Nuestro amigo don Juan Manuel de Prada ha sido galardonado recientemente con el Premio Castilla y León de las Letras 2021, que le ha sido entregado en una ceremonia celebrada el pasado viernes 22 de abril en La Bañeza. Más allá de nuestro juicio sobre el llamado Estado autonómico y la Comunidad Autónoma llamada «Castilla y León», nos congratulamos grandemente y, al tiempo que le felicitamos, comunicamos a nuestros lectores el contenido del discurso que pronunció en nombre de los premiados.
Su núcleo central es un muy acertado canto a la tradición:
«El elenco de ganadores de estos premios nos demuestra que todas las grandes empresas se construyen a lo largo del tiempo y requieren el concurso de sucesivas generaciones que vibran al unísono. Frente al adanismo que pretende hacer tabla rasa de nuestra herencia común y borrar el legado histórico de quienes nos precedieron, Chesterton oponía lo que llamaba felizmente la democracia de los muertos, la conciencia de que las grandes realizaciones humanas se culminan en coloquio con quienes nos precedieron. Sólo así —proseguía el escritor inglés— se evita que el mundo sea entregado a esa reducida y arrogante oligarquía que, por casualidad, pisa hoy la tierra; es decir, a los adanistas que se creen refundadores de la Historia humana. Nadie tiene derecho a derribar de un capirotazo lo que las generaciones previas erigieron con infinito esfuerzo: porque en el esfuerzo de esas generaciones hay mucho amor insomne, muchos sacrificios ímprobos, muchas lágrimas vertidas, muchos júbilos compartidos. Estos premios Castilla y León nos enseñan que nuestra tierra, madre de corazones y de brazos en palabras de Unamuno, es una empresa compartida en la que cada generación ha hecho aportaciones señeras que deben ser incorporadas a nuestro acervo común, como cimiento sobre el que seguir construyendo. Quienes nos precedieron nos entregaron un tesoro que tenemos la obligación de custodiar; pero no pasivamente, como si fuese una pieza arqueológica, sino con el esmero creativo con que cuidamos un árbol restallante de savia, para que nos brinde una sombra cada vez más frondosa. Los romanos completaban la compraventa de una casa mediante un acto llamado traditio, por el cual el vendedor entregaba al comprador la llave que le franqueaba la entrada a su nueva propiedad. Y a esa entrega de una llave de unas generaciones a otras (una llave que, encajada en la cerradura del mundo, nos franquea el paso al conocimiento) es a lo que llamamos tradición. Todos los demagogos que en el mundo han sido, para imponer sus designios, han tratado de destruir o extraviar esta llave de la tradición, pues saben que las personas desvinculadas se convierten en carne de ingeniería social; de ahí que siempre hayan combatido los lazos vivos —corazones y brazos— que nos mantienen unidos. La tradición alberga al hombre en el tiempo, como su casa lo alberga en el espacio, y le otorga su bien más preciado: el sentido temporal de las cosas, que le permite no perder la vida en la incoherencia y el hastío, la incertidumbre y la dispersión. Y ello ocurre porque la tradición nos conecta con un depósito de sabiduría acumulada que ofrece soluciones a los problemas en apariencia irresolubles que el mundo nos propone; problemas que otros confrontaron y dilucidaron antes que nosotros. Y cuando los vínculos con ese depósito de sabiduría acumulada son destruidos, cualquier intento de comprender el mundo se hace añicos. Escribía Saint-Exupéry que sólo una filosofía del arraigo, al vincular al hombre a su familia, a su oficio y a su patria, lo protegía contra la intemperie. Perdido este sentido del arraigo, nos convertimos en zascandiles arrojados al basurero de la Historia, que es exactamente lo que los demagogos desean. La tradición, al crear vínculos entre los hombres, forma pueblos fuertes, inexpugnables al saqueo material y moral; y de estos pueblos hondamente vinculados nacen las personalidades más fuertes y diversas. Los pueblos sin tradición, en cambio, están abocados a