Recuerdo que éramos seis: María Teresa, nuestros ejemplares anfitriones (que habrían podido, tanto ella como él, dar cumplimiento a la gesta de Pizarro sin mácula alguna, de haber vivido en aquellos años) y mis dos compañeros de viaje. Un número sin duda con resonancias cabalísticas; la estampa de aquellas seis figuras contemplando, a la luz mortecina de una bombilla de las antiguas los restos de la sinagoga trujillana habría dado que hablar, sin duda, a plumas más cultivadas que la mía. Un número también, práctico para sentarse después alrededor del brasero, porque las camillas son redondas y el círculo se divide fácilmente en seis partes iguales. Recuerdo también que la conversación no guardó la proporción geométrica y, sin embargo, guardó en todo momento la debida proporción: los cinco escuchábamos en reverente silencio, sólo interrumpido por alguna pregunta formulada a media voz y como con el temor de perturbar algo de cuasi sacro, lo que María Teresa, como el buen padre de familia del Evangelio, sacaba de viejo y de nuevo del tesoro de su memoria.
Hay una cosa que no recuerdo: de qué hablaba María Teresa. Seguramente, como buena española (aunque la cita original sea en inglés), de la Vida, del Universo y de Todo. Seguramente la velada la terminamos, ya sin la compañía de María Teresa, cenando y alargando la sobremesa hasta altas horas, buenos españoles como somos, charlando nosotros también sobre temas elevados, diversos, absurdos, tal vez. Arreglando el mundo, como vulgarmente se dice y que es una manera sucinta y humorística de poner de manifiesto, una vez más, que el carácter castellano, además de un temple moral insobornable, una esperanza aquilatada por siglos de recios combates y una sed insaciable de ideal, tiene un fondo de melancolía que es, quizá, la piedra de toque de nuestra genial literatura.
María Teresa era de las pocas propietarias cuyos balcones miraban a la Plaza Mayor que no adornaba sus portales con un blasón secular, que no firmaba con un fárrago interminable de apellidos compuestos y que no tenía armas con que timbrar su papel de cartas. Y, en consecuencia, su casa tampoco era uno de los palacios de los que hablé antes. Sin embargo, engarce viviente con la Tradición, encarnación de ese espíritu piadoso, hospitalario y determinado, supo hacer de su vivienda una verdadera casa-fuerte.
Mas con aquella visita comenzó y terminó mi relación con María Teresa. Otros, en este periódico, podrían hablar largamente de ella. Por mi parte, llegue hasta aquí el testimonio de mis recuerdos, con los que pretendo (vana pero esperanzadamente) conjurar la inclemencia del tiempo y del silencio que amenaza con sepultar también aquel palacio que no fue, junto con los que sí lo son en aquella misma plaza, como diría D. Álvaro de Luna, en las escuras de la olvidanza.
Guadalupe Cordero, Margaritas Hispánicas
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