esta ocasión, además de apoyarse en datos históricos, la defensa y exposición de la verdad sobre la Inquisición Española se hizo, sobre todo, partiendo de los principios católicos que la rigieron. La ponencia se estructuró en diez tesis sobre la Inquisición que expuso el P. Juan Retamar. Adicionalmente, nuestro correligionario Juan Monzó, joven historiador, nos introdujo a la figura de Fray Tomás de Torquemada. A continuación, muy resumidas, mencionamos las diez tesis sobre aquel Tribunal, que comenzó a funcionar en 1481 en Sevilla, fundado por el Papa Sixto IV, a propuesta de los Reyes Católicos:
- No tenemos excusa. Hay datos suficientes para estudiar el tema. La Inquisición registró minuciosamente todos sus juicios y pesquisas como nadie lo había hecho, y la mayoría de sus archivos se han conservado: hay expedientes, memoriales, libros de pleitos, cartas de los inquisidores… Quien no da una visión conforme a la realidad, lo hace con malicia o con ignorancia vencible.
- La Inquisición no fue, como tantas veces se ha dicho, un instrumento de control social en defensa de los objetivos que aquella sociedad feudalizada consideraba supremos, o un mero instrumento encaminado a garantizar, bajo el hermetismo ideológico, el inmovilismo social. La Inquisición fue, fundamentalmente, reflejo y consecuencia de la cosmovisión propia de la Cristiandad, para la cual lo natural y lo sobrenatural eran inseparables, la fe indisociable de la civilización. Y en aquel mundo, la herejía, el cuestionamiento del dato revelado por parte de un bautizado acompañado de contumacia y de obstinación, suponía un daño tremendo para el conjunto de la sociedad. No se trataba de juzgar el fuero interno de la persona, sino de impedir la difusión pública de errores, muchas veces «en nombre de la propia Iglesia», que amenazaba con romper la unidad religiosa de la Cristiandad. Por tanto, la misión de la Inquisición era la extirpación de las herejías.
- El poder civil, que por derecho natural debe proveer el bien común, y considerando que en un pueblo cristiano la fe es parte integrante del bien común, tiene el deber de proscribir la herejía por ser ésta un mal y un desorden social. Hay doctrinas que amenazan la existencia misma de la sociedad, y por tanto existe la necesidad y el derecho de combatir a sus propaladores. La Iglesia, por su parte, por su autoridad espiritual y por su potestad indirecta en lo temporal, tiene el deber de advertir de esta obligación al poder civil, de juzgar el caso concreto de herejía y de castigarlo por medio de penas reparables y, como última arma, con la excomunión. Dos principios rigen en esta materia: la represión penal de la herejía es de suyo legítima, y la Iglesia no derrama sangre.
- Sobre la tolerancia. Ya Balmes repartió en dos grupos a los hombres que no siguen ninguna bandera religiosa. A los unos les falta la fe: incrédulos, escépticos más que impíos, proclaman los servicios que la religión ha prestado y presta a la sociedad. La tolerancia es, para ellos, fácil y natural. Los otros, por el contrario, profesan el odio a la religión, o, más bien, el odio a la Iglesia. Son, dice Balmes, en extremos intolerantes y su intolerancia es la peor, porque no va acompañada de ningún principio moral que pueda ponerle freno. Ante estos últimos es contra quienes la Inquisición actúa.
- En los orígenes de la Inquisición Española estuvo el peligro de los falsos conversos. Ante las reacciones violentas del pueblo, la institución de la Inquisición logró sustituir la violencia incontrolada del pueblo al tratar el tema religioso por la fuerza controlada de la autoridad.
- Ni judíos, ni musulmanes, ni indios. Sólo podían ser interrogados por la Inquisición los bautizados. Jamás la Inquisición persiguió a judíos o musulmanes; sencillamente, porque no podían, formalmente hablando, cometer herejías. Y sobre los conversos habría que destacar el hecho de que se les concedía, generalmente, unos años de amnistía total frente a la Inquisición a fin de que pudieran aprender apropiadamente la doctrina cristiana. Ni más ni menos que cuarenta años de gracia se otorgó a los conversos procedentes del islam. Y en los propios documentos del Tribunal se enfatiza que «los inquisidores no pueden encausar a pecadores, aún públicos, como usureros, blasfemos, concubinarios y otros si en su comportamiento no cabe sospecha de herejía».
