El bien común y sus desnaturalizaciones

«El cuadro de los antepasados». Los padres de Gustave Fayet, por Auguste Barthélémy Glaize, 1850

Esta afirmación clásica de la primacía absoluta del bien común no implica negar, de ninguna manera, el hecho evidente de que los hombres también se inclinan a buscar su bien particular. Pero conviene siempre recordar que, contra lo que sostiene el personalismo, su bien particular no es su bien más propio. «El bien particular —sintetiza Sylvain Luquet— es subjetivamente un bien, y el disfrute que se tiene de él sólo corresponde a uno mismo. Creer que esa es toda la vocación de cada uno dispone poco a la concordia. Si el verdadero bien del hombre fuera el bien singular, sería inimaginable que alguien hiciera un bien cualquiera a su alrededor salvo por interés personal; ayudar sería utilizar, y la sociedad una nube de egos en lucha». Siguiendo esta concepción, la política no consistiría sino en la técnica de conciliar lo inconciliable, al modo kantiano: el derecho «en sentido estricto» ya no sería —no podría serlo— la cosa justa. Reducido a la norma positiva, e identificado con la mera coacción, el derecho tendría como fin evitar que las incomunicadas esferas de libertad absoluta en que están encapsulados los individuos colisionen entre ellas. Pero, carente de criterios intrínsecos, no queda otra vía para garantizar la libertad (negativa) de los individuos que establecer falsos criterios de manera convencional, incondicionada y coactiva: «¡razonad cuanto queráis, pero obedeced!», dijo el de Königsberg. Cruel sarcasmo que los epígonos de la Ilustración sigan tachando de heterónoma a la Ética clásica y católica…

Frente a tales aporías, y afincada como siempre en el realismo, la doctrina política tradicional no niega lo evidente —la diversidad de los bienes particulares— pero nos enseña que tal diversidad puede y debe armonizarse en la subordinación de los bienes particulares (de los individuos y de las comunidades menores) al bien común de la polis, que sí es el bien más propio del hombre y ostenta primacía absoluta. Así, lejos de concebir el bien común como una realidad acabada, precisamente afirma que éste se obtiene mediante la ciencia arquitectónica de la política y la prudencia de gobernante y gobernados, superando la divergencia de los bienes singulares. Por ello, es evidente que el bien común no debe confundirse con la razón de Estado ni con el interés general: no es algo ajeno y extraño al hombre; no es otro bien singular (el del Estado) opuesto a los demás bienes singulares, impotentes ante aquél. El bien común, como siempre nos recuerda Danilo Castellano, es el bien propio de todo hombre en cuanto hombre y, por ello, común a todos los hombres. Es su mayor y más propio bien. Es el mismo fin de la comunidad política y de sus partes.

Sin embargo, enseñanzas como éstas se tornan hoy frecuentemente incomprensibles para muchos, cuyas mentes han sido arrasadas y maleadas por mantras y clichés que se asumen, incluso en lo más hondo del alma, como irrefragables: «a quién le importa lo que yo haga o lo que yo diga»; «mi libertad termina donde empieza la del otro»; «hakuna matata, vive y deja vivir»… Es evidente que la disociedad contemporánea está hondamente atravesada por el liberalismo; toda ella está moldeada por el individualismo: el hombre moderno, y aún más el postmoderno, ha sido deseducado bajo los pseudo-principios liberales y, de resultas, ha desarrollado una forma mentis rabiosamente individualista. Y es que —aunque obvio, debemos explicitarlo— el liberalismo es incompatible, en su misma raíz, con la naturaleza del bien común: sus premisas más básicas se dirigen precisamente a rechazar los dos conceptos del sintagma: tanto la existencia de un bien objetivo como su esencial comunicabilidad.

Como señala Juan Fernando Segovia, admitir la primera conllevaría aceptar «la existencia de un orden moral correlativo al orden del ser y dependiente del orden de la creación», cuya negación constituye uno de los pilares de la Modernidad, que jamás toma como punto de partida el ser sino la conciencia subjetiva. Para el liberalismo no hay bien objetivo posible —como no sea la libertad negativa— sino solamente subjetivo, encumbrando coherentemente el relativismo y la (imposible) neutralidad pluralista. Pero no menos ajena, como decíamos, le resulta la noción de lo común, pues «por influjo del nominalismo no puede concebirse más que como el nombre con el que se designa el agregado de los intereses individuales». Además, la definición de la libertad como liberación, como emancipación e independencia absoluta, implica que la comunidad política se piense como un artefacto y como una traba que debe limitarse para interferir lo menos posible en la soberanía individual. Y cualquier institución no facultativa, no dependiente de la voluntad o consentimiento de los asociados, sería —absurda pero consecuentemente— considerada como nociva y contraria al individuo.

Así pues, bajo la hegemonía del liberalismo (como ideología y como mentalidad) nada tiene de extraño que el concepto mismo de bien común concite todos los rechazos, las incomprensiones y las deformaciones. Incluso muchos católicos, desde hace décadas, han asumido palabras y conceptos revolucionarios, alejados e incluso antitéticos del acervo sapiencial clásico y cristiano. En muchos casos se trata de flatus vocis, discursos hueros que manosean el término con la desnortada intención de reconducir los sistemas democráticos vigentes sin cuestionar sus fundamentos (rectius, la carencia de ellos). Preocupados por los productos más aberrantes del liberalismo (feticidio, eutanasia, transgenerismo, perversión sexual, corrupción de menores en centros des-educativos estatales y privados), no aciertan a comprender que éstas son las consecuencias coherentes de las premisas encumbradas; efectos proporcionados a las causas asumidas; conclusiones lógicas de un proceso sin solución de continuidad.

Nos encontramos, también, con la subordinación del orden político al orden familiar: inversión típica de cierto conservadurismo clerical que, quizá sin advertirlo, asume el individualismo y simplemente amplía su radio, con grave daño para el orden social pero también, en consecuencia, para la misma familia: desnaturalizando el principio de subsidiariedad en sentido liberal, e ignorando el principio de totalidad, afirma que «la política existe para la familia, y no la familia para la política». Sin embargo, una mirada sencilla y atenta a la realidad nos descubre que la familia no viene antes que la comunidad política: familia, sociedad civil y comunidad política son metafísicamente contemporáneas, y si bien ésta —y su gobierno— debe respetar y alentar la vida de aquéllas, también debe ayudarles, suplir sus incapacidades y, sobre todo, coordinar todo el entramado social de comunidades inferiores (imperfectas) ordenándolo al bien común de la polis (comunidad perfecta), que tiene primacía absoluta y amerita la subordinación y cooperación de aquéllas, como partes que se ordenan al todo. Si la comunidad política no se dirige al bien común, es la propia familia la que queda gravísimamente desamparada: es su núcleo, su célula básica, pero precisamente por ello no está nunca a la vanguardia sino a la retaguardia. Es la última línea de defensa y nunca una línea de ataque.

Y en fin, acabada expresión de esta misma mentalidad antipolítica son los «valores no negociables», entre los que se incluye —como un valor más— el bien común, despojado de su causalidad final. «Valores» que a la postre no han sido sino excusa para invitar a los católicos biempensantes a engrosar la tajada electoral de partidos demócrata-cristianos, ora «moderados» ora «fachas», reforzando las dinámicas perversas del parlamentarismo y bloqueando la posibilidad de reedificar una política verdaderamente católica desde cimientos doctrinales sólidos.

Julián Oliaga, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta