Ecos palaciegos (I): Pasos perdidos

La restauración de la verdadera monarquía no podrá tener lugar sin la consecuente restauración del palacio y de la vida palaciega.

Victoria y Abdul

Reconozco que el título puede llevar a engaño. «De los pasos perdidos» se llama el recibidor principal del Congreso de los Diputados de España y, quizá, de algún otro parlamento más. Nunca he querido averiguar el porqué de tan romántica denominación y estoy firmemente decidido a mantenerme en esa ignorancia. Primero, porque siempre he defendido que no todos tenemos que saberlo todo y que, si la sabiduría y el conocimiento son un deber universal, el secreto es un derecho casi igual de universal. Segundo, porque me gusta mucho la expresión, precisamente por lo que de romántico y evocador tiene, a pesar de estar indisociablemente ligada a camarillas, conspiraciones y tejemanejes oscuros. Por eso les propongo darle otra significación: pasos perdidos son los que lanzan un vago eco entre los muros vacíos de un viejo palacio; eco que se escapa entre los vanos sin cristales y por las rendijas de una techumbre recomida que deja ya atisbar el cielo del atardecer. Pasos perdidos son los que se dan cuando uno se adentra, con la actitud seria y serena del explorador y del poeta —dos de las empresas que más coraje requieren— en las ruinas de una antigua residencia principesca que se viene abajo por falta de uso.

En las próximas semanas les propongo que tratemos de responder a una pregunta que, aunque no lo parezca, es importante: por qué ya no vivimos en palacios. O, si lo hacemos, por qué esos palacios ya no parecen palacios.

Hay una piedra de toque que permite discernir sin asomo de duda cuándo una monarquía ha dejado de serlo. O, por tomar prestados mis propios términos, cuándo un monarca pierde su majestad para comenzar a estar transido de majestuosismo. Esa piedra de toque es su residencia.

Los monarcas pueden dejar de usar sus palacios simplemente porque dejen de ser monarcas; tómese la expresión en sentido fuerte: la monarquía ha sido abolida y su titular, exiliado. En la mayoría de esos casos, el gobierno sucesor se encarga de ocupar los regios inmuebles para transformarlos en museos (Topkapi, Schönbrunn, Versalles, el Hermitage), sedes de órganos administrativos (Quirinal, Kremlin, La Aljafería) o, simplemente, de dejarlos pudrirse para mejor olvidarlos (Tatoi, Valsaín). No es éste el caso que nos ocupa.

Los monarcas también pueden dejar de habitar sus palacios porque dejen de ser monarcas, como señalábamos arriba, en un sentido amplio de la expresión. Generalmente esto sucede porque se vuelven liberales, burgueses y comodones, esto es, porque empiezan a mirar sus palacios desde el punto de vista de la funcionalidad, la rentabilidad y la practicidad.

Un ejemplo patente de este lamentable problema lo encarna la reina Victoria, cuya cualidad más destacada como gobernante y como mujer consiste, exclusivamente, en haber sido una fuente fecunda de inspiración fílmica y novelesca. El problema de y el problema que es la reina Victoria (como ejemplo arquetípico del problema de y que son todas las monarquías liberales del universo mundo) quedan magistralmente reflejados en dos películas bastante interesantes que, aunque están separadas por varias décadas, (en la realidad fílmica y en la realmente real) de hecho, cuentan la misma historia: cómo la reina Victoria, hastiada de sus (no tan) agotadoras obligaciones regias, se encapricha de un plebeyo con el que trata de revivir, casta y mayestáticamente, sus ilusiones de juventud: Su Majestad Mrs. Brown y Victoria & Abdul. Curiosamente, o no tanto, ambas están protagonizadas por la siempre regia Judi Dench.

Un rey puede dejar de ejercer y aún de creer en la realeza por muchos motivos y no es el objeto de este artículo precisarlos, identificarlos ni de explorar sus causas; el objeto preciso de este artículo, como de los que van a seguir D.m., es describir una consecuencia inevitable y, al mismo tiempo, sumamente elocuente, de la pérdida del Antiguo Régimen en cuanto tal. Y aun de la simple creencia en el Antiguo Régimen. El palacio comporta una serie de deberes y obligaciones que la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos (carlistas o no), no se hallan en la disposición moral de soportar, aunque ellos piensen lo contrario. Porque un palacio no es una mansión de nuevos ricos; es un deber de estado y hasta de Estado. La restauración de la verdadera monarquía no podrá tener lugar sin la consecuente restauración del palacio y de la vida palaciega. Precisamente, los monarcas que con más vehemencia se han opuesto a la verdadera monarquía (o que han sido utilizados con este designio), han sido lo bastante inteligentes para suprimir, en primer lugar, la vida palaciega. Y justamente, puesto que ella es, como decíamos, la piedra de toque de la sociedad tradicional por cuanto ésta tiene —en lo que a la jefatura del gobierno se refiere— de marcadamente poco funcional, poco práctico y poco rentable.

