La Inquisición (I)

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El siguiente artículo de la hemeroteca de La Esperanza que transcribimos a continuación, fue publicado el 28 de noviembre de 1856. Se trata de la traducción de uno original del gran Louis Veuillot para su L´Univers. En él se defiende a la Inquisición de las críticas de sus modernos impugnadores.

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La palabra Inquisición es tan nueva como desacreditada. Su significación es antigua como la Iglesia y las demás sociedades humanas, y durará tanto tiempo como estas duraren. La Inquisición se conoce hoy con el nombre de ley, de orden público, y funciona en todas partes con plena actividad. Ninguna sociedad puede abdicar el derecho que tiene a obligar a todos sus miembros a la observancia de sus leyes, y el de expulsarlos de su seno cuando rehúsen tenazmente el obedecerlas. No existe corporación particular, sea cual fuese su naturaleza y objeto, que no use constantemente de este derecho. Todo príncipe, padre de familia o jefe de una asociación ejerce la inquisición; el presidente de un banquete es un Inquisidor. Disputar este derecho a la Iglesia, es poner en duda la Divina Sabiduría que lo ha fundado. Lo considera propio, y lo ejerce excluyendo de su comunión a los rebeldes que la niegan, tan contumaces respecto de ella como del sentido común.

Pero aunque la Iglesia siempre se reserve el uso de su derecho, no siempre lo ha empleado de la misma manera. En vista de las necesidades de cada época, por las cuales conoce la indicación de la voluntad divina, obra como la disposición de los ánimos y las necesidades de la sociedad lo exigen, caminando de esta suerte hacia su constante objeto, que es la salvación de las almas, mediante la conservación y el triunfo de la verdad.

Si durante los tres primeros siglos, cuando todos los poderes de la tierra se habían ligado contra ella, la Iglesia no pudo recurrir a su apoyo, ¿quién puede pretender que hoy no falte a una costumbre que sólo las circunstancias imponían? El espíritu de partido sostiene tamaña iniquidad, queriendo presentar como natural y estable un estado de cosas que la Iglesia sufría suspirando y del que rogaba a Dios la libertase. Viendo que la persecución exaltaba el dolor y formaba los mártires, se quiere olvidar que también daba causa a apostasías. No puede echarse de menos una situación considerada siempre por la Iglesia como una calamidad. Su reino no viene de este mundo, dice San Agustín; se ha creado para desarrollarse libremente con la claridad del día, y para cumplir la palabra que promete a Jesucristo entregarle todas las generaciones. Lo que la Iglesia hace en cada época, está bien hecho. Asistida constantemente por el Espíritu Santo, toma de Él esa prudencia sobrenatural con la cual sabe sufrir, esperar y mandar.

Tres siglos de persecución no agotan su constancia; pero tiene otras virtudes a más de la resignación y el silencio, y pude hacer a los malos otros servicios más que el de rogar por ellos. Los sirve, evitando el que derramen la sangre de los justos, y alejándoles de los errores que les trasforman en verdugos.

Así lo comprendió Constantino. Apenas se hizo cristiano, conoció que debía emplear en provecho de la Iglesia el poder que su divino fundador le había dado, y volvió en contra de los corruptores de su doctrina un poder al que esta doctrina misma ponía un freno saludable. Bajo el simple punto de vista político, entregar la Iglesia a los asaltos y a las venganzas de la herejía, era volver el Imperio al paganismo en muy corto tiempo, y Constantino había combatido y triunfado para otras cosas. La Iglesia nada vio de contrario al orden establecido por Dios, en el apoyo secular que se la ofrecía; lo aceptó con reconocimiento, y desde entonces nunca ha dejado de recordar a los príncipes cristianos la obligación que han contraído de emplear en su favor la fuerza material, puesta en sus manos, a fin de que el temor de los castigos temporales, uniéndose con el de las penas de la otra vida, retrajeran al hombre de faltar a su deber por las dos partes que constituyen su ser. Así y a su manera habla la sociedad temporal, que nombra a sus jefes, para prevenir, premiar y castigar.

Por lo tanto, el establecimiento de la Inquisición puede remontarse hasta el siglo IV. Sin embargo, la Iglesia ni pidió ni usó la primera de la pena de muerte contra los disidentes. Constantino los desterraba; Constancio y Valerio, los dos arrianos, decretaron la muerte. Los católicos no hicieron sino conservar esta legislación, aunque no con perfecta unanimidad, pues que al contrario, algunas graves autoridades del clero encontraron que la ley arriana era muy rigurosa. El principio no se mezcla en tales debates, y ningún talento verdadero disputó a la Iglesia el derecho de reclamar el auxilio del poder secular, ni a los príncipes el derecho, o, mejor, el deber de obrar en conciencia.

En la Edad Media, habiéndose hecho más íntima, la unión entre el Estado y la Iglesia, se consideró y castigó la herejía, no solamente como un crimen, no sólo religioso, sino social y político, carácter que en efecto tenía. De consiguiente, entonces se aplicaban a todas las herejías sin distinción los principios que todas las naciones de Europa aplican hoy todavía a ciertas herejías particulares que afectan más especialmente el orden y seguridad del Estado. Puede declamarse siempre y en todos los casos; pero la buena fe debe reconocer, aún en los pueblos que más se pican de liberalismo, que ciertos puntos de doctrina, a menudo numerosos, no pueden negarse sin incurrir en la severidad de las leyes. La diferencia consiste, pues, únicamente en el nombre de la herejía y en los procedimientos de los inquisidores. En cuanto a la pena, según la gravedad del hecho, se conocen la prisión, la multa, el pago de gastos de justicia (equivalente a la confiscación, el destierro y la muerte). Ya no se castiga el delito contra Dios, puesto que ya no se le reconoce como jefe de las sociedades; se castiga el delito contra la ley. Sin embargo, aún entre nosotros y en otras partes, hay todavía doctrinas reprobadas por la Iglesia de las que el Estado se hace cargo y que castiga.

(Continuará)

LA ESPERANZA