Las brujas [ya] no existen
«Entre los dragones de nuestra vida hay una princesa que pide socorro» R. M. Rilke.
A Hernán Álvarez Risco
Me parece que una de las cosas más difíciles de tener que educar a un niño hoy es la enorme dificultad de hacerle comprender que el mal existe, que hay malas personas y que el deber de toda persona decente es combatir el mal (y, por accidente, a las malas personas). Porque, hoy por hoy, ya no hay villanos ni en los cuentos ni en las películas ni en nada que esté dirigido a los niños. Sólo oyen hablar del mal en el colegio, cuando se habla de esos españoles que vivieron antes de 1812 (y de algunos que vivieron después, en particular la mitad de los españoles que estaban vivos en 1936…).
En los cuentos clásicos, reinterpretados por el revisionismo socialmemócrata, los lobos son vegetarianos, son muy amigos de las ovejas y de los cerdos y hacen tartas. Para mí es evidente que los autores de tales historias no han visto un lobo en su vida ni han sido pastores ni han visto más árboles que los plátanos escuchimizados de la plazuela de al lado de sus casas. Como me pretendo realista en filosofía, evidentemente no estoy diciendo que un lobo sea moralmente malo: un lobo no es capaz de actos morales y, sin embargo, un lobo come ovejas, que son mucho más provechosas para los seres humanos (antes, «personas») que los lobos y, por tanto, un lobo puede fácilmente suponer un perjuicio para la gente que se dedica a criarlas. No creo estar diciendo ninguna tontería. Más preocupante aún me parece enseñar a los niños que los lobos son tan inofensivos como las gallinas… A lo mejor a don Favila le leyeron cuentos recomendados por el Ministerio de Igualdad y cuando se encontró con el oso intentó invitarle a tomar tarta de fresa.
Otro colectivo especialmente damnificado por la relectura de nuestro folklore ancestral son los dragones: han pasado de ser espeluznantes sierpes con seis extremidades (cuatro patas y dos alas) que comen gente, devastan cultivos y siembran el terror; que secuestran princesas y ponen reinos enteros en jaque hasta que un valiente guerrero se enfrenta a ellos y ―con la ayuda de Dios y de su virtud― acaba con él, a ser lagartos obesos asentados en la molicie más burguesa y que sólo buscan amigos, pues su fiero aspecto espanta a todos sus semejantes. También han pasado de ser verdes y azules a ser rosas y de tener garras a llevar la manicura mejor hecha que muchas señoras del barrio de Salamanca.
Pero, sin duda, la decadencia del villano se ha cebado especialmente con las brujas, colectivo condenado irremisiblemente a la cursilería tras los dos filmes perpetrados a mayor gloria de Angelina Jolie, reinterpretando a la bruja de La Bella durmiente, Maléfica, que pasa de ser la «Emperatriz del Mal» de la película original, a una especie de madre adoptiva posmoderna, feminista (es decir, resentida personalmente contra un hombre pero lo suficientemente inteligente para hacer de su trauma personal una cuestión política) y la «heroína de su propia vida». Sí, en cierto sentido, la película está basada en la propia actriz.
Todos somos un poco rousseaunianos, es cierto, porque todos hemos crecido en un mundo ilusoriamente feliz y falsariamente progresista: el mundo del amor libre y del infanticidio; de comer kiwis de Nueva Zelanda y pincharse heroína de Pakistán; de la «Iglesia en salida» pero «nadie dentro de las iglesias»; de la diosa Democracia y del «no sabéis votar»; de la «Libertad» y las draconianas leyes anti-Covid. Digo que todos somos un poco rousseaunianos porque todos pensamos que «en el fondo, el hombre es bueno». Antes, cuando éramos católicos, decíamos «todo hombre puede salvarse, incluso el peor»; pero ahora decimos «todo hombre está salvado, incluso el peor». El cambio parece sutil, pero va un mundo (y una religión) de una frase a otra.
Ya les he dicho en otras ocasiones que negarle a un villano toda posibilidad de redención me parece un signo inequívoco de argumento no católico. Pero tan católico es buscar la conversión de quien puede y quiere convertirse, como extirpar de la ciudad a aquel que no quiere y que supone un peligro para el bien común. Dicho en otras palabras: construyamos casas de arrepentidas y hagamos la cruzada contra el Turco.
Hasta no hace muchos años, las películas para niños mandaban un mensaje muy claro sobre los lobos, brujas y dragones: «son peligrosos, son malos, son terroríficos y quieren que seas su comida, no su amigo. Pero no desesperes, lobos, brujas y dragones pueden ser derrotados: a un lobo glotón se le puede llenar la panza de piedras y arrojarle a un pozo para que se ahogue; a un dragón lanzallamas se le puede cortar la cabeza; y a una bruja antropófaga se la puede tirar al horno, se la puede despeñar y, si tiene una constitución anatómica de cefalópodo, se la puede espetar con un trinquete de navío».
No, pero hoy las brujas no son malas. Son mujeres oprimidas por el heteropatriarcado cisgénero de los blancos occidentales que se salen de los estándares de género y de los cánones estéticos impuestos a la mujer-objeto (esposa y madre) de la cultura judeocristiana, al servicio del varón. De hecho, como prueba el hecho de que una tribu aislada de 27 miembros de Papúa-Nueva Guinea, 657 km dentro de la selva profese una particular reverencia a la bruja local, el estereotipo de la bruja malvada es un constructo elaborado por hombres blancos (y, seguramente, puteros). Es lo bueno de las tribus aisladas de Papúa-Nueva Guinea, que nos enseñan muchísimo sobre nuestra propia historia.
Les confieso que, aparte del afeminamiento general de los varones, no comprendo exactamente adónde quiere ir a parar la cultura posmoderna con la aniquilación de los villanos, pero insisto en que no me parece un problema menor. Generaciones y generaciones de jóvenes educados en un ensordecedor e irreflexivo «no a la guerra» y «toda violencia es mala» acaban aceptando de buen grado, paradójicamente, que quienes libraron una guerra sin cuartel contra las instituciones del Estado, matando a tiros y por la espalda a jueces, fiscales y niños, legislen junto al PSOE en materia de «Memoria Histórica»; o que quienes ejercen regularmente y con justificación (e, incluso, exhortación) religiosa violencia contra las mujeres, tengan carta de ciudadanía en nuestro país porque Al-Ándalus esto y lo otro…
Cuando hace algunos años brindé en una reunión con amigos, según mi costumbre, «por la rendición del Turco», hubo quien creyó necesario corregirme in caritate Dei et patientia Christi: «mejor, por la conversión del Turco». Mira, los católicos llevamos 1400 años intentando (sin éxito) convertir a los musulmanes y ellos llevan los mismos años intentando conquistar Europa. Con bastante éxito, por demás. Primero la rendición y luego ya veremos qué podemos hacer por sus almas…
Que los padres, que sé que los hay entre mis lectores, no cejen en el empeño de enseñarles a sus hijos que su deber de cristianos es rescatar a todas las princesas que pidan socorro, proteger las ovejas de los lobos y matar a los dragones que devastan nuestros campos. Sin olvidar nunca que las brujas existen, que comen niños y secuestran princesas y que en la ciudad católica no hay sitio para quien vende su alma al diablo a cambio de ganancias temporales.
Y, sobre todo, que su deber de españoles es confiar siempre en que, con la ayuda de Dios, se logrará algún día la rendición del Turco.
G. García-Vao