Morir en los hospitales

es lo propio de desahuciados por la sociedad terrenal

Hasta hace no tanto tiempo, la sola idea de morir en una habitación de hospital se antojaba, naturalmente, horripilante al más pintado; precisamente por lo que tiene de inhumano, de burocrático y de desvinculado de todo lazo familiar y territorial. Morir en un hospital es lo propio de miserables, desahuciados y mujeres de mala vida.

Es lo que muestra, entre otras cosas, algunas muy recomendables y otras nada en absoluto, la película El Juez, que cuenta la historia de un jurista muy justamente enjuiciado y que ante la perspectiva de un Juicio final inminente, se decide a pasar sus últimos momentos de vida no en una clínica, bien cuidado, bien atendido y donde su cuerpo podrá ser rápida y eficacísimamente reducido a cenizas en tiempo récord, sino en su casa, disfrutando de su familia, extraña, poco cuidadosa, poco atenta y menos aún eficaz pero, en fin, suya. Hasta el punto de que, en una toma absolutamente genial, su deceso se insinúa con un plano que va desde la perspectiva general del lago sobre el que navegan el juez y su hijo, hasta el fondo de la barca, sobre el que cae, descuidadamente, el envoltorio de un caramelo. Nada más puedo decir sin estropearles el filme entero.

En el más acá del Atlántico y de la técnica narrativa, Joaquín Díaz canta, con su excelente dicción de la Vieja Castilla, aquello de:

Un soldado me dio un ramo,

yo le recibí con pena,

que de mano de soldado

nunca vino cosa buena.

Los hijos de soldados sabemos que los dos últimos versos no son para nada ciertos, si se toman al pie de la letra. Pero es que esta estrofa no se entiende bien si no se toma en consideración la siguiente:

La vida de los soldados

es andar por los lugares,

dormir en camas ajenas,

morir en los hospitales.

Entre ambas, claro, media un estribillo, que en su añeja candidez quizá no sirva más que para justificar una visita al diccionario para cerciorarnos de la naturaleza de los extraños atuendos que en él se nombran; y, tal vez, para una breve delectación por ese delicioso arcaísmo, tan castellano (tan italiano, también), de redundar los posesivos con un artículo:

Con los tus manteos,

la mi anguarina

y por cabecera

la tu mantellina.

El objeto del presente artículo no es una disertación sobre los atuendos clásicos y el crimen estético —y moral, por supuesto— que consiste en la sustitución de refajos y faldas de vuelo por bluyines, manteos por parkas y fachalecos, mantellinas y boinas por nada[1]; quizás hablemos de ello algún día. No, el tema que nos ocupa es la preocupante constatación de hasta qué punto la vida de la inmensa mayoría de la gente de a pie se parece a la de los soldados de la canción. De los que sí que vienen muchas cosas buenas muy a menudo, por cierto, pero cuya vida, en sí misma considerada, no debería, normalmente, ser objeto de deseo de los que no han sido llamados a la vocación militar.

La vida de un soldado, sobre todo en la época, no tan lejana, en la que los soldados hacían la guerra, consistía, efectivamente, en tres cosas:

La primera, andar por los lugares, es decir, no parar nunca, por mucho tiempo, en un mismo sitio. De hecho, la inmensa mayoría de los militares de hoy en día, cuando la guerra parece un lejanísimo recuerdo de un pasado sombrío y bárbaro[2], o algo que sólo acontece, en nuestros tiempos modernos, en países bárbaros y sombríos, también se ven sometidos a esta prohibición de echar raíces, con numerosos cambios de destino que les hacen recorrer toda la geografía nacional. Las exigencias de la milicia profesional (sobre todo, insisto, en los tiempos en los que los enemigos de la patria enarbolaban sables y rodelas, o fusiles y ametralladoras, en lugar de letras del Tesoro, carteras ministeriales y decisiones de tribunales internacionales) hacían que el soldado se viese obligado a acudir, hoy, a la defensa de Fuenterrabía[3], mañana a levantar el cerco de Amberes y pasado a reprimir la rebelión guajira en Nueva Granada. Esto, naturalmente, complicaba mucho establecer vínculos con un lugar determinado, lo cual supone un inmenso sacrificio para cualquier persona normal y un notable acto de virtud en la defensa de una patria a la que, quizá, no se conoce lo suficiente para amarla como es debido.

La segunda, consecuencia de la anterior, es dormir en camas ajenas, pero sin ninguna connotación inmoral, muy al contrario. No se trata, aquí, de compartir lecho ilícitamente, sino de dormir en cama prestada. La vida del soldado profesional es tal que puede tardar muchos años en hallar casa y familia propia, pues ese vivir andariego no es propio —digan lo que quieran las feministas rabiosas, tanto más feministas cuanto menos femeninas— de mujeres de bien. Camas ajenas son aquí, en el mejor de los casos, camas vacías y, en el peor (que es cierto que a veces pasa) camas llenas de aquellos cortos idilios que cantan, entre nostálgicos y abochornados, los tres viejos marinos de La Tabernera del Puerto.

En fin, la tercera, morir en los hospitales, como la alternativa menos honrosa de la muerte en el campo de batalla. Pero morir en un hospital no se opone aquí, lógicamente, a la muerte heroica del caído por su patria, pues es evidente (de nuevo, para cualquier persona normal) que morir en cumplimiento del deber no es, precisamente, uno de los inconvenientes de la vida militar. Pues ya que morir nos ha de llegar a todos, hacerlo en el campo de batalla no es la peor de las muertes, ni mucho menos. Morir en un hospital se contrapone, aquí y en la mente de quienes primero cantaron aquellos versos, a morir tranquilamente en la propia casa, que es a lo que cualquier persona que no ande por los lugares y que no se vea obligada a dormir en camas ajenas puede aspirar a hacer al final de sus días. Precisamente por estar enraizada en un lugar, en una familia y, sobre todo, en una cultura y en un caldo de cultivo moral y social que considera que la muerte es todo un acontecimiento en la vida humana y que, en consecuencia, no puede dejarse al cuidado de funcionario alguno, lleve este la bata blanca del moderno sacerdocio de la diosa Salud o no.

Ahora bien, lo que nos encontramos, en este siglo XXI nuestro de la libertad, de la igualdad y de la mentira elevada a la categoría de principio rector de la vida social, es que prácticamente todo hijo de vecino, incluso los hijos de mis vecinos que no tienen a un soldado por padre, aspiran o, al menos, se resignan, a llevar una vida que al anónimo autor de la canción que canta Joaquín Díaz con acentos vallisoletanos le parecía poco recomendable e incluso invivible y adecuada sólo a la más vil soldadesca.

Porque el ciudadano moderno y progresista que se prodiga en su comunidad de amigos digitales con sus propias señas de identidad —o con las de otra persona, real o ficticia, que tanto monta—, comparte con la inmensa mayoría de sus semejantes —reales o fingidos— los tres ideales mayores de nuestro mundo entorno: la plena «realización intelectual», la plena «realización afectiva» y la plena «realización existencial». Es decir, en caricatura inmoral y pretendidamente progresista y emancipada: ver muchas cosas, poseer carnalmente a muchas personas y morir sin sufrimientos. En castellano leal: andar por los lugares, dormir en camas ajenas, morir en los hospitales.

Lógico, todo ello, claro, si uno se para a pensarlo detenidamente: el que muere en su casa, en su cama, en su lugar, rodeado de los suyos, que le quieren y que desean para él que pueda prolongar sus años, más o menos largos y más o menos infelices en este valle de lágrimas con una eternidad de gozo y bienaventuranza, se tomarán todas las molestias necesarias para que el moribundo ponga sus asuntos en orden con Dios, antes de pasar bajo el rodillo de la gran Igualadora.

El que muere en un hospital, en cambio, lo hará drogado hasta las cejas, no vaya a ser que los dolores de la agonía que anuncian la visita de la Dama Blanca a la que todos habremos de recibir algún día, hagan nacer en su alma salutíferos remordimientos que le hagan buscar el perdón del Señor para así escapar a la verdadera Muerte (la secunda), de la que muchos confiamos en poder librarnos.

Morir en los hospitales es lo propio de desahuciados por la sociedad terrenal y, quiera Dios que no lo sea también en todos los casos de desahuciados por la sociedad celeste. Y resulta tan inhumano, tan burocrático y tan feo, que el anuncio de la muerte no lo hace un espejo colocado sobre los orificios nasales sobre el que ya no se forma vaho, ni un pariente que toma el pulso, ni la calma cuasi divina que pone fin a la agonía del moribundo que va al Padre habiendo puesto sus cuentas en claro, sino con el metálico e insufrible gritito de una máquina que, en lugar de hacer bip-bip, bip-bip, chirría, no se sabe si de lúbrico placer por haber enviado a otro humano al Más Allá o de puro contento por haber cumplido con su luctuoso deber con la fría eficacia que sólo tienen los ingenios mecánicos, con un largo ¡biiiiiiiiip!

Yo, por mi parte, en estos tiempos en los que nuestros más temibles enemigos no llevan ya espada y rodela, sino jeringuillas sedativas y proyectos de ley de muerte digna (¡!) prefiero esperar una muerte, todo lo dolorosa y temible que el Señor quiera enviarme. Que el anuncio de mi tránsito de este mundo al otro no lo haga mi sangre brotando a borbotones de mi pecho herido por el alfanje moro, lo puedo tolerar; que lo haga un ¡biiiiip! insidioso e impertinente, no. Habremos de conformarnos, pues, con que alguien observe, en la calma y en el silencio, que hemos dejado caer, inconscientemente ya, un envoltorio de caramelo de nuestras manos exánimes. Eso es una muerte digna de un juez que se prepara para ver al Juez.

[1] El sinsombrerismo, mal endémico del hombre contemporáneo, que ya no se cubre nunca la cabeza, por no tener que descubrirse ante nadie. Mal ya denunciado, por cierto, por Mortadelo y Filemón, décadas atrás… Que sí, que sí: el neologismo, de hecho, es del mismo Ibáñez.

[2] Y, quizá por ello, las energías y las pasiones de la ardiente juventud se consumen miserablemente en la búsqueda insaciable de peregrinos y efímeros placeres de la carne, cada vez con mayor sibaritismo, o en ese vago trasunto de la guerra que es la manifestación o la protesta callejera, en la que dichas energías se encauzan en un ejercicio, más o menos controlado por la autoridad y más o menos completamente infecundo, de ejercicio de un derecho de contestación contra tal o cual atropello de esa misma autoridad que garantiza, vigila y encauza la supuesta protesta.

[3] En vascuence, Hondarribia; en español, que es lo que yo hablo y escribo, Fuenterrabía. Ningún vasco va por ahí escribiendo Firenze y ningún catalán pretende saber pronunciar Wroclaw. No sé por qué los castellanohablantes no podemos ya decir Lérida y Guernica como decimos, tranquilamente, Florencia y Breslavia.

G. García-Vao

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