La tercera de las simpáticas películas del arqueólogo metido a superhéroe Indiana Jones contiene una divertida escena de persecución en tierras austriacas, cuando el héroe logra rescatar a su anciano y erudito padre de las garras de los nazis y emprende la huida en una moto con sidecar. La música de la escena que, como es habitual en las películas de Steven Spielberg, corre a cargo de John Williams, recibe el gracioso título de Scherzo para motocicleta y orquesta. La Zarabanda de nuestro título no es, ciertamente, el nombre original de la banda sonora de la escena de la que vamos a hablar hoy, pero podría haberlo sido. Además, qué bonita la palabra «zarabanda».
Como venimos hablando de descansar trabajando y del disfrute del trabajo, me vino enseguida a la mente esa obra maestra de la coreografía (y de la arquitectura) que es el granero que levantan, a ritmo de country los hermanos Pontipy y sus rivales en Siete novias para siete hermanos. La escena es perfectamente fantasiosa, claro, porque no es humanamente posible trabajar bailando (salvo que, literalmente, uno trabaje bailando, como Nijinsky y Lola Flores); y, de hecho, el resultado final del granero que levantan, entre pasos, cabriolas y puñetazos, confirma perfectamente lo que acabo de decir. Sin embargo, sí que es perfectamente posible trabajar cantando, incluso aunque uno no trabaje cantando (como Lola Flores quien, claramente, resulta superior a Nijinsky).
Sin entrar en disquisiciones más o menos inútiles sobre los orígenes antropológicamente acreditados de la música en general y del canto en particular (y yo, personalmente, me inclinaría por la primacía temporal de la nana frente al himno religioso), creo que se puede decir con un cierto grado de seguridad que cantar es una expresión bastante genuina de alegría y contento. Todo el mundo sabe, por ejemplo, que cuando un canario no canta es que está enfermo o deprimido. Empleo el término ornitológicamente, claro, pero estoy seguro de que el mismo principio puede aplicarse también a los demás canarios. Pocos ejemplos más elocuentes de eso que hemos dado en llamar «dicha vivida» que las danzas y cantos populares. Dicha vivida, es decir, compartida, puesta en común y «contagiada» a terceros; no la simple emoción interna, sin ningún interés, por cierto.
Cuando uno está contento canta, si sabe, y baila, sepa o no, porque a todos nos resulta más sencillo y natural mover las piernas que las cuerdas vocales. Quizás, pero esto sólo lo menciono de pasada, uno de los síntomas más claros de que nuestro mundo está perdiendo humanidad a una velocidad alarmante es que la mayoría de la música moderna no es ya que no se pueda bailar de una manera humanamente accesible, es que no se puede ni cantar. Es, de puro amorfa, irreproducible. Pídanle a cualquier adolescente fan del electro o de alguna otra cosa así (a las que, muy generosamente he dado el nombre de «música») que les tararee su «tema» favorito. Empresa imposible.
Cantos y bailes populares son inseparables de las fiestas patronales de las que hablábamos la semana pasada y, por tanto, poseen vínculos a menudo no explicitados con las más viejas y ancladas tradiciones de los lugares a los que pertenecen. Bailes que, por su sencillez, puede aprender cualquiera desde una edad temprana. Y cantos que, también por su sencillez, pueden servir a un tiempo de «correa de transmisión» de la historia y de las costumbres y de medio privilegiado de expresión, libre y a menudo más democrática que las elecciones, sobre la realidad ambiente. Pienso, por ejemplo, en la jota y, más precisamente, en las coplas ad hoc que suelen componerse con ocasión de fiestas y romerías comentando los avatares sociales y políticos del año transcurrido desde la última fiesta. Las de la romería en honor a la Virgen de Gracia de San Lorenzo de El Escorial tienen una justa fama (y suelen encontrarse fácilmente en interné).
Singular mención entre los cantos de fiesta merecen los de la tuna, que celebran de modo particular los finales de exámenes e invitan a un saludable olvido por vía etílica de los conocimientos adquiridos durante el curso. Y, sin duda, no podemos dejar de mencionar las canciones de ronda, especialmente concebidas para involucrar a toda la comunidad en la fiesta por excelencia de las comunidades católicas que es la boda.
No obstante, no toda la dicha vivida es, necesariamente festiva. Y, nunca está de más repetirlo, la dicha vivida puede ser muy cansada y muy trabajosa.
Pocos empeños más agotadores (físicamente y de la propia paciencia) que dormir a un bebé que no se quiere dormir. El dolor de espalda y de brazos que, invariablemente, acaba invadiendo al dormidor al cabo de un rato, suele aliarse con una especie de letargo auto inducido, pues a menudo las tretas más o menos ingeniosas que se ponen en práctica para arrojar a la llorosa criatura en los brazos de Morfeo obtienen mejores resultados con el normalmente agotado adulto. Y, sin embargo, dormir a un bebé es una de esas ocasiones cuasi naturalmente concebidas para el canto. Quizás tenga todo que ver con que, aunque lo haga muy mal, me gusta mucho cantar y lo hago a la menor invitación, pero considero que la nana es, como señalaba antes, una aplicación muy elocuente del principio de que cantamos, no sólo para ser felices, sino porque lo somos. Y, sí, porque letargia, impaciencia y dolor de brazos son minucias rápidamente olvidadas cuando, al final, el «bicho» cierra los ojos y transige en abandonar por unas horas el uso activo de su consciencia. Quizás tenga todo que ver, también, con que me ha tocado pocas veces dormir bebés, pero siempre que lo he hecho (con un porcentaje, dicho sea de paso, nada desdeñable de éxitos, habida cuenta de mi no-paternidad), me ha invadido una poderosa y agradable sensación de estar haciendo algo bien. E incluso muy bien. Que una criatura esencialmente dependiente, fragilísima, bastante simple y, sin embargo, con un aguzado sentido para detectar quién le quiere bien y quién no, acepte abandonarse completamente a la más total indefensión en nuestros brazos me parece -gracias de orden místico aparte- lo más parecido que los pobres pecadores podemos vivir en este valle de lágrimas a una confirmación en gracia. Es, al menos, y si no me perdonan la impiedad, una confirmación en la gracia de un ser humano esencial y normalmente adorable. Como para no cantar de alegría.
Me dirán que no todos los cantos son expresión de felicidad y muchos sirven, justamente, para conjurar y alejar la tristeza. Ambas cosas, quizá, vengan a ser lo mismo, después de todo.
Lo que está muy claro, a mi modesto entender, es que aunque una tarea, un esfuerzo, una actividad cualesquiera sean duros y fatigosos, si nos permiten acompañarlas de música, se harán, de entrada, más llevaderos. No sé si me atrevería a decir (no esta semana, al menos), que un trabajo en el que no se pueda cantar no merece tener carta de naturaleza en la ciudad católica, pero sí que me parece que deja bastante que desear como «trabajo a escala humana». Construir graneros no es el único, claro y la propia Siete novias para siete hermanos nos proporciona numerosos ejemplos. Especialmente en aquella otra escena memorable, grabada en una sola toma, en la que los protagonistas se preparan para el largo y duro invierno de Oregón cantando la hermosísima Lonesome polecat. Porque también (y, quizá, tanto como las nanas), las penas de amor son una ocasión propicia, como diría el barberillo de Lavapiés, para dar suelta a las gargantas.
G. García-Vao