Luis Infante: ortodoxia católica y lealtad monárquica (I)

El noble dirigente astur terminó sus días de milicia en este mundo habiendo sido toda su vida leal al Rey de Reyes y a Su católico legítimo ministro regio

El actual Rey Católico de España, D. Sixto Enrique de Borbón, asiste a la ceremonia de las consagraciones episcopales celebrada en Ecône (Suiza) el 30 de Junio de 1988. Está flanqueado a su izquierda por D. José Ramón García Llorente († 2001), padre del actual Capellán Real y que fue Jefe de la comunión carlista rioplatense y de La Hermandad Nuestra Señora de las Pampas; y a su derecha por el recientemente fallecido D. Luis Infante, miembro de su Secretaría Política.

En la década de los noventa del pasado siglo pareciera como si se hubiera producido un aparente triunfo total y absoluto de la Revolución, en su versión liberal-americanista, a todos los niveles. En el ámbito de la Iglesia, se produce la apoteosis del vaticanosegundismo, en su vertiente conservadora juanpablista-opusina, tras la eliminación «formal» de los últimos reductos de la Contrarreforma magisterial-litúrgica tridentina en el seno de la Iglesia postconciliar mediante la declaración de excomunión (nula por falta de supuesto de hecho que respaldase la incursión en esa sanción penal canónica) del Arzobispo Marcel Lefebvre y del Obispo Antonio de Castro Mayer, así como de los cuatro nuevos Obispos consagrados por ambos el 30 de Junio de 1988, en la que se llamó «Operación Supervivencia de la Tradición». Por otro lado, en el conjunto del Mundo, se consuma el colapso y desintegración de la Unión Soviética y la victoria definitiva de la República de los Estados Unidos en la «Guerra Fría», con la consiguiente glorificación universal de su modelo político, hasta el punto de que un analista neoconservatista norteamericano, Francis Fukuyama, no dudó en acuñar la «mesiánica» expresión de «El fin de la Historia» como el mejor modo de calificar todo ese desenlace.

En medio de esa deletérea atmósfera general, cuando uno se asoma a la Historia del Carlismo en dicha década de los noventa, no es inusual que obtenga como primera impresión un –en principio incomprensible– aparente eclipse de la defensa de la Legitimidad monárquica española entre las familias católicas que comprendían la vieja y fiel comunión javierista, incluidas muchas de sus mejores cabezas. Es indudable que la raíz de este fenómeno anómalo hay que buscarla en aquella espuria maniobra –perpetrada en la segunda mitad de los ochenta por elementos octavistas que previamente habían absorbido al sivattismo, unidos de la mano con otros advenedizos integrantes de sodalicios «piadosos» de origen y actividad oscuras– tendente a fagocitar, bajo la consigna de la «unidad», a toda aquella leal y honorable comunidad carlista histórica, queriéndola insertar en un simple y mero partido político de nueva creación que en última instancia se traducía en una asociación más de apostolado seglar, destinada a la típica labor democristiana de influir y propagar en la sociedad, tomando como guía ideológica la nueva pastoral proclamada por el Concilio Vaticano II.

El gran filósofo legitimista Rafael Gambra dio muy pronto la voz de alarma contra esos mefíticos designios en su artículo profético «¿Nadie defiende ya la confesionalidad del Estado y la unidad católica?» (Siempre P´alante, 01/07/1989, p. 13). Y es que, a decir verdad, aquellos intentos de devastación o anulación del Carlismo que no había logrado culminar la nefasta pastoral política de los Papas preconciliares a través de la Unión Católica de Alejandro Pidal o de la Asociación de Propagandistas de Ángel Herrera Oria, es precisamente lo que se proponían volver a acometer los antedichos elementos exógenos por medio de este nuevo instrumento político de control al que denominaron engañosamente con las siglas «C.T.C.».

