De obediencias y oportunismos

Luchar por España es luchar por la Monarquía tradicional, ya que sin catolicidad no hay España. El resto, invenciones de sello caduco

En estos tiempos convulsos en los que corremos ahogados hacia lejanas metas, muchos son los que escogen mal ese final y pocos los que llegan a la libertad, que no es otra cosa que la elección del bien. Pero en este símil, no debemos confundir el correr, aunque sea con los pulmones fuera, atisbando el final correcto, con correr hacia él.

Y aquí se encuentra un pecado menor (pero quicio en esta lucha por las Españas), que, sin ser mortal de suyo, marchita cualquier brizna de hierba que pueda llegar a florecer en este campo de iniciativas ad infinitum que salpican calles, foros y redes sociales.

Al grito de soflamas (no de verdades, porque más altos vuelos no remontan) que incluyen expresiones como: Hispanidad, España, Imperio, Tercios, Tradi, Cruzados, Valle de los Caídos, Sacristía, se unen, ondeando al viento, banderas de Cruz de Borgoña, de Sagrados Corazones (¡qué chulas puestas de capa a lo Christopher Reeve!) o algún tipo de chatarrería como picos y arcabuces… y, entre este jolgorio, a modo de  tulipanes oportunistas en este campo florido, se unen —igualmente— algunos coronando sus testas con boinas rojas, con  rostros teatralmente embravecidos, como si acabaran de abandonar —obligados por la terquedad de la «sociedad civil»— su  trinchera en Lopera, para blandir un Rosario ante el Policía Nacional de turno, en la Gran Vía de Madrid (bravura indecible, digna de rubricarse en alguna rotonda al efecto).

¿Y cuál es el pecado menor? La disciplina. Se entiende por disciplina, pues, el cumplimiento personal de todas y cada una de las obligaciones del deber, la escrupulosa observancia de los reglamentos y ordenanzas que las regulan, la diligente obediencia al superior y el exigente respeto hacia el inferior y el igual.

De un plumazo nos olvidamos de la disciplina «zen» de autocontrol, del esfuerzo solitario y estéril, de la comodidad y de la obediencia a uno mismo en la que el «yo» es General y soldado complacido a un mismo tiempo, y, ya no digamos, la ilusión de obediencia a unos ideales sin encarnación alguna (más rayanos en la locura que con la sensatez).

Todo lo anterior habiendo quien planta cara al enemigo de las Españas desde la friolera de casi doscientos años, reconociéndolo siempre bajo todos sus disfraces y dejando su sangre en mártires sin fin en cuatro guerras (guerras, no «manifas de beatería»), y ahora todo ello comandado por el Rey, Enrique V (S.A.R. Don Sixto Enrique de Borbón, lo concreto más para aquellos adictos a la prensa rosa: ABC y La Razón), no cabe más excusa que la propia soberbia para unirse a las filas de la Comunión Tradicionalista.

Dice Santo Tomás de Aquino que el soberbio es el que tiene un amor desordenado hacia su propio bien por encima de otros bienes superiores (v. gr.: España). Es amor desordenado porque, como el soberbio no se conoce como quien es (súbdito), sino que tiene un conocimiento de sí como de aquél que quiere ser (su propio Rey, encarnando en su persona la Hispanidad), desea para él lo que no le es adecuado (luchar sólo con sus propios criterios, al margen de esta España eterna).

Lo sé… «todos luchamos por lo mismo» y mi posición es «sectaria».

Reconocer a España, amarla y defenderla, no es sectario, es ser hijo suyo. Y luchar por ella, tal y como es, no es «luchar por lo mismo», aunque circunstancialmente tengamos los mimos enemigos en algunos momentos puntuales. Los que me replican son aquellos que aplauden aquella intervención de Churchill: «… si Hitler invadiera el infierno, me gustaría hacer al menos una referencia favorable al Diablo en la Cámara de los Comunes». Y señores, el Diablo sigue siendo Diablo. Porque no se lucha «contra», se lucha «por».

Ahora algún lector se rasgará las vestiduras por mi velada acusación: «¡que éste me dice —¡a mí!— que no lucho por España!».

Antes de que se altere con mi acusación: luchar por España es luchar por la Monarquía tradicional, ya que sin catolicidad no hay España. El resto, invenciones de sello caduco.

Y ahí tenemos una Ordenanza, un Devocionario, los Círculos, Secretaría Política…y como recuerda el reciente número de la Revista juvenil Pelayos (núm. 10): «…desde Barcelona hasta Ushuaia, desde Tejas a Filipinas…».

Roberto Gómez Bastida, Círculo Tradicionalista de Baeza

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