Los gobiernos tradicionales se contentan con un nivel elemental de eficacia que permite (en la medida misma en que lo implica), que la mayoría de los asuntos de la vida cotidiana de sus súbditos sean resueltos por ellos mismos o por sociedades intermedias. El gobierno palaciego no pretende ser funcional más que un número extraordinariamente reducido de materias, que exigen un importante ejercicio de confianza y de auténtica delegación en los súbditos. Desde el punto de vista de la autoridad suprema, el gobierno de la sociedad tradicional no es funcional[1], precisamente en la medida en que numerosas cuestiones escapan a su control. De la misma manera, en un palacio digno de su nombre (es decir, no en una casa de nuevos ricos), la inmensa mayoría de las cuestiones que son el pan de cada día de un ama de casa son objeto del más completo abandono por parte de la titular: Isabel de Valois no puede andar ocupándose de limpiar las telarañas de El Escorial si al mismo tiempo tiene que ser reina de España; exactamente por las mismas razones por las que Felipe II no puede andar legislando sobre las normas de seguridad laboral del gremio de cardadores si al mismo tiempo tiene que ser rey de las Españas. La inmensa complejidad del gobierno de un reino a escala tradicional (es decir, reposando, en última instancia, sobre una misma cabeza coronada) ejerce la misma función social y política que la inmensa complejidad del gobierno de un palacio: mantener a la autoridad en su estatuto, a un tiempo universal y restringido: el rey, en su casa y en sus estados, tiene el derecho (y el deber) de ocuparse de todo, pero no tiene la posibilidad (funcional) de ocuparse de todos los asuntos al mismo tiempo con el mismo nivel de funcionalidad. Un gobierno tradicional preserva así, naturalmente, a sus sujetos de la tiranía.

Un Estado total está necesariamente obligado a superar ambos límites: el de la unicidad del poder, por la multiplicación tendencialmente infinita de sus agentes[2]; y el de la disfuncionalidad que implica la delegación y la subsidiariedad por la eliminación de todas las cuestiones supuestamente superfluas.

Los monarcas modernos, como Victoria, abandonan Buckingham y Kensington para instalarse cómodamente en la isla de Wight, donde todo está a la escala de un ama de casa con posibles y ponerse allí a jugar a ser la Sra. Brown o la alumna aventajada de un munshi recién importado.

Sólo que Victoria no era un ama de casa con posibles, ni la Sra. Brown, ni una estudiante de urdu cualquiera. Era la Emperatriz de la India.

O a lo mejor no. A lo mejor Victoria comprendió muy bien que su vida consistía únicamente en prestarse a hacer el papel más brillante (y el menos relevante) en una comedia en la que todos fingían que el Imperio más pujante del mundo no estaba gobernado por intereses financieros que urdían sus planes en sórdidas viviendas, muy alejadas del tren de vida y de la estricta etiqueta de palacio.

Porque, si la estricta etiqueta de palacio deja de servir para recordarle a cada uno cuál es su puesto en el cosmos, para comenzar a servir de pantalla de humo para distraer la atención del verdadero poder y de los auténticos gobernantes, entonces el palacio deja de cumplir función social y política alguna y es lógico que los monarcas, ya conscientemente privados de su funcionalidad política, sueñen con conservar, al menos, una ficción de poder en el seno de una vivienda lujosa, sí, pero a escala de sus propias capacidades, esta vez sí simplemente humanas y no regias.

Balmoral y Osborne House son el signo desesperado de una contradicción flagrante: la del rey que quiere, al menos, poder gobernar su propia casa.

Continuará.

[1] El gobierno, en la sociedad tradicional, es deliberada y conscientemente deudor del principio de subsidiariedad y, en consecuencia, numerosas cuestiones escapan de suyo, a su control en cuanto que gobierno. Ello no implica anarquía, pero sí una cierta auto organización de los cuerpos intermedios quienes, evidentemente, pueden caer bajo un concepto amplio de gobierno. Desde el punto de vista del Estado moderno, el principio mismo de la sociedad tradicional hace que el sistema sea fundamental y constitutivamente disfuncional, puesto que el gobierno, piensa el liberal, debe regularlo todo y, en consecuencia, un gobierno que no lo hace, bien usurpa un título que no merece, bien es irracional en tanto que medio adaptado a un fin.

[2] Luis XIV llevó a un sinnúmero de historiadores a engaño: el Estado no puedo ser yo, por definición.

G. García-Vao

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