- Un proceso justo: la inquisición fue un tribunal de misericordia. El tribunal inquisitorial estableció un procedimiento justo frente a las reacciones del pueblo y de las autoridades civiles, cada vez más violentas, contra aquellos que transgredían la fe. Lo más común, frente a un conato de herejía en una ciudad o población, fue la predicación, las misiones o las controversias, que buscaban persuadir al hereje de su error y, frecuentemente, se dejaban 15 o 30 días para que los herejes se arrepintiesen y confesasen, reconciliándose así con la Iglesia. Cuando la contumacia en el error era evidente, comenzaba propiamente el proceso inquisitorial. No entraremos en los pormenores formales del proceso que se comentaron en la ponencia; señalemos solamente algunos de los factores que garantizaban un juicio justo, como los estrictos requisitos que debían reunir los inquisidores, sumado a las constantes evaluaciones a las que estaban sujetos antes del nombramiento y durante su oficio. La mejor prueba del sumo cuidado con que eran seleccionados los funcionarios inquisitoriales es la cantidad de santos, mártires, letrados y eruditos que se encontraron ligados directa o indirectamente al tribunal.
- Se recurrió a la pena corporal cuando se creía estrictamente necesario, nunca de manera arbitraria y sistemática. El tormento, propiamente hablando, no pertenecía al orden eclesiástico sino al brazo secular, y estaba sometido a una estricta normativa. Además, nunca existieron las famosas cámaras de torturas con sus refinados instrumentos de crueldad.
- Se aportaron algunos datos históricos relevantes: por ejemplo, se estima que el porcentaje de ejecutados entre 1560 a 1700 es del 1,8%. Se puede comparar con las persecuciones anticatólicas de Enrique VIII, saldadas con una cifra de víctimas que oscila entre 37.000 y 70.000 católicos.
- Concluyó la exposición evocando el grito de «els malcontents», como muestra de viva expresión popular durante el alzamiento antiliberal, repetido por los carlistas: «¡Viva Carlos V, viva la Religión, viva la Inquisición, muera la policía!»
Tras esta primera intervención, se nos ofreció una sucinta reseña biográfica de fray Tomás de Torquemada. Nacido en Valladolid, según unos, o en la misma villa de Torquemada, según otros, en torno al año 1420. Miembro de una familia distinguida de posible ascendencia judía. Ingresó en la Orden de predicadores en San Pablo de Valladolid, hasta que en 1455 se convirtió en Prior del convento dominico de la Santa Cruz de Segovia. Durante veinte años más estuvo al frente de esta comunidad, adquiriendo fama de bueno y de santo. Thomas Walsh nos da una semblanza suya, ilustrando algunos de sus rasgos más característicos: «Sobrio y vigoroso, […] muy disciplinado y más riguroso consigo mismo que con los demás, por lo que era muy respetado. Era extremadamente austero: no comía carne y dormía sobre una tabla. Las crónicas hablan de su pureza, su amor por los libros, por la soledad y la arquitectura, su eficacia práctica y la confianza que inspiraba a los demás. Todo lo veía sub specie aeternitatis».
La Reina Isabel lo nombra su confesor y consejero personal en 1478, con permiso del Papa y a pesar de su propia voluntad. Una primer Inquisición se instauró en 1478, con el cardenal Mendoza a la cabeza y con Torquemada como perito asesor. Posteriormente, en 1483, con 63 años, los Reyes Católicos lo ponen al frente del Tribunal, nombrándolo inquisidor general de Castilla, y un poco más tarde será nombrado inquisidor general de Aragón. Falleció retirado en el Convento de Santo Tomás de Ávila en 1498.
Finalmente se destacó su labor fundamental en la Inquisición, dotando al Tribunal, sobre todo, de un corpus jurídico: las Instrucciones. Eran normas e indicaciones sobre cómo proceder en distintos casos, de las cuales alguien afirmó que eran «un monumento a la ciencia penal». Torquemada puso fin a los abusos y excesos de los primeros inquisidores, elaboró un sistema de jurisprudencia muy avanzado para la época, mejoró las cárceles, la comida, los procesos… hasta el punto de que muchos presos detenidos por la justicia civil pretendían ser tenidos por herejes para ser llevados a las cárceles del Santo Oficio.
Terminamos, como muestra del verdadero espíritu y carácter de Torquemada, con las palabras de Sebastián de Olmedo, cronista de la época, quien exclamó: ¡Torquemada, el martillo de los herejes, la luz de España, el salvador de su país, el honor de su orden!
Tras estas dos intervenciones sustanciosas comenzó el turno de coloquio, no menos interesante, pues se plantearon, entre otras, cuestiones relacionadas con los asuntos procesales de los juicios, o el grado de adhesión a los dictámenes y documentos publicados por el Tribunal. Concluyó la sesión con una oración final y las conversaciones se prolongaron un rato más, ya en un ambiente más distendido, quedando emplazados para la reunión de febrero.
Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta
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