Daniel O´Connell

Daniel O'Connell

(English Version below)

Hoy, 6 de agosto, se celebra el aniversario del nacimiento de Daniel O´Connell, The Liberator, una importante efeméride para los católicos en general y los irlandeses en particular. La defensa de la fe siempre ha despertado esfuerzos comunes y recíprocas adhesiones entre los hijos de la Santa Iglesia; es la razón por la que el periódico carlista EL SIGLO FUTURO publicó, en agosto de 1875, el artículo sobre el prócer irlandés que transcribimos a continuación, original de la pluma de Urbano Ferreiroa, y transcrito para LA ESPERANZA por Manuel Sanjuán, del Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella.  Lo hizo, por cierto, dos años después de que otro irlandés, el teniente John Scannell Taylor, del Primer Batallón de Cazadores de Azpeitia, diera su vida con abnegado heroísmo al servicio de Don Carlos VII durante la Tercera Guerra Carlista. También la efeméride de hoy sirve para honrarle a él y a cuantos hijos de la católica Irlanda comulgaron con los ideales de la legitimidad española.

No obstante lo dicho, debemos expresar una advertencia antes de reproducir el artículo: si bien O´Connell encarna, en el decir de Balmes, «la Irlanda católica, aplastada durante tres siglos bajo la planta de hierro de la aristocracia protestante», no es menos cierto que también representa, en palabras de nuestro correligionario Martín Antoniano —en un artículo que está pendiente de publicarse en estas páginas—, la clase de militancia católica que «puede servir de cauce mediato para la asimilación de ideologías precisamente contrarias a la Religión verdadera». Es la tendencia habitual del ultramontanismo: aceptar los principios de la Revolución (como las llamadas libertades civiles en su configuración liberal) para defender la Religión, táctica que puede cosechar victorias circunstanciales, pero que es virtualmente incapaz de cimentar una verdadera solución política.

Algo de esto hay en la ejecutoria del libertador irlandés, a quien, sin embargo, nada en su intención se le puede reprochar, y cuyo aniversario de nacimiento celebramos hoy con entusiasmo, como cumple a las almas nobles que saben reconocer en el prójimo la pureza de intenciones más allá del acierto en su concreción práctica. Saludamos también, de este modo, a nuestros lectores de allende el Mar Céltico.

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El día 6 del actual se celebró en Irlanda con gran solemnidad el centenario del nacimiento del gran Daniel O’Connell. Y en verdad que si los hombres que han prestado a su país servicios extraordinarios son acreedores al reconocimiento y gratitud de este, nada más justo que lo que acaba de hacer Irlanda como muestra de que no olvida los servicios del ilustre católico con cuyo nombre encabezamos estas líneas.

¡Irlanda y Daniel O´Connell! La historia pronuncia juntos estos nombres con santo respeto; el católico los bendice desde el fondo de su alma; los países oprimidos por la tiranía cesárea los invocan como símbolo de sus esperanzas y consuelo en sus tribulaciones.

Durante tras siglos sufrió Irlanda las más horribles persecuciones que ha sufrido jamás pueblo alguno en la tierra, la persecución personal, la confiscación, el hambre, el desprecio.

Los ingleses ocuparon todas las propiedades de aquel país, de suerte que ningún irlandés poseía por sí solo nada en su patria, no quedándole más recurso que labrar las tierras arrendadas por los extranjeros que las poseían (landlords), a miserables especuladores que comerciaban con la miseria de los pobres irlandeses. Ochocientos mil ricos dominaban allí sobre siete millones de pobres; pobres hasta el punto que tenían por persona acomodada al que podía comer patatas tres veces al día. Estos siete millones de pobres se vieron obligados a sostener con pingües rentas a treinta y dos Obispos anglicanos y 1.385 beneficiados del mismo culto nombrados por el Gobierno. Por supuesto que estos Pastores no tenían una sola oveja a quien apacentar.

Y no se contentó con esto la tiranía protestante. A mediados del siglo XVIII declaró un tribunal que «las leyes no reconocían católicos en el reino». Así que toda querella jurídica, toda denuncia contra un católico se consideraba como un servicio hecho al Gobierno.