la soledad más hosca, que es la que a la vez que predica el individualismo se precipita en la masificación; y de estos pueblos, inermes ante los expolios morales y materiales, sólo brotan personalidades flojas y mostrencas, debilitadas por la obsesión adanista, que acaban ejecutando invariablemente las mismas inanidades gregarias. A veces, para denigrar a castellanos y leoneses, los adanistas nos tachan de tradicionales. Pero la tradición es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas. Los pueblos auténticamente tradicionales no son los que se aferran a formas de vida periclitadas o se obstinan absurdamente en revivir el pasado (aunque, desde luego, tampoco los que pretenden instaurar utopías quiméricas). Los pueblos auténticamente tradicionales son los que empeñan sus esfuerzos comunes en revitalizar el presente, con los pies afirmados en el pasado que nos constituye y la mirada clavada en el futuro, dispuesta siempre a avizorar nuevos finisterres. Frente a la parálisis de quienes se afanan por preservar incólume la cáscara, mientras el meollo se pudre por completo, la tradición auténtica nos enseña a mantener vivo un meollo de convicciones que puedan regenerar constantemente la cáscara. En el poema inaugural de sus Cantos de vida y esperanza, Rubén Darío se proclamaba muy antiguo y muy moderno a la vez; y este es el sentido más profundo de la tradición, que a la vez que contempla con reverencia los logros de nuestros antepasados se asoma sin miedo a los retos que nos ofrece el porvenir, dispuesta a exponerse audazmente en la vanguardia. Y esta es la Castilla y León que amamos, una comunidad vital, muy antigua y muy moderna a la vez, donde el sentido del arraigo a la tierra y el sentido de la reverencia a quienes nos precedieron, a su hermosa y ecuménica lengua, a sus formas de vida y a sus logros individuales y colectivos, crean vínculos fuertes que nos permiten asomarnos al futuro con bríos renovados, con la confianza de poder alumbrar nuevas realidades, porque somos enanos a hombros de gigantes. Esta es la Castilla y León que nos llena de contento; y no diremos de orgullo porque el orgullo, que es pecado de inspiración diabólica, acaba tarde o temprano engendrando nacionalismo. Amamos a nuestra tierra con alegría, abnegación y entrega generosa, como se ama a una madre, sin que ese amor desvelado nos nuble la razón tanto como para impedirnos reconocer sus defectos. No la amamos con ese endiosado orgullo de quienes creen que su tierra es mejor que el resto y, por lo tanto, le asisten derechos que a las demás le deben ser negados. Santo Tomás consideraba que el amor a la tierra de nuestros padres era una expresión de la piedad que se profesa a las cosas que consideramos especialmente valiosas, aunque sean pequeñas y frágiles; pues, amándolas en su pequeñez y fragilidad y corrigiéndolas en lo que fuere necesario, las mejoramos cada día. Este amor a la tierra de nuestros padres se nutre de vínculos afectivos ciertos con nuestros ancestros, con los paisajes que nos vieron crecer, con las tradiciones que heredamos y reverdecemos, con los principios que compartimos. Muy distinto a este amor piadoso es el que se nutre orgullosamente de lo que los románticos alemanes llamaban el Volkgeist o espíritu del pueblo, un principio subjetivo que se impone colectivamente a los hombres para unificarlos, a la vez que segrega al extraño, excluye al diferente y anhela una pureza que expulsa de su seno a quienes piensan distinto. Inevitablemente, el amor enfermo de vanidad y orgullo acaba proclamándose autosuficiente, a diferencia del amor piadoso, que siempre se reconoce necesitado, que siempre reclama el auxilio de sus vecinos y los invita hospitalariamente a compartir sus alegrías. Este es el amor que desde Castilla y León proclamamos; este es el amor que hoy experimentamos quienes nos incorporamos al elenco de ganadores de estos premios. Gracias de corazón por tan inmenso regalo.
He aquí el discurso íntegro.
Y el vídeo de esta parte del acto.
Agencia FARO