Se aproxima, lo prometo, el final de esta ya larga taxonomía del dodo, que no por extinto y endémico de una isla remota cuenta, como venimos demostrando, con menos subespecies. La última que hemos logrado identificar, rarísima, esquiva y engañosa, pero que goza de mucha mejor salud que todos los precedentes es el escurridizo dodo europeo o dodo aduanero.
Tan esquiva, decimos, que hasta hemos tenido que cambiar de película e ir a encontrarlo en la, también mencionada, La edad de hielo, filme extraño pero bastante encantador, a su manera, en el que un mamut, un tigre dientes de sable y un perezoso deciden hacerse cargo, en comandita, de un bebe humano perdido y devolvérselo a su padre en plena glaciación.
Ante la proximidad de un cambio climático real y potencialmente peligroso, diversas especies animales, entre ellas nuestro dodo, reaccionan de forma distinta: las más, escapan hacia tierras más cálidas en atropelladas caravanas, cual veraneantes madrileños en la carretera de Valencia cuando llega julio; otros, como los grandes carnívoros (ya saben, esos horribles animales que pecan contra naturam porque no son veganos), aprovechan la confusión reinante para hartarse a comer; en fin, los dodos, haciendo gala de una insospechada disciplina castrense —bastante irregular, todo sea dicho— han adoptado una seria política de acaparamiento y racionamiento de víveres y se preparan a pasar el largo invierno de duración a determinar, con una inusitada abundancia de provisiones consistente en tres sandías. Cuando la alegre compañía protagonista llega al improvisado campamento de los zancudos cojitrancos, implorando su caridad para con su hambriento cachorro humano, se topan con la inquebrantable negativa de los dodos a compartir siquiera uno de sus preciados melones.
¡¿Pero no ha dicho usted que eran sandías!? Les explico: cuando yo con mi imperdonable e impenitente amor fascista por llamar a las cosas por su nombre veo un melón, lo llamo melón; pero si veo una fruta grande, cuasi esférica, con la piel lisa, listada, verde brillante y jugosamente rojo por dentro, no lo llamo melón, lo llamo sandía. En la película, sin embargo, todo el mundo habla de los melones, no sé si por un probable problema de traducción o por un sutil ejercicio de humor absurdo. En la pelea que se desencadena a continuación de los sucesos arriba señalados, sólo se discute la posesión y el disfrute de las frutas, no su entidad esencial.
La sandía es como Europa: todo el mundo se pega de manera más o menos divertida por la posesión y disfrute del melón comunitario sin abordar jamás la cuestión de fondo: la trágica y prosaica verdad de que Europa, en tanto que melón, no existe, porque es una sandía.
Hace algunos años menos que los hechos relatados en la película ante la amenaza —muy real— de una glaciación sovietizante los dodos europeos decidieron, no aparcar sus diferencias en aras de un bien común (lo cual habría sido quizás, razonable) sino, simplemente, fingir que no existían tales diferencias, que nunca habían existido, y que nunca, en el futuro, existirían. En suma, intentaron, con cierto éxito, no obstante persuadir a la honesta ciudadanía del Viejo Continente de que llevaban siglos guerreando por nada.
Quizás conviene aclarar que hay dos sentidos posibles de la palabra Europa pero que sólo nos referimos, obviamente, a uno de ellos: Europa, como lugar físico del globo, de geografía extremadamente accidentada, donde en un espacio comparativamente muy pequeño conviven (mal que bien) pueblos relativamente diminutos con lenguas tan completamente extrañas entre sí como el vascuence y el romanche, el lituano y el portugués, el húngaro y el gaélico, entre otras diversísimas diferencias. Es la Europa-sandía cuya unidad transnacional (añadan todas las comillas que deseen) sólo pudo lograr la común fe católica y que hoy ya no existe en absoluto (y hoy designa aquí, como punto de inicio, algún instante comprendido entre 1517 y 1648).
Europa como elemento integrante y naturalmente deducible de la idea de alemán, italiano, eslovaco, estonio, maltés, etc. por el cual todos y cada uno de los ciudadanos de un Estado sito en Europa reconoce ser miembro de una especie de «supranación» común a todos ellos cuyo fundamento in re es la libre circulación de trabajadores y mercancías es la Europa-melón: fundada en nada pero muy codiciada.
No sé si ustedes han visto alguna vez un finlandés; yo no y confieso que para mí un finlandés tiene la misma consistencia ontológica que meiga: no me atrevería a negar de plano su existencia, pero me parece, en todo caso, bastante cuestionable que finlandeses y españoles (o meigas y gente que no hace brujerías) tengan las suficientes cosas en común como para poder gobernarse con las mismas leyes. Lo dudo yo y toda la Historia de España conmigo, por cierto.
Hay, sin embargo, una gran diferencia de grado entre ambos supuestos: la proximidad (incluso física), entre gallegos y mallorquines etc., ha permitido, históricamente, una cierta unidad política, llamada «las Españas», con un frágil (no hay más que verlo) fundamente geográfico; un nunca acabado fundamente lingüístico (y a Dios gracias que no se ha acabado); pero un muy sólido, aunque hoy desaparecido, fundamento religioso y antropológico: la Hispanidad, como punto de reunión de todos los pueblos que quieran incorporarse a, o que quieran seguir viviendo en, la Cristiandad, aunque eso suponga ( o, quizás precisamente, porque eso supone) renunciar al proyecto de un Estado-nación.
Frente a esto, Europa, como punto de reunión de los Estados-nación que pretenden vivir en una Nueva Cristiandad laica (o maritainiana, que tanto monta); las contradicciones jurídicas las resolvió el TJUE. Las filosóficas y teológicas, las pueden poner por escrito y quemarlas como ofrenda ante la tumba de fray Martín.
¡Europa! ¡El melón!
Creo positivamente que cuando el supremacista catalán o el eugenista vascongado de turno dicen que ellos son «europeos pero no españoles», el recurso a la violencia está justificado. Y creo que está igualmente justificado cuando el socialdemócrata europeísta paniaguado, (sea del PP, de VOX, del PSOE o de CS) hable de «los españoles» como una cosa más parecida a «los noruegos» que a «los peruanos».
¡El melón! ¡Europa!
En la película, tras muchos avatares cómicos, la última sandía acaba estrellada en el suelo y siendo, finalmente, devorada con fruición por el hambriento crío. ¿A qué bebe alimentará mañana la previsiblemente despanzurrada sandía europea? Ya sabemos que la mujer europea post- (o neo) cristiana no tiene hijos.
Por cierto, ¿sabían que «sandía» viene del árabe sindiyya?
G. García-Vao