Pero, a su vez, en la cúpula de ese partido político recién creado se proclamaba otro postulado en que se quería ir aún más allá dentro de ese afán destructivo o desnaturalizador, y que en este caso iba dirigido directamente contra la esencia y razón de ser de la Causa carlista, que hemos señalado más arriba: la Legitimidad monárquica. El mejor resumen de ese anticarlista postulado nos lo proporcionan un par de textos aparecidos en la primera página del nº 4 (2ª época, 1988) de Acción Carlista, boletín oficial del susodicho partido. Aunque ambos son anónimos, por su estilo y lenguaje –al menos en el primero de ellos– es muy probable ver detrás la pluma del Profesor Álvaro D´Ors (quien, en las últimas décadas de su vida, se fue –por vía opusina– democristianizando, es decir, descarlistizando, hasta el punto de tener que ser debidamente reprobado su degradado pensamiento, en sus últimos años, por sendos contundentes artículos redactados por los legitimistas Rafael Gambra y Manuel de Santa Cruz, poniendo las cosas en su sitio).

En el primer texto, titulado «¿Cómo explicar que, faltando un Rey, pueda organizarse la Comunión Tradicionalista Carlista?», se afirmaba categóricamente: «hay que partir de la actual situación, en la que la Comunión Tradicionalista Carlista no sólo carece de Rey –incluso de una Regencia que pudiera sustituirlo–, sino de toda posibilidad de asumir una potestad en España». Y hacia el final, se incluye igualmente este aserto: «Al faltar el principio de suma potestad (Rey o Regente), la potestad necesaria debe constituirse de hecho».

¿Dónde residiría esa novedosa y simple «potestad de hecho»? Nos lo aclara el segundo texto, que lleva por encabezamiento «De la Junta de Gobierno y del Consejo Nacional». En él se menciona el llamado «Congreso de la Unidad» celebrado en El Escorial en Mayo de 1986, y se asevera que en el mismo «se decidió anteponer nuestra identidad ideológica [sic] y el bien de la Patria a las legítimas opciones o puntos de vista sobre dónde debería encarnarse, en su momento, la potestad. Sobre ello es necesario el mayor respeto y evitar inútiles disputas. Al faltar el principio de suma potestad (Rey o Regente), la potestad necesaria debe constituirse de hecho en torno a la dirección política de la Junta de Gobierno [del partido político erigido] y a la autoridad del Consejo Nacional [también del mismo partido]».    

Es en este aspecto concreto en donde decíamos que se produjo una aparente obnubilación de buena fe entre muchos de los sanos carlistas en los años noventa. Y decimos «de buena fe», porque acabaron todos ellos desechando las mentiras de los gerifaltes del partido político instituido, y acogiéndose y reincorporándose a la permanente Regencia de D. Sixto Enrique de Borbón, lo cual constituye la mejor prueba de la buena voluntad que existía en el error anterior en que estaban sumidas esas familias y personas. Lo único sorprendente, quizá, fuera la relativa tardanza en haber dado ese lógico y final paso, que acabaría verificándose en buena parte en torno al cambio de siglo.

Hemos dicho «muchos de los sanos carlistas», y no «todos». Porque entre esos sanos y verdaderos carlistas hubo asimismo unos cuantos que se distinguieron por permanecer, en privado y en público, siempre leales a la referida Regencia del Duque de Aranjuez. De entre éstos es de obligado cumplimiento hacer mención de los realistas asturianos; y, dentro de ellos, de D. Luis Infante.

En efecto, cuando se consumó la defección que el Príncipe de Asturias D. Carlos Hugo había venido incubando desde principios de los setenta, su hermano D. Sixto Enrique alzó la Bandera de la Legitimidad en Septiembre de 1975. Su Regencia salvó la continuidad jurídica monárquica española, siendo reconocida no sólo por sus padres los Reyes D. Javier y Dña. Magdalena, que le dieron su bendición, sino también por prácticamente toda la comunión javierista, es decir, carlista.

Podemos señalar que se destacaron en su inicial y entusiasta acatamiento, entre otras, las pujantes comunidades de los Reinos de Sevilla y Valencia y del Principado de Asturias. Pero, mientras muchas de las familias católicas carlistas de los Reinos de Sevilla y Valencia fueron abandonando su primigenia lealtad al Regente, la comunión de Asturias en bloque mantuvo en todo tiempo, por el contrario, su misma lealtad originaria. Finalmente, las familias javieristas sevillanas y valencianas de buena fe que en los noventa habían abandonado esa lealtad acabaron reincorporándose a la ininterrumpida Regencia legítima; sin embargo, ha habido otra porción de entre ellas que ha querido perseverar abiertamente en su deslealtad hasta hoy persistiendo bajo la férula del consabido partido político anticarlista. Todas estas vicisitudes, en cambio, nunca se han producido entre los legitimistas astures, pues en ningún momento dejaron de reconocer la continuada Regencia legítima de D. Sixto Enrique.

