El discreto heroísmo del capitán York

exige mucha mayor fortaleza ejecutar pacientemente un deber penoso que llevar a cabo una sola acción gallarda

John Wayne interpreta al capitán York

A mi padre

Historia nunca se acuerda de los Collingwood, ni de los York; sólo de los Thursday. Quizás el lector haya reconocido, como en un eco de mala paráfrasis, las imponentes últimas líneas de diálogo de Fort Apache, uno de los mejores westerns de la historia del cine.

La película habla de muchas cosas importantes y no es cuestión aquí comentarlas todas, sino únicamente la realidad, a un tiempo consoladora y difícil de aceptar que evocan esas frases: la Historia ―la de los historiadores, la de los ideólogos ministeriales y también, a menudo, la del Cine― tiende a olvidar a los actores secundarios. Tal vez por eso en esta columna nos guste tanto hablar de personajes de relleno, de actores de segunda fila (aunque no necesariamente de segunda categoría) y de películas hace tiempo olvidadas por la intelligentsia del Séptimo Arte.

Y es que protagonizar una historia, no es sino una manera estrictamente amoral de ser un héroe. Y, cuidado, no inmoral; sino ajena, por principio, a las consideraciones morales. Porque en un sentido muy amplio, «héroe» es todo protagonista, aunque no todo protagonista vaya a ser condecorado por sus brillantes gestas en el curso de la narración. Y, en un sentido propio y, ya sí, moralmente cargado, hay héroes que no son protagonistas (y hay protagonistas que son auténticos villanos).

Pero es que, además, la heroicidad se dice de muchas maneras, incluso cuando se la toma en ese segundo sentido moral.

En primer lugar, en lo más bajo del escalafón, está la heroicidad que se dice de manera puramente equívoca; del personaje dotado, en apariencia y de manera puramente exterior, de las cualidades universalmente reconocidas como propias del héroe y que lleva a cabo, en el curso de la acción (o de su vida, pues esto no va sólo de cine), ciertas gestas de apariencia noble, brillante y admirable que, sin embargo, no pueden ser consideradas como propiamente heroicas por faltarles, precisamente, el temple moral que hace de los artistas de lo impresionante, además, verdaderos ejemplos a seguir. No nos detendremos más de lo necesario en esta categoría falsaria de «héroes». Lo son, casi siempre, los deportistas de éxito; muy a menudo los artistas cinematográficos; sin excepción, los políticos de nuestra realidad ambiente; en un número preocupantemente elevado de casos, los cooperantes y voluntarios; y también, a veces, los militares.

No se puede negar a estos «héroes por denominación confusa» una cierta virtud, eso está claro. No se puede negar que destacar en un deporte particularmente difícil o ganar las primarias del PSOE con Felipe, Guerra y Susana en contra no exija un cierto talento que no está al alcance de cualquiera; ni se puede sostener que pasar un mes en un orfanato en la India, aunque sea para poder subir a Instagram catorce fotos de crías desnutridas al día, no suponga una cierta mínima virtud. Pero a todos los «héroes» de esta clase les falta un elemento fundamental, que es el desinterés. Cuando San Pablo hace el elogio de la caridad y la correlativa crítica de todas las más respetables y loables cualidades humanas, una de las muchas cosas que está diciendo es ésa: que de nada sirve ser un héroe si lo que se busca es la propia gloria.

Y, precisamente por lo que tiene de intrínsecamente perversa esta falsa heroicidad ególatra, me parece menos noble que la heroicidad truncada. Como estamos en el siglo de la mediocridad (buscada, deseada y ansiada como un fin en sí misma), parecería extremadamente poco prudente realizar cualquier género de apología de la misma. Y, sin embargo, sí que nos gustaría ofrecer una importante distinción que, posiblemente, suministre materia para un artículo posterior: existe, por un lado, la mediocridad del que busca exclusivamente una posición cómoda en el mundo que no le exija demasiado esfuerzo y que le procure, a cambio una vida fácil y muelle y sin complicaciones. Está claro que tal mediocridad no merece apología alguna; quizá porque no se trate en absoluto de mediocridad, sino del estado moral que, personalmente, nos parece mucho más grave y más indeseable que el del ateo furibundo, que es el de la tibieza moral. Hay, sin embargo, una mediocridad no deseada, que condena a ciertos hombres y mujeres de buena voluntad a no alcanzar nunca los logros y méritos que otrora se creían llamados a realizar, ya por factores externos, ya por propia debilidad. Y esta mediocridad sí que puede ser objeto de un cierto encomio, si se combina inteligentemente con la resignación y con la humildad. No es, sin embargo, heroica aún, en el más pleno sentido de la palabra.