Los católicos no podían como tales heredar tierras, ni tomarlas en arriendo por más de cierto tiempo determinado. En cambio, el hijo, para heredar los bienes de sus padres con exclusión de sus hermanos y hermanas, no tenía más que abrazar el protestantismo. La mujer que se declaraba protestante, era libre para abandonar a su marido. No podían los católicos establecer escuelas ni colegios, y estaban excluidos de las funciones municipales. Por último, el día 2 de julio de 1800 perdió Irlanda su nacionalidad, quedando reunida a Inglaterra, la cual tomó el nombre de Reino unido de la Gran Bretaña.

Tal era el estado en que se hallaba Irlanda, cuando Dios premió el heroísmo de su pueblo, dándole un libertador en la persona de Daniel O’Connell.

Nació este el 6 de agosto de 1775, en el condado de Kerry. Muy joven todavía fue enviado a Francia y educado en el colegio de jesuitas de Saint-Omer. Vuelto a su país se dedicó a la abogacía; pero a pesar de su talento, estaba incluido en el número de los abogados sin causas, pues nadie se atrevía a confiar sus intereses a un abogado católico. Pronto, no obstante, se dio a conocer de ruidosa y notable manera.

Con motivo del proyecto de la llamada unión de Inglaterra e Irlanda, se celebraron en esta última nación numerosos meetings, y en uno de estos pronunció O´Connell un elocuentísimo discurso en el que la vehemencia de los afectos de católico e irlandés, comprimidos por tanto tiempo, estalló al fin, conmoviendo poderosamente al numeroso auditorio que le aclamaba entusiasta. La ocupación del local donde se verificaba el meeting por un destacamento de soldados, dio más celebridad al orador.

El primer paso estaba ya dado, y a este siguieron otros muchos que no es posible indicar en el corto espacio de un artículo.

O’Connell fue pronto comprendido y amado de sus hermanos en la desgracia, que le aclamaron por su libertador. En 1810 fundó la Asociación católica, que tuvo grandísimo éxito. El país entero respondió al llamamiento de su jefe, contribuyendo con una pequeña cuota mensual a la fundación de la renta de la emancipación. Para llevar esta a cabo, no se dio O’Connell punto de reposo. En la prensa, en las reuniones, en los círculos políticos, trabajaba sin descanso por el bienestar de Irlanda. No veía estos esfuerzos el Parlamento sin inquietud, y movido de ciego encono al Catolicismo, intentó herir de muerte la obra de O´Connell, prohibiendo por medio de una ley las asociaciones ilícitas de Irlanda. Disolvióse, con efecto, la Asociación católica; pero el movimiento nacional continuó quizá con mayor brío.

Los obstáculos no entorpecían la acción de O’Connell más que un grano de arena entorpece la acción de poderosa máquina; antes bien, recrudecían y avivaban más su anhelo, asemejándose en esto a todos los grandes genios.

O’Connell continuó, pues, su obra a pesar del decreto del Parlamento. Bien pronto se hizo elegir diputado por el condado de Clare, y osó presentarse con su acta en la mano dentro de los muros de Westminster. En medio de la estupefacción general empezó a leer la fórmula llamada del Test, o sea el juramento de adhesión a la Iglesia oficial; pero al llegar al artículo que contenía la condenación de la Misa y del culto de la Virgen, y la negación de la autoridad del Papa, dijo con la entereza de un mártir: «Me niego a prestar tal juramento».

El condado de Clare le volvió a elegir inmediatamente, y entonces, ya convencidos los torys Peel y Wellington, que regían los destinos del Reino Unido, de que no era posible sofocar la agitación de Irlanda, y de que era mejor otorgar la emancipación legalmente que dejarla arrancar por la fuerza, resolvieron quitar a los whigs la gloria de dar cima a un hecho inevitable, y presentaron al Parlamento la ley de emancipación, que fue firmada por el rey el 13 de Abril de 1829. ¡Día memorable que no se borrará nunca del corazón de los católicos del mundo entero!

Por la ley de emancipación, se restituía a los católicos de la Gran Bretaña el pleno derecho de ciudadanía y el de practicar el culto que profesaban.

