El apoliticismo «católico», tentación gnóstica

LA GNOSIS ANTIPOLÍTICA HACE PRESA EN LOS DESEOS DE EFECTIVIDAD, EN LAS PRISAS Y EL ANSIA POR VER ÉXITOS NUMÉRICOS

Sagrado Corazón (Basílica de la Gran Promesa, Valladolid)

La crisis del pensamiento católico es, a medida que pasan los años, un hecho más que un debate. Los acontecimientos contemporáneos no parecen arrojar un final cercano a la crisis mencionada, sino un recrudecimiento de las posturas, así como la demostración —por días más descarada— de la disolución de la fe por el modernismo religioso. No obstante, también parece dar la sensación de que la obsesión de nuestros pastores por acabar con el catolicismo encuentra algunos diques de resistencia que pueden representar brotes verdes de recuperación; el tiempo juzgará tal posibilidad.

Es indiscutible, por otra parte, la extraordinaria delicadeza de estas reacciones, que atisban a ver el mal y tratan de despertar del letargo al que han sido condenadas por la ocultación de la fe de los apóstoles. Esta frágil toma de posición precisa, además, de una extraordinaria prudencia, pues todo fiasco en tales condiciones ve cualificada su potencialidad destructiva.

Las circunstancias abocetadas me hacen calibrar un riesgo con las que el catolicismo se las tuvo que ver en el pasado, y vuelve en nuestros tiempos haciendo las veces de zarza que ahoga los sanos deseos de recuperación de la fe. Tal riesgo no es otro que la apoliticidad de la restauración católica que, por sus hipotecas ideológicas, he preferido denominar apoliticismo.

El paradójico León XIII, que con una mano levantaba el corpus político católico y con la otra lo fulminaba en la práctica instando a la colaboración con los regímenes liberales, pasó a la historia como el iniciador del requiebro táctico de la Iglesia con el liberalismo. Pese a que es matizable —pues hay precedentes de cesiones en los pontificados previos—, hay que aceptar que el ralliement marcó una senda que siguieron sin excepción los pontífices posteriores; senda colaboracionista práctica, no teórica. Una de las ideas que animaban este clericalismo operativo al liberalismo era el denuesto de la política y la alabanza a la religión —«la política divide, la religión une»—. Esta tendencia a separar la religión católica del régimen en que encarnó —la cristiandad—, era animada por la apostasía de los católicos, tornados en liberales, enfrentados con los católicos opuestos a la revolución. La senda abierta por esta división era falsa y engañosa, pues el apoliticismo de los papas solía ser invocado en presencia de los conflictos con los tradicionalistas, y no con los «partidos católicos», buques insignias del clericalismo pontificio y fagocitados por las democracias cristianas, y éstas por el liberalismo católico, a fin de cuentas.

Tras el Concilio, la primavera anunciada se descubrió como un invierno estéril que aún nos aqueja. Salvo algunas excepciones honrosas, el grueso del pueblo católico sucumbió a los vapores nocivos que provenían de las facultades de teología europeas. Años de aridez y esterilidad fueron un acicate para el despertar modesto de fieles que comenzaron a calibrar la gravedad de la apostasía intraeclesial.

En esta tesitura, no son pocos los grupos que, animados por una reacción más efectiva, pretenden limar el mayor número posible de aristas, presentando un catolicismo unido y fuerte. El problema —capital— que se presenta es que, entre los elementos que estiman prescindibles para la efectividad han incluido la política. De esta forma, se llega a situaciones que parecen no haber aprendido nada de los errores tácticos de los pontificados preconciliares, invocando la religión como nexo unitivo entre diversos grupos infestados de ideología. Vana ilusión la de buscar el Reinado de Cristo prescindiendo de su materialización política; ilusión no sólo absurda, sino animada por una mentalidad gnóstica que ve en la naturaleza contaminación, división, obstáculo para el Reino de Cristo, renunciando a la Creación como sacramental, como cauce que nos lleva al Creador.

La gnosis antipolítica hace presa en los deseos de efectividad, en las prisas y el ansia por ver éxitos numéricos. La Iglesia, ciertamente, no sentencia sobre la determinación de la política católica, pero renunciar como a priori al régimen de cristiandad con la finalidad de contentar a grupos alumbrados por ideologías modernas, que tratan de bautizarse con un catolicismo tradicional, es un absurdo, cuando no un error fatal.

No sólo los errores propiciados por la perenne línea de la Secretaría de Estado del Vaticano han de servirnos como moraleja, también la experiencia política española. Los deseos de sacrificar el orden político católico, que en las Españas encarnó el carlismo, por la «paz» religiosa, con ejemplos tan viejos —y tan nuevos— como la Unión Católica, mostraron su verdadera faz al pretender anular las fuerzas del catolicismo vivido comunitariamente y, en nombre de la unidad de los fieles, conducir a los «rebeldes» al cerco del nuevo régimen.

Quisiera, con estas líneas, contribuir a la reflexión de los apoliticistas, de los que pretenden una tradición teórica ayuna de concreción práctica, de los que se esfuerzan más por obtener halagos de las ideologías —también de las «católicas»— que por ser fieles a la doctrina que pretenden restaurar. La modernidad se esculpió con el cincel de la gnosis, la espada que la derrumbe no puede ser la misma que la alumbró.

Miguel Quesada, Círculo Hispalense      

 

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