En fin, el análogo primero de la heroicidad parece ser el que combina las gestas impresionantes con ciertas virtudes internas que hacen a su autor merecedor de elogios y alabanzas que, sin embargo, él está convencido de no merecer por haberlas realizado únicamente (piensa él) en estricto cumplimiento del deber. Esta heroicidad puede tener su parte de imprudencia y de temeridad como es el caso, nos parece evidente, del coronel Thursday. Y, sin embargo, como bien apunta su antiguo subordinado, la Historia sí que le recordará porque, después de todo, su gesta fue, aunque vana e inútil, verdaderamente desinteresada y bienintencionada. Que ¡qué gasto!, sí. Pero, también, ¡qué gesto! El héroe que brilla por sus acciones heroicas es el tipo universalmente reconocido de héroe. Y, por supuesto, en la mayoría de los casos de heroicidad universalmente reconocida, la imprudencia y la temeridad no tienen parte, más que en el mirar crítico y censurador de los petimetres que tratan de empequeñecer a quien les hace sombra.

No obstante, probablemente por un punto de honor tomista, nos vemos obligados ―y lo hacemos de muy buen grado― a reconocer que, de las dos posibles manifestaciones de la virtud cardinal de fortaleza (que es la que suele invocarse con más frecuencia en los héroes, aunque se pueda cultivar heroicamente cualquier virtud), y que el Aquinate denomina aggredi y sustinere (y que podríamos traducir, por ejemplo, como arrojo y tenacidad), la que se lleva, claramente, la palma, es la segunda. Y ello porque exige una mucha mayor fortaleza (y, en consecuencia, un más alto grado de heroísmo), sostener un ataque que llevarlo a cabo; ejecutar pacientemente un deber penoso que llevar a cabo una sola acción gallarda. Por eso, queda para el final el heroísmo que nos parece más digno de mención y de alabanza, aunque sea el que es más a menudo olvidado por los historiadores.

Porque cumplir con el propio deber puede acabar resultando fácil, si las circunstancias acompañan y si logramos hacernos con una pequeña parcelita de «espacio laboral» que nos permita desempeñar nuestras funciones con un grado honorable de mediocridad (vid. supra). Lo que requiere un verdadero sacrificio, una tenacidad digna del nombre de virtud y una heroicidad discreta, sí, pero de no peor factura y quilates, es desempeñar un cargo al servicio de unos ideales, de un honor y de unos símbolos en los que, aparentemente, todo el mundo ha dejado de creer. Lo que merece, sin duda, nuestro aplauso y nuestra admiración (aunque sólo coseche, de la parte de las autoridades, el más frío de los silencios administrativos), es la altura de miras de que un hombre hace gala cuando consigue obligarse a la virtud de la obediencia sin ligarse por un voto de religión; máxime cuando la obediencia exige someterse a superiores más o menos ineptos y más o menos totalmente desprovistos de la menor altura moral.

El capitán York, el coronel Thursday y el capitán Collingwood (fotograma de «Fort Apache»)

Así, el discreto y heroico honor del capitán Collingwood, que sigue a su superior sin decir esta boca es mía a una muerte segura y absurda. Y que, empero, aún puede asociarse al tipo anterior de heroísmo, puesto que su gesta se acaba en una muerte gloriosa. Todavía más heroico, por más paciente, el sacrificio del capitán York, quien sobrevive a una catástrofe que ha tratado por todos los medios de evitar y que, no obstante, aún tiene el suficiente honor y el suficiente temple moral como para llevar a cabo el último y más difícil acto de obediencia y de piedad filial, que es el de no deshonrar a los muertos.

He querido escribir estas líneas en la resignada convicción de que no habrá, de la parte de la Patria durante tantos años tan bien servida, más gratitud que un documento redactado en frío lenguaje burocrático, pues creo firmemente que el dedicatario merece que alguien ―ya que no la Administración― ponga en claro cuán difícil y meritorio puede llegar a ser, no ya sólo cultivar (que es ya mucho), sino además transmitir, virtudes como la lealtad, el sentido inquebrantable del deber, el amor a las cosas bien hechas y la aspiración al ideal, no exenta de realismo y de sentido común.

Quizá no haya Historia que se acuerde del capitán York o del coronel H. El cine, tampoco. Para eso, tal vez, existimos los periodistas.

G. García-Vao

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