Todo entrevero de políticos, como son las campañas electorales -máxime las de presidente-, están ahogadas en lugares comunes, tópicos, que sirven de suelo a proyecciones ideales futuras, promesas distópicas.
En las últimas presidenciales de Argentina gran parte de los políticos (y de los medios informativos que los sirven) repetían hasta el hartazgo: «la democracia recuperada» hace cuarenta años, con el pasado presidente Raúl Alfonsín, en referencia a un legado intocable que debería servir de piso al futuro mejor. Otro sector minoritario volvía la vista al pasado, a la generación de 1880 hasta 1910, para ensalzar el tiempo en el que Argentina fue «la mayor potencia del mundo» y proyectar esperanzadamente la recuperación de un derrotero que nos devolvería a esa estelar situación mundial.
Son dos tópicos disparadores de ilusiones distópicas, pero que se dan de narices por incompatibles el uno con el otro. El de «la democracia recuperada» define un marco institucional que se hace de partidos políticos, sectores prebendarios, derechos sectoriales, justicia enfeudada, Estado elefantiásico y muchos hábitos propios de esos sistemas. El de «la primera potencia mundial» precisa un débil sistema político puesto al servicio de un proyecto económico en un contexto global favorable, que preanuncia la hegemonía de lo material sobre lo espiritual. Veámoslos de cerca.
La democracia recuperada
La democracia recuperada es un tópico mítico, que encierra la ficción de una preexistente democracia desgraciadamente perdida por los gobiernos militares y los malos civiles. ¿Un mito? Sí, un mito. La historia no resiste ni la recuperación ni la democracia antes de 1983.
De 1976 a 1983 hubo un gobierno militar, la «Dictadura», que vino a suceder el tercer gobierno de Juan Domingo Perón continuado a su muerte por su esposa y vicepresidente María Estela Martínez. Es evidente que no se recuperó esa democracia caracterizada por las hordas terroristas y la sangrienta represión militar.
Es evidente también que no puede tratarse del zigzagueante devenir institucional entre 1955 y 1973, que alterna gobiernos militares y civiles, con la proscripción del peronismo y el intento de copar las fuerzas nacionales y populares, según algunos vacantes. En estos años está el germen que llevó ala desastre de 1976.
Tampoco puede tratarse de la democracia peronista de los dos primeros gobiernos de Perón (1946-1955), que los políticamente correctos han criticado por la falta de libertades públicas, el obrerismo, el populismo, el amañamiento de las elecciones y tantas otras corruptelas que sería largo enumerar. Y ni qué decir del régimen instalado en 1930, tras la caída del radical Hipólito Yrigoyen, que se ha conocido como «la década infame» por la corrupción electoral y moral, política en suma.
No ha de ser la recuperación de la democracia del Partido Radical (1916-1930) que repitió sin vergüenza muchos vicios de los liberales y conservadores que los precedieron en el poder, a más de sostenerse en un voto restringido por la exclusión de las mujeres. Lo mismo cabría decir, entonces, de los tiempos anteriores que se hunden en el s. XIX, desde 1880, la época de la «república posible» alberdiana, restringida, cerrada, conservadora en el peor significado de la palabra. Si seguimos retrocediendo, encontramos los años fratricidas, de caos político, en los que nada hay de democracia y casi nada de república.
Entonces, no había qué recuperar en 1983, porque no hubo democracia recuperable antes de esa fecha. No existe el espejo democrático en el cual mirarnos. «La democracia recuperada» es un mito inventado a posteriori para justificar la degeneración generalizada existente. Porque si estoy de hoy es democracia, Dios nos libre y guarde de los demócratas recuperadores.
La potencia mundial
Este es otro mito. Quienes creen que la Argentina fue en verdad una potencia mundial económica, desde fines del s. XIX hasta las primeras décadas del XX, desconocen la historia porque son selectivos a la hora de apoyarla en datos. Es cierto que Argentina fue por entonces un país con notable crecimiento económico, pero el hecho no basta ni para explicar el crecimiento como tampoco justifica cerrar los ojos a todos los problemas nacionales por entonces, hijos de ese liberalismo.
Brevemente explico cómo debe entenderse el tema. El crecimiento argentino se debió a una favorable situación internacional, que también fue provechosa para Nueva Zelanda e inclusive Australia y Canadá, competidores de Argentina en la exportación de materias primas. Cuando el mercado mundial se volvió adverso, la potencia se esfumó porque los términos de intercambio ya no eran tan positivos. Además, el crecimiento argentino se hizo según la división del trabajo internacional -que postergó sine die la industrialización del país- y mediante un método que se llamó «capitalismo invertido», que consistió en favorecer los capitales extranjeros, principalmente los ingleses, en detrimento de los nacionales.
La riqueza del país no nos pertenecía, pues incluso los servicios públicos -como los trenes- se concesionaron con irritantes privilegios y por un número de años escandaloso. Por no decir nada del endeudamiento exterior, que ha sido eterna herramienta de los buenos liberales, al punto que el Sarmiento presidente de la Nación pidió uno a los capitales ingleses y, una vez obtenido, no sabía para qué emplearlo.
Por otra parte, la mala distribución de la riqueza entre el nacional y el extranjero, se derramaba en la pésima distribución del producido entre los nacionales. La pobreza que llegaba hasta la abyección generaba una exclusión económica y social que se traducía en una capitis diminutio política.
Este mismo esquema ¿de crecimiento? se mantuvo por varias décadas, inclusive en la ya mencionada «década infame»: la gestión de los intereses económicos y políticos foráneos nos convirtió en un país dominado por sus personeros, los perduellis, como denunció en su momento José Luis Torres.
La impecabilidad
Hoy, ni bien terminada la campaña presidencial, vemos cómo estos míticos tópicos entran en colisión y que, en lugar de proponer una salida distópica, nos ofrecen dos formas de conservadurismo barato y mentiroso.
Los defensores de «la democracia recuperada» (peronistas, kirchneristas, radicales, socialistas, comunistas de pelaje variado) sostienen «la impecabilidad» de la democracia, no se la puede tocar, sus conquistas no son pasajeras, no obstante que entre sus logros se cuenta el 50% del país hundido en la pobreza, una inflación superior al 200% el último año, un atraso notable en muchos sectores productivos, una bajísima tasa de empleo formal y una larga lista de etcéteras.
Los precursores de «la Argentina potencia mundial» (liberales, republicanos, libertarios) quieren repetir el método tópico de hace siglos: abrir el país al extranjero, imponer el mercado libre en todas las direcciones y dimensiones, tomar como una guía y bandera la libertad absoluta en todo, sin mirar en sus consecuencias negativas, porque el mercado, acaba de decir recientemente el presidente Javier Milei, nunca falla. Otra forma de «la impecabilidad», ya no política sino económica.
Juan Fernando Segovia
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