La mártir Irlanda recobraba al fin su libertad. Sus siete millones de católicos podían elevar las manos al cielo, libres de las seculares cadenas que las oprimían. La nación que por espacio de tres siglos prefirió el triste cortejo de todos los dolores y todas las ignominias al abandono de la fe de sus padres, recibía el premio de su constancia.

Hay que retroceder a la libertad de los hebreos, después de la dura esclavitud de los egipcios, o al decreto de Constantino el Grande, promulgando su célebre edicto en favor del Cristianismo, para encontrar ejemplos iguales en la historia.

Con razón podía el gran O’Connell sentir noble orgullo por el logro de sus afanes; con razón podía ya descansar tranquilo en el seno de Irlanda, orlada la frente de lauros inmarcesibles. El día en que vio realizados los más ardientes deseos de su alma, tenia cincuenta y cuatro años, edad en que el reposo, si no es una necesidad de la vida, es por lo menos una noble recompensa, cuando se tiene un pasado sin tacha. Había consagrado su poderosa actividad durante treinta años a procurar la libertad de su país. Había presidido innumerables reuniones, pronunciado infinitos discursos, recorrido su patria en todas direcciones, excitado de mil maneras el sentimiento religioso y el sentimiento patrio; había, en fin, luchado con la fe de un Apóstol y la constancia de un mártir hasta conseguir el triunfo. Y hé aquí que después de conseguido, emprende de nuevo una lucha sin tregua para arrancar a su patria de la miseria. No le bastaba haberla arrancado de la esclavitud. El libertador era un hombre de Dios, que estaba muy por encima de las miserias y pasiones de la mayoría de los hombres. No le importaba desacreditarse acaso en una nueva lucha. Ante todo buscaba el triunfo de la justicia. Así, en los últimos diecisiete años de su vida estuvo constantemente en la brecha, defendiendo a brazo partido los derechos de Irlanda, sin que influyese en su actitud el poco resultado de sus gigantescos esfuerzos.

Irlanda no fue ingrata, y O’Connell, nombrado por primera vez lord corregidor por los católicos, pudo en 1841, como primer magistrado de la ciudad, asistir con gran pompa á una Misa solemne que se cantó en la iglesia católica de Dublín y manifestar la esperanza de oirla algún día en la abadía de Westminster.

Para que nada faltase al ilustre irlandés, Dios quiso probarle con amargas tribulaciones, que sufrió con ánimo sereno.

En Clonfard, cerca de Dublín, debía verificarse un meeting, al que se proponían asistir unos 500,000 católicos. De repente, se recibe en la víspera del meeting una orden prohibiéndole.

O’Connell temió un conflicto. Numerosas tropas hormigueaban en Dublín y en toda Irlanda. La ira del pueblo era terrible, los momentos supremos, pero O’Connell dominó las circunstancias con su actividad y su valor característicos. Dio órdenes a sus amigos, expidió correos a todas partes y el meeting no se reunió. No pudo, sin embargo, el ilustre católico salvarse a sí mismo. Llamado a comparecer delante de los jueces de Dublín, fue condenado a un año de prisión y a cuarenta mil francos de multa.

Toda Irlanda se sintió herida en la persona de su jefe, y este acudió a la Cámara de los lores, que anuló la sentencia del tribunal de Dublín, declarando inocente al libertador.

Otras pruebas más crueles vinieron a amargar los últimos años del grande hombre.

Un hambre horrible diezmó a sus compatriotas, sin que él pudiera remediarla; muchos que le habían idolatrado, le abandonaron con negra ingratitud, y hasta sus amigos pagaron sus favores con amargas decepciones. Se hallaba en esta cruel situación, cuando Pío IX fue elevado al Pontificado; y siempre noble y generoso, olvidó O’Connell sus propios males para no pensar más que en el porvenir que esperaba a la Iglesia, con la elección del inmortal Pontífice.

«O’Connell —dice el Padre Lacordaire— volvió los ojos hacia Roma; hizo un último esfuerzo y partió para la capital del Catolicismo con la alegría y la fe del peregrino. Era demasiado tarde. Le faltó el último aliento a las orillas del Mediterráneo, cuando ya veía en lontananza las cúpulas y el horizonte de Roma».

Con efecto, el libertador de Irlanda falleció en Génova en el mes de Mayo de 1847, siendo universalmente sentida su muerte.

Todo el mundo reconocía en él dotes excepcionales de talento y de carácter. Su actividad maravillosa, su constancia inquebrantable, su habilidad sin igual en los negocios públicos le atraía la admiración general. Orador de elocuencia irresistible, ora dominaba las masas con voz de trueno, ora arrancaba en el Parlamento aplausos a sus propios enemigos, ora se hacía admirar de todos sus oyentes escudriñando con admirable sagacidad el intrincado fárrago de decretos y ordenanzas relativas a Irlanda. De carácter franco, sencillo y generoso, estrechaba amigablemente la mano del infeliz campesino y la del encopetado lord. Su amor a la justicia y su caridad acendrada excedían a toda ponderación. Asemejábase en su constancia en sufrir los reveses a la infeliz nación de la que era hijo y padre a un mismo tiempo. Irlanda sufrió durante tres siglos decepciones sin cuento y amarguras inmensas, esperando siempre con fe viva días mejores. Daniel O’Connell sufrió también durante su larga vida frecuentes reveses y amargas decepciones, sin que ni un solo momento dejase de tener fe en el triunfo de su causa.

O’Connell era digno hijo de la mártir Irlanda.

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Today, August 6, marks the anniversary of the birth of Daniel O’Connell, The Liberator, an important event for Catholics in general and the Irish in particular. The defense of the faith has always aroused common efforts and reciprocal support among the children of the Holy Church; This is the reason why the Carlist newspaper EL SIGLO FUTURO published, in August 1875, the article about the Irish hero that we transcribe below, original from the pen of Urbano Ferreiroa and transcribed for LA ESPERANZA by Manuel Sanjuán, Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella. He did it, by the way, two years after another Irishman, Lieutenant John Scannell Taylor, of the Primer Batallón de Cazadores de Azpeitia, gave his life with selfless heroism in the service of Don Carlos VII during the Third Carlist War. Today’s anniversary also serves to honor him and all the sons of Catholic Ireland who communed with the ideals of Spanish legitimacy.

Notwithstanding what has been said, we must express a warning before reproducing the article: although O’Connell embodies, in the words of Balmes, «Catholic Ireland, crushed for three centuries under the iron sole of the Protestant aristocracy,» It is no less true that it also represents, in the words of our colleague Martín Antoniano —in an article that is yet to be published in these pages,— the kind of Catholic militancy that «can serve as a vital channel for the assimilation of ideologies precisely contrary to the true Religion.» It is the usual tendency of ultramontanism: to accept the principles of the Revolution (such as the so-called civil liberties in their liberal configuration) in order to defend Religion, a tactic that can reap circumstantial victories, but is virtually incapable of laying the foundations for a true political solution.

There is something of this in the performance of the Irish liberator, who, however, cannot be blamed for anything in his intentions, and whose anniversary of his birth we celebrate today with enthusiasm, as it fulfills the noble souls who know how to recognize in others the purity of intentions beyond success in its practical concision. We also greet, in this way, our readers from beyond the Celtic Sea.

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On the 6th of this month, the centenary of the birth of the great Daniel O’Connell was celebrated in Ireland with great solemnity. And truly, if the men who have rendered extraordinary services to their country are deserving of its recognition and gratitude, nothing is more just than what Ireland has just done as a sign that it does not forget the services of the illustrious Catholic with whose name we head these lines.

Ireland and Daniel O’Connell! History pronounces these names together with holy respect; the Catholic blesses them from the bottom of his soul; the countries oppressed by the Caesarean tyranny invoke them as a symbol of their hopes and consolation in their tribulations.

For after centuries Ireland suffered the most horrible persecutions that any people on earth has ever suffered, personal persecution, confiscation, famine, contempt.

The English occupied all the property in that country, so that no Irishman owned anything on his own in his homeland, having no recourse but to till the land leased by the foreigners who owned it (landlords), to miserable speculators who traded in the misery of the poor Irish.

