Ecos palaciegos (y IV): La caída de la casa Pizarro

Nos quedan esos pasos perdidos que se pierden entre los muros desvencijados de las antiguas moradas de grandes señores

Palacio de los Marqueses de la Conquista. Trujillo

La nueva Sra. de Winter soñaba que volvía a Manderley. La nueva Sra. de Winter no se llama Rebeca, pese a lo que mucha gente piensa. La nueva Sra. de Winter no tiene nombre y ése es sólo uno de los mil detalles absolutamente geniales que hacen de Rebeca una de las mejores películas de la historia del cine. Además de que se trata de un filme de Hitchcock, de una novela de Daphne du Maurier y de que cuenta con un reparto estelar, con Laurence Olivier, Joan Fontaine y Judith Anderson en los papeles principales.

Todo eso y, claro, el hecho de que, a pesar de un sinnúmero de contrariedades, el Sr. de Winter es un aristócrata digno de su nombre que se esfuerza por mantener viva la ilusión del Antiguo Régimen en su fastuosa morada. Quizá mantener en su puesto de ama de llaves a la inquietante Sra. Danvers forme parte del precio a pagar por ser noble. Porque una casa señorial grande y compleja, necesita un ama de llaves competente, aunque sea siniestra. Ya lo explica, con salero y con muchísima más penetración y finura de la que parece, la seráfica Doctora en el Libro de su vida, cuando es invitada a las regias estancias de doña Luisa de la Cerda en Toledo: las mil obligaciones protocolarias de los grandes, hacen de su vida una servidumbre que provoca escalofríos a la recia carmelita.

Pero, en fin, Manderley no deja de ser una ficción y, hoy en día, los modernos aristócratas distan mucho de sus ilustres antepasados. El rey Théoden de Rohan podía lamentarse, justamente, de ser «un hijo menor de grandes señores de antaño» pero, al menos, tras un reinado más o menos poco lucido, podía sacar fuerzas de flaqueza y poner término a sus años y a su gobierno con un último y glorioso fogonazo de coraje, valentía y majestad. Podríamos poner las mismas palabras en los labios de los actuales titulares de ilustres casas como la de Alba, Medinaceli, Feria, Medina Sidonia, Infantado y un largo etcétera. Mas no parece que ninguno de ellos esté en la disposición de ánimo necesaria para dirigir una gloriosa carga de caballería[1] contra los enemigos del Trono y del Altar. Pero es que tampoco parece que ninguno de ellos esté dispuesto a asumir los sacrificios, económicos y sociales, que supone vivir palaciegamente en sus palacios. O, dicho en otras palabras, no parece que ninguno de ellos posea ya el temple moral necesario para ser los titulares de sus casas.

El moderno aristócrata puede haber perdido el uso y hasta la propiedad de su casa solariega por una infinidad de motivos. No se trata aquí, precisamente, de examinar por qué el fabuloso palacio que D. Álvaro de Luna mandó construir en su solar de Cadalso de los Vidrios se pudre ante la indiferencia culpable de sus propietarios; resulta bastante natural que una veintena de hijos menores de ilustres padres no se pongan de acuerdo para gestionar un palacio. Además, como es bien sabido, D. Álvaro apenas sí usó su palacio: supersticioso como era, no quiso dar a la Fortuna la ocasