La solución lógica de la presente crisis

La célebre Junta de Vevey de 1870. En ella figura Gabino Tejado con el número 71.

Un 20 de marzo como hoy, pero de 1869, LA ESPERANZA se hacía eco de la publicación del célebre folleto de Gabino Tejado, amigo y discípulo de Donoso Cortés, titulado «La solución lógica de la presente crisis». Hoy transcribimos aquel comentario en homenaje al insigne extremeño carlista. Conviene precisar que Isabel, llamada II, había sido «destronada» (en puridad despedida, como se encargaría de recordar más adelante el propio Tejado) por la Revolución de 1868, que inauguró una época convulsa caracterizada por un creciente anticlericalismo. En este contexto, muchos de los llamados «neocatólicos» ingresaron en las filas del Carlismo, pero no todos (en realidad los que nunca dejaron de ser liberales moderados) comprendieron la profundidad y el alcance de su acción política frente al liberalismo. Por eso, una gran parte de los «neos» que ingresaron en 1868, volverían al alfonsinismo tras la llamada Restauración. Sin embargo, otra parte no despreciable de esos nuevos carlistas permanecerían fieles a la Causa admirablemente. Entre ellos destacan dos pensadores de primer orden, ambos amigos íntimos: el propio Gabino Tejado y Antonio Aparisi y Guijarro. El segundo publicó por las mismas fechas otro folleto titulado «El Rey de España», sobre Don Carlos VII, del que también se hizo eco LA ESPERANZA.

***

Así se llama el folleto que nuestro distinguido amigo el Sr. D. Gabino Tejado ha escrito y publicado, no sin haber hecho antes un viaje a París, donde ha conocido al ilustre príncipe, de cuya causa es hoy uno de los más fieles y entusiastas partidarios.

Felicitamos cordialísimamente al íntimo del gran Donoso, al escritor castizo y elegante, al pensador profundo, al católico ardiente con quien desde hace tiempo nos ligan vínculos de sincera amistad, y a quien esperábamos ver en nuestro campo defendiendo todo lo que nosotros venimos defendiendo. Desde aquí le enviamos un apretado abrazo. La acción honrada que acaba de hacer declarándose carlista, le enaltece considerablemente a nuestros ojos, y nos proporciona una especial satisfacción de amor propio. Nos explicaremos.

Nuestra política, como habrán observado los que nos leen, ha sido siempre de atracción y no de repulsión.

Resueltos a no plegar la bandera de la legitimidad, que enarbolamos hace veinticuatro años, por creerla la única a cuya sombra podría elevarse España sobre las miserias de los bandos liberales que formaban la corte de doña Isabel, y que hoy nos han traído al tristísimo estado en que desgraciadamente nos encontramos, nunca participamos de las ilusiones generosas, si se quiere, de los que, según la gráfica frase del autor del folleto, ponían los medios para restaurar un temperamento alterado por voluntarios excesos del paciente, sin comprender que no bastaba eso, puesto que era preciso mudar la sustancia congénita de un organismo; trasformación que no está al alcance del poder humano. Convencidos de esta verdad, rechazábamos los consejos de los que pretendían comprometernos a que les auxiliásemos. La voluminosa colección de La Esperanza responde de nuestras palabras. Pero como oíamos a lo lejos el fragor de la tempestad; como veíamos que la atmósfera se cargaba de electricidad, tratábamos de prevenirnos para cuando el rayo hiriese a doña Isabel, y decíamos: ¿a qué alejar a los hombres que tarde o temprano, convencidos de la inutilidad de sus esfuerzos sobrehumanos, han de venirse a nosotros? Sin prestarnos a ser sus auxiliares, conservando las inexpugnables posiciones en que estamos colocados, impidiendo la dispersión del ejército en que militamos, miremos con benevolencia a los que de buena fe intentan un imposible; no los exasperemos, que día llegará en que militen a nuestro lado. Ha llegado ese día. Nuestro amor propio está satisfecho, y no tenemos por qué arrepentirnos de nuestra conducta pasada.

Aunque temamos cometer una inconveniencia añadiremos que la actitud franca, noble y altamente patriótica adoptada por el Sr. Tejado, responde a las promesas que de sus labios hemos oído repetidas veces en la intimidad de la confianza. El Sr. Tejado creía, y creía bien, que mientras doña Isabel permaneciera en España, él no podía decentemente abandonarla; no podía librarse de la dolorosa obligación que su anterior vida política le imponía de comprometer su tranquilidad y hasta su reputación como hombre previsor en tentativas de restauración. «En el momento —nos decía— en que doña Isabel caiga envuelta entre las ruinas de los partidos medios obraré como me dicte mi conciencia, y como lo exija el interés de la Religión, de la monarquía y de la patria». El Sr. Tejado ha cumplido su promesa.

Ahora sólo falta que esos hombres, en quienes él reconoce sentimientos católicos y monárquicos, imiten el ejemplo del Sr. Tejado. Vengan, vengan a nuestro campo las personas de buena voluntad, que nosotros las recibiremos con los brazos abiertos. Agrúpense en torno do Don Carlos VII, y confundidos en las filas de la gran comunión religioso-monárquica, dispongámonos todos a responder al llamamiento de la patria. No les detenga la consideración de si obtendrán o no un puesto preeminente. A las órdenes de un príncipe como D. Carlos, todos los puestos son honrosos; cuando se trata de salvar a España de la anarquía y del despotismo revolucionario, las rivalidades personales deben desaparecer. ¡Ay del que en tan críticos momentos sólo escucha la voz de la pasión u obedece a las instigaciones del amor propio! ¡Cuán grande responsabilidad contrae! ¡Qué crimen tan enorme comete!

Esperemos en Dios que el folleto del Sr. Tejado, que especialmente se dirige a los moderados que se llaman de orden y a los que se ha conocido por los liberales con el apodo de neos, abrirá los ojos de los que los cierran a la luz, y mientras tanto la Revolución gastará a los hombres que quieran dirigirla.

Copiemos ahora los trozos principales del folleto, cuya adquisición recomendamos:

«Desde su comienzo mismo la cuestión dinástica fue, y no ha dejado de ser, envoltura de una cuestión política mucho más grave y trascendental».

«Es un hecho que al estallar la guerra civil con que en 1834 se inauguró en Estaña el último periodo revolucionario, la inmensa mayoría, la casi totalidad de los españoles, apegados por convicción o por instinto a la tradición de los antiguos tiempos, se afilió en las banderas de don Carlos, y a ellas ha seguido fiel con no desmentida constancia. Y es un hecho no menos cierto que desde los orígenes mismos de aquella guerra civil, el partido de doña Isabel II, en su inmensa mayoría, en su casi totalidad también, se reclutó en las filas de los españoles aficionados por convicción o por cálculo a las ideas y a los sistemas liberales».

«Natural consecuencia de los orígenes respectivos de estas dos ramas ha sido que la de don Carlos, en medio de las vicisitudes de una larga proscripción, y a despecho de la variedad de personas que la han ido representando, ha simbolizado constante y unánimemente a la antigua España, mientras que doña Isabel, en toda la sucesión de su azaroso reinado, no ha dejado de simbolizar las doctrinas, las tendencias y las instituciones revolucionarias».

«Dios ha querido que durante treinta y cinco años de emigración o cautiverio, la mayor y mejor porción de la antigua España se haya conservado fiel a la bandera que en el comienzo de ese periodo revolucionario simbolizó la protesta contra las ideas y contra los hechos de la Revolución».

En nuestro próximo número, Dios mediante, nos ocuparemos del magnífico folleto del señor D. Antonio Aparisi.

LA ESPERANZA