Pocas muestras de esa ejemplar constancia se pueden encontrar entre las publicaciones de la época. Podemos aducir como prueba un artículo de D. Luis Infante que apareció estampado en el Boletín Fal Conde de Granada, en su número de Octubre de 1992, titulado «Legitimidad en 1992», en el que el autor asturiano concluía con estas líneas (el subrayado es nuestro): «Presentes en una de las últimas cenas del Día de la Restauración, que organiza la “Royal Stuart Society” en el Brown´s Hotel de Londres –donde alguna vez se alojara nuestro Rey Carlos VII–, tuvimos ocasión de comprobar la magnífica impresión que causaba en nuestros amigos británicos S.A.R. el Infante Don Sixto Enrique de Borbón, invitado de honor en aquella ocasión. Un veterano legitimista me preguntaba si no era ya llegada la hora de exigir pública toma de postura a SS.AA.RR. el Príncipe Don Carlos Javier Bernardo y el Infante Don Jaime de Borbón; la situación de Regencia ya se ha prolongado bastante. Sin duda, le respondimos. Pero eso compete a la Junta de Gobierno, con los Jefes Regionales, y al Consejo Nacional de la C.T.C.».

Como se ve, D. Luis todavía quería seguir teniendo por entonces, a pesar de las evidencias, alguna confianza en una posible remota buena intención por parte de los caciques de ese aborto político antirrealista de la «C.T.C.» engendrado en 1986, aunque no faltaría ya mucho para que se desengañara por completo.

Cabe preguntarse, por último, por qué esa porción de antiguos javieristas antes mencionados, en lugar de acatar la siempre vigente Regencia legítima de D. Sixto Enrique, decidieron permanecer en las filas de un partido político antilegitimista. La respuesta hay que encontrarla en el otro rasgo definitorio de dicho partido, al cual nos hemos referido antes, y con el cual comulgaban esas gentes: su ultramontanismo o democristianismo vaticanosegundista, que les hace rechazar ciegamente como «cismático» o «acatólico» cualquier potencial desobediencia a las autoridades oficiales eclesiásticas que esté plenamente sustentada en la preservación de la amenazada Tradición doctrinal-litúrgica católica, pues entienden que no existe hoy día en la Iglesia ningún «estado de necesidad» que justifique la fórmula «se obedece, pero no se cumple», como si no hubiese ningún problema de «autodemolición» en las decisiones de la Jerarquía eclesial postconciliar y todo siguiese normal.

Nos encontramos, pues, frente a frente, ante dos concepciones diametralmente opuestas en relación a los dos principales lemas de la Causa católico-monárquica: Dios y Rey. Se suele decir que no hay mal que por bien no venga, y en este sentido se podría afirmar que la artimaña de los anticarlistas a través de su partido político «C.T.C.» ha venido a la postre muy bien para fijar y delimitar claramente quién es verdadero carlista, continuador de sus ancestros en la misma lucha contrarrevolucionaria, y quienes se han dejado sumergir en un afluente más del torrente revolucionario político-religioso contemporáneo.

Luis Infante, Caballero Legionario y Caballero de la Orden de la Legitimidad Proscrita desde 2009, es decir, doblemente Caballero, tuvo como norte a lo largo de su ejemplar trayectoria las dos máximas de la ortodoxia católica y de su corolario la lealtad monárquica, bases del genuino ser y conciencia legitimista y sin las cuales carece de sentido la finalidad restauradora del Rey o Regente de iure que fundamenta al bisecular combate carlista. A fin de cuentas, D. Luis no inventó nada, sino que se limitó a plasmar en su conducta las estrofas del Oriamendi compuesto por el lealísimo javierista navarro Ignacio Baleztena: «Por Dios, por la Patria, y el Rey/ Lucharon nuestros Padres/ Por Dios, por la Patria y el Rey/ Lucharemos nosotros también». «Cueste lo que cueste/ Se ha de conseguir/ venga el Rey de España/ a la Corte de Madrid».

El noble dirigente astur terminó sus días de milicia en este mundo habiendo sido toda su vida leal al Rey de Reyes y a Su católico legítimo ministro regio.

Descanse en Paz.

Félix M.ª Martín Antoniano

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