Nadie está obligado a la heroicidad en el ejercicio de la virtud; sin embargo, la heroicidad de las virtudes es un requisito para la canonización. Y, aunque quizá no todos aspiremos a ser objeto de culto oficial por parte de la Iglesia (y menos que nadie, los santos), todos deberíamos aspirar, por nuestra condición misma de bautizados, a la santidad. Esto es difícil y puede provocar un cierto desánimo, que no es siempre y en toda circunstancia, inmoral e ilegítimo; el desánimo es una consecuencia natural de nuestro triste estado tras la pérdida del Edén y conviene procurar sobreponerse con la mayor diligencia, pues resulta un obstáculo formidable para cualquier obra valiosa.
Pero si el desánimo resulta indeseable, incluso para aquellos que cuentan sólo con sus propias fuerzas (o que así lo creen), resulta particularmente inadecuado en el cristiano, que se sabe, en todo, sostenido por su Creador y Redentor, sin el cual nada podemos hacer de bueno.
Esto lo sabe muy bien, aunque parezca hacer gala de un cierto pelagianismo o voluntarismo moral, y de manera un tanto sorprendente, la excéntrica Edna, en el simpatiquísimo filme de Pixar Los Increíbles; modista de altura, de gran altura, íntima y antigua amiga de la familia Parr, compuesta por superhéroes con talentos diversos pero que viven clandestinamente sus cualidades sobrehumanas, pues el Gobierno no quiere que anden por ahí sueltos personajes que arreglan los desaguisados que la Administración no puede o no quiere resolver. Es una máxima de todo Estado absoluto que se precie (sea comunista, franquista o democrático de 1978): «Si a la Administración no le consta, no existe; y, si existe, lo hace sin permiso de la Administración, así que ya nos encargaremos de que deje de existir».
Helen Parr, en su juventud superheroica Elastigirl acude llorosa y timorata a la imponente mansión de Edna, pues tiene graves sospechas (infundadas, por cierto) de que su marido, Bob (en su faceta superheroica, Mr. Increíble) se la está pegando con otra. Durante su visita, acaba comprobando que, efectivamente, su marido no está donde dijo que iba a estar y, más grave aún, que hace meses que no trabaja en su gris y aburrido puestucho en una compañía de seguros local. Entonces, para sorpresa de su anfitriona, Helen rompe a llorar desconsoladamente. Algunos minutos y pañuelos de papel después, Edna, con indisimulada cara de asco, empuja con un periódico enrollado los lagrimados moqueros a una especie de infiernillo que tiene empotrado en la encimera de la cocina (detalle de decoración que, dicho sea de paso, me parece particularmente peligroso) y con creciente y visible cólera acaba espetándole a su amiga:
«- Pero… ¿Se puede saber de qué estás hablando? ¡Eres Elastigirl!»
Y sigue una encendida arenga que Edna culmina subida ya a la encimera (ya hemos dicho que se trataba de una modista de altura) y atizando sin piedad con el citado periódico a Helen, que acaba partiendo de allí, recompuesta y firmemente decidida a poner todas sus cualidades, humanas y sobrehumanas en el capital empeño de salvar su matrimonio. Y el mundo, de paso. Pero eso es, quizá, harina de otro costal y, muy probablemente, de una importancia bastante secundaria. Más que nada porque para salvar el mundo no se necesitan, en la mayoría de los casos, ni cualidades ni talentos especiales: basta con estar en el sitio indicado en el momento indicado. Salvar un matrimonio exige una virtud aquilatada…
Los derrotismos y los desánimos son, a menudo, una estratagema del enemigo para hacernos flaquear en la persecución de nuestros más elevados ideales. Y, siempre, una pérdida de tiempo.
Hoy es la festividad de los Mártires de la Tradición, posiblemente el grupo humano más derrotado de la Historia y, al mismo tiempo, uno de los menos derrotistas. Durante este mes se elevan oraciones en distintos lugares del mundo y se ofrecerá la Santa Misa en su memoria.
De nada sirve objetar que el combate de los carlistas ha dejado de tener sentido en un mundo transido de impiedad; como de nada sirve objetar que el combate por la Santa Misa (frente a la «santa» Cena) está perdido de antemano. La Verdad no entiende de mayorías.
La respuesta a la objeción contra el buen combate de la Santa Religión es bien conocida: «menos eran los Apóstoles». Cuando el Señor se Encarnó y eligió el primer colegio cardenalicio de la Historia, no se fue a escoger sus miembros de entre los exquisitos estudiantes de la Academia de Nobles de Roma, ni se paseó por las cortes de los príncipes y de los sátrapas; ni siquiera escogió a doce maestros de la Ley; ni a doce levitas. Escogió a doce pescadores, publicanos, artesanos de los estratos más bajos de la sociedad. Galileos, encima, es decir, de la región históricamente menos chic de Israel. Vaya, es como si en los dos últimos siglos el combate por la Tradición lo hubiesen librado en España, en lugar de los dignos y sapientísimos prelados de las sedes toledana y tarraconense, con escogidas tropas capitaneadas por lo más granado de los Grandes de España, un puñado de campesinos, pastores y curas de pueblo de Vizcaya, Navarra y Lérida… ¡Anda, ahora que lo digo…!
De nada sirve objetar, tampoco, que la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos son rojos impenitentes que están a favor del asesinato de bebés, del asesinato de viejos y enfermos, de la destrucción de la familia, de las mujeres y de la patria y que votan todos al PSOE y a sus satélites. Para empezar, porque el sistema universalmente imperante de nuestra democracia liberal ya hace tiempo que empieza a dar signos de fatiga de materiales y ya empiezan también a ser numerosos los «errores electorales» de muchos Pueblos Soberanos y Progresistas. Para continuar, porque aunque nadie ha dicho nunca que sea fácil convertir a todo un pueblo, tampoco podrá nunca nadie decir que sea imposible. Somos los descendientes de aquella gran cosecha de católicos, sembrada por los arrianos de Leovigildo, regada con la sangre de San Hermenegildo y recogida por Recaredo. Por si lo habían olvidado.
De nada sirve objetar, tampoco, que el usurpador constitucionalmente reinante está bien aposentado en el trono. Porque es una mentira. Es una mentira que esté aposentado y es aún más mentira que haya un trono. Quizá eso incluso pueda jugar a nuestro favor: basta que consigamos explicar qué es un Rey para que la gente se dé cuenta de que el señor que vive en Zarzuela actualmente no lo es.
De nada sirve objetar, pues, que somos pocos. El problema de la Santa Causa no es, ciertamente, de números, sino de virtud y santidad. Si Nuestro Señor pudo conquistar el mundo con doce desharrapados de Galilea, el Señor (de Lignières) podría muy bien conquistar España si tuviese doce Apóstoles.
¿Que ser santo cual un Apóstol es una misión difícil? Sin duda. Pero es un combate que todos, en todo momento, podemos librar. Pues si no en toda circunstancia podemos enarbolar los fusiles y las bayonetas por Dios, la Patria y el Rey, en cada instante de nuestra existencia podemos encontrar la manera de santificarnos… Y hacerlo, además, por Dios, por la Patria y por el Rey.
Vds. verán, yo voy ir enrollando periódicos:
«— Ay… ¡El reinado social de Nuestro Señor es imposible!
—Pero… ¿Se puede saber de qué estás hablando? ¡Eres un carlista!».
G. García-Vao
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