Como ya se habrán dado cuenta, si leen regularmente esta columna (lo cual sentiría mucho por ustedes), una de mis principales fuentes de inspiración es el Diccionario de la Real Academia, que poseo en una soberbia edición de 1970, con unas definiciones de «Dios», «Cristo» e «Iglesia», entre otras, que Santo Tomás firmaría sin titubeos. También se habrán dado cuenta de que tengo, en general, un cierto espíritu de ofidio y que disfruto enormemente haciendo el papel de malo, sobre todo en esta época en la que los malos están tan poco de moda. Cuando descubrí la expresión «hacer inquisición», que no es interpretar el rol de Torquemada en una superproducción de Hollywood, sino «examinar los papeles, y desechar los inútiles para quemarlos» (olé el sentido del humor español…), no pude resistirme a dársela a conocer.
Si hace unas semanas hablábamos de brujas, hoy me gustaría hablar de otro tipo de villanos que el público en general considera mucho más terroríficos sin que, hasta el presente, ninguna de sus apariciones en pantalla resulte satisfactoria: me refiero, claro, a los inquisidores.
Por sorprendente que les parezca, no voy a hablar de leyendas negras ni a emprender una justa y necesaria apología (siquiera, en honor a la verdad histórica) del Santo Oficio. Es más, en línea con lo que veníamos diciendo, pretendo hacer justo lo contrario: el problema con las representaciones falsificadas de la villanía llega a ser tan grave que ni siquiera malos tan políticamente incorrectos (y, por lo mismo, tan adecuados para ser malos químicamente puros) como los inquisidores, escapan a la caricatura. No digo, evidentemente, que Disney vaya a estrenar un filme rosáceo de los suyos con el título La princesa Torquemada, pero sí que el inquisidor cinematográfico está dejando de ser una figura semi-mágica, terrorífica, de poder omnímodo y maldad tan ilimitada como injustificada, para convertirse en una especie de burócrata gris y aburrido que, en lugar de impresos y ventanillas, se entretiene con potros de tortura y hogueras. Es decir, hemos pasado de La Bruja de Ramos y Chapí, con su impresionante, aunque tan respetado como temido, inquisidor («Quien defenderla intente, no alcanzará perdón, y atrae sobre su frente, la eterna maldición»), a ese mismo inquisidor de esa misma zarzuela, parodiado en El año pasado por agua, de Chueca, Valverde y de la Vega, que acaba capturado por sus propios esbirros («¡Ay de mí, qué cruel situación …!»); sólo que en pantalla y con enormes cuotas de audiencia.
Cuando vi los capítulos concernientes a la Inquisición en la serie de TVE Isabel y me encontré con un Torquemada que, lejos de ser un alto y flacucho buitre disfrazado de fraile o de juez de la Inglaterra victoriana, era un orondo fraile, sonriente y simpático, al que ni siquiera se le concedía el subterfugio argumental del sadismo, no pude evitar decirme: «He aquí, Gildo, por qué no se deberían vender libros de filosofía sin receta».
Verán, a mí no me parece mal que la gente lea a Hannah Arendt. Me parece que hay formas mucho peores de entretenerse y yo reconozco que Eichmann en Jerusalén, que es la obra en la que pensé y que, estoy seguro, leyeron los guionistas de la serie en busca del perfil psicológico perfecto del dominico palentino, tiene bastantes ideas interesantes. El libro es un excelente trabajo de crónica periodística sobre el juicio (secuestro e invasión del espacio aéreo de una nación soberana mediante) al criminal alemán Adolf Eichmann en Jerusalén. Digo «alemán» y no «nazi» porque la condición de nazi no reemplaza ni suprime la ciudadanía, que yo sepa, lo cual implica al menos dos cosas: que la mayoría de los nazis, además de ser nazis, eran alemanes, que parece que se nos olvida; y que «Israel» juzgó a ciudadanos de una nación soberana en flagrante violación de numerosísimas normas de derecho internacional (algunas más que las que se violaron en Núremberg y Tokio, quiero decir).
El proceso a Eichmann, tan discreto y no catódico como la discreta y digna exhumación socialista de caudillos muertos, fue quizá la más elocuente prueba no cinematográfica de que el sionismo internacional podía y puede hacer lo que le dé la real gana, porque «pobrecitos los judíos». Pero, te estás perdiendo, Gildo…
La teleserie judicial le sirve a Arendt como telón de fondo para presentarnos su ingeniosa idea de la «banalidad del mal», que se puede resumir de muchas maneras muy sesudas y con muchas fórmulas filosóficas pedantes. O, también, con la simplicidad cuasi seráfica de una frase que creo que es del P. Pío: «El demonio tira del tren de los malvados, pero los idiotas son los raíles». Probablemente la cita no es así y quizá tampoco sea del P. Pío, pero también saben que soy un experto en citar mal. La frase es muy buena, en cualquier caso. La tesis de Arendt, respaldada por lo que ha visto y oído en el juicio, es que Eichmann no es ningún demonio sádico que disfruta infligiendo dolor y sufrimiento sino, como él mismo alega, un vulgar funcionario que «sólo cumplía órdenes», caso de muchos alemanes de su tiempo, mostrando así que una buena dictadura no necesita de una población integralmente malvada: basta con un puñado de cabecillas genuinamente perversos y una buena cantidad de mediocres con pocos escrúpulos deseando medrar. Dicho de otra forma (uno de los motivos por los que el libro enojó tanto al sionismo internacional), Eichmann, como la mayoría de los «nazis», no se movía por un diabólico afán de destruir al pueblo elegido sino, lisa y llanamente, por el amor al dinero y al poder. Para acabar de hacerse amiga del resto de sus correligionarios, Arendt criticó severamente el papel de las autoridades judías durante el Reich, a cuya eficacísima (y, en muchos casos, abiertamente colaboracionista) labor, atribuye sin pudor la espeluznante eficacia de la labor de exterminio de la pandilla de la esvástica.
Pero creo que no nos merecíamos hacer de Torquemada un Eichmann castellano: los guionistas de Isabel, por este sutil procedimiento, le dieron una vuelta de tuerca al colosal montaje que rodea al Santo Oficio, que pasaba así a ser, abiertamente, una sucursal renacentista de las SS. La conclusión lógica es que, si Torquemada es el burócrata mediocre, el jerarca nazi que tiene la sartén ideológica por el mango no puede ser otro que la misma Isabel. Y eso, no, oigan.
Me quedo, sin duda, con el cardenal ciego y de voz grave de la infame (¡pero bellísima!) Don Carlos de Verdi, que da miedo aunque no deba (aunque el heroico pueblo de Madrid se levantase contra el francés en 1808 al grito de ¡viva la Inquisición!), que con el burócrata mediocre que no da miedo para que lo den otros.
Puestos a «hacer inquisición», en la primera acepción, personal y un tanto chusca, mejor un villano de película infantil que un infantil villano.
G. García-Vao