Eight hundred thousand rich ruled there over seven million poor; poor to the point that they considered a person well-to-do who could eat potatoes three times a day. These seven million poor were forced to support thirty-two Anglican Bishops and 1,385 beneficiaries of the same cult appointed by the Government with large incomes. Of course these Shepherds did not have a single sheep to feed.

And the Protestant tyranny was not satisfied with this. In the mid-eighteenth century they declared in court that «the laws did not recognize Catholics in the kingdom.» Such that every legal dispute, every complaint against a Catholic was considered a service done to the Government.

Catholics could not inherit land like others, nor take it on lease for more than a certain period of time. On the other hand, the son, in order to inherit his parents’ property to the exclusion of his brothers and sisters, had only to embrace Protestantism. The woman who declared herself Protestant was free to leave her husband. Catholics could not establish schools or colleges, and were excluded from municipal functions. Finally, on July 2, 1800, Ireland lost its nationality, being reunited with England, which took the name of the United Kingdom of Great Britain.

Such was the state of Ireland when God rewarded the heroism of his people by giving them a liberator in the person of Daniel O’Connell.

He was born on August 6, 1775, in County Kerry. While he was still quite young he was sent to France and educated at the Jesuit college of Saint-Omer. Returning to his country he devoted himself to law; but despite his talent, he was included in the number of lawyers without a cause, for no one dared to entrust his interests to a Catholic lawyer. Soon, however, he made himself known in a noisy and remarkable way.

On the occasion of the project of the so-called union of England and Ireland, numerous meetings were held in the latter nation, and in one of these O’Connell delivered an eloquent speech in which the vehemence of the affections of those both Catholic and Irish, both compressed by time, finally broke out, powerfully moving the large audience that cheered him on enthusiastically. The place where the meeting was held was being occupied by a detachment of soldiers and thus gave the speaker all the more celebrity.

The first step had already been taken, and this was followed by many others that cannot be indicated in the short space of an article.

O’Connell was soon understood and loved by his brothers in disgrace, who hailed him as their liberator. In 1810 he founded the Catholic Association, which was very successful. The entire country responded to the call of its chief, contributing a small monthly fee to the Emancipation Income Foundation. To carry this out, O’Connell did not give himself a break. In the press, in meetings, in political circles, he worked tirelessly for the welfare of Ireland. Parliament did not see these efforts without concern, and moved by blind rancor for Catholicism, tried to mortally wound the work of O’Connell, prohibiting by means of a law illicit associations in Ireland. The Catholic Associationwas effectively dissolved; but the national movement continued perhaps with greater vigor.

Obstacles did not hinder O’Connell’s action any more than a grain of sand hinders the action of a powerful machine; Rather, they intensified and invigorated the longing for him, resembling in this way all great geniuses.

O’Connell thus continued his work despite the decree of Parliament. Very soon he had himself elected MP for County Clare, and dared to present himself with his act in hand within the walls of Westminster. In the midst of the general stupefaction, he began to read the formula called the Test, that is, the oath of adherence to the official Church; but upon reaching the article containing the condemnation of the Mass and the cult of the Virgin, and the denial of the authority of the Pope, he said with the integrity of a martyr: «I refuse to take such an oath.»

County Clare immediately re-elected him, and then, already convinced by the Tories Peel and Wellington, who governed the destinies of the United Kingdom, that it was not possible to quell the agitation in Ireland, and that it was better to grant emancipation legally than to let it be forcibly removed, they resolved to deprive the Whigs of the glory of bringing to an end an inevitable fact, and presented the emancipation bill to Parliament, which was signed by the king on April 13, 1829. A memorable day that will never be erased from the hearts of Catholics throughout the world!

By the emancipation law, the full right of citizenship and the right to practice the cult they professed was restored to the Catholics of Great Britain.

The martyred Ireland finally regained her freedom. Its seven million Catholics could raise their hands to heaven, free from the secular chains that oppressed them. The nation that for three centuries preferred the sad procession of all the pains and all the ignominies to the abandonment of the faith of her parents, received the prize of her constancy.

It is necessary to go back to the freedom of the Hebrews, after the harsh slavery of the Egyptians, or to the decree of Constantine the Great, promulgating his famous edict in favor of Christianity, to find similar examples in history.

No wonder the great O’Connell could take noble pride in the achievement of his endeavors; No wonder he could already rest easy in the bosom of Ireland, his forehead bordered by unfading laurels. The day he saw the most ardent desires of his soul fulfilled, he was fifty-four years old, an age at which rest, if it is not a necessity of life, is at least a noble reward, when one has an unblemished past. He had devoted his mighty activity for thirty years to procuring the freedom of his country. He had presided over innumerable meetings, delivered infinite speeches, traveled his country in all directions, excited religious sentiment and national sentiment in a thousand ways; In short, he had fought with the faith of an Apostle and the perseverance of a martyr until he achieved victory. And lo and behold, after achieving it, he once again undertakes a relentless struggle to tear his country out of misery. It was not enough for him to have torn her from slavery. The Liberator was a man of God, who was far above the miseries and passions of most men. He didn’t mind perhaps discrediting himself in a new fight. Above all he sought the triumph of justice. Thus, in the last seventeen years of his life he was constantly in the breach, defending the rights of Ireland with great force, without the little result of his gigantic efforts influencing his attitude.

Ireland was not ungrateful, and O’Connell, appointed Lord Mayor by the Catholics for the first time, was able in 1841, as chief magistrate of the city, to attend with great pomp a solemn Mass which was sung in the Catholic church of Dublin and to declare his hope to hear it one day in Westminster Abbey.

So that the illustrious Irishman lacked nothing, God wanted to try him with bitter tribulations, which he suffered with a serene spirit.

At Clonfard, near Dublin, a meeting was to take place, which some 500,000 Catholics intending to attend. Suddenly, on the eve of the meeting, an order prohibiting him was received.

O’Connell feared a conflict. Numerous troops swarmed in Dublin and throughout Ireland. The anger of the people was terrible, the moment supreme, but O’Connell dominated the circumstances with his characteristic activity and courage. He gave orders to his friends, sent couriers everywhere, and the meeting did not meet. However, the illustrious Catholic could not save himself. Summoned before the Dublin judges, he was sentenced to a year’s imprisonment and a fine of forty thousand francs.

All Ireland felt hurt in the person of their chief, and he went to the House of Lords, which annulled the judgment of the Dublin court, declaring the liberator innocent.

Other more cruel tests came to embitter the last years of the great man. A horrible hunger decimated his countrymen, without his being able to remedy it; many who had idolized him abandoned him with black ingratitude, and even his friends repaid his favors with bitter disappointments. He was in this cruel situation when Pius IX was elevated to the Pontificate; and always noble and generous, O’Connell forgot his own ills in order to think only of the future that awaited for the Church, with the election of the immortal Pontiff.

«O’Connell, —says Father Lacordaire— he turned his eyes towards Rome; he made one last effort and left for the capital of Catholicism with the joy and faith of a pilgrim. It was too late. He lost his last breath on the shores of the Mediterranean, when he could already see in the distance the domes and the skyline of Rome.»

Indeed, the liberator of Ireland died in Genoa in the month of May 1847, his death being universally felt.

Everyone recognized in him exceptional gifts of talent and character. His marvelous activity, his unshakable constancy, his matchless skill in public affairs attracted him the admiration of all. An orator of irresistible eloquence, he dominated the masses with a voice of thunder, he drew applause from his own enemies in Parliament, he made himself admired by all his listeners by scrutinizing with admirable sagacity the intricate jumble of decrees and ordinances relative to Ireland. Frank, simple, and generous in character, he amiably shook hands with the unhappy peasant and with the pompous lord. His love of justice and his pure charity exceeded all consideration. He resembled in his constancy in suffering the setbacks to the unhappy nation of which he was son and father at the same time. Ireland suffered for three centuries untold disappointments and immense bitterness, always hoping with living faith for better days. Daniel O’Connell also suffered during his long life from frequent setbacks and bitter disappointments, never for a moment losing faith in the triumph of his cause.

O’Connell was a worthy son of the martyred Ireland.

Translated by Alfz M. Scullin, Círculo Carlista Camino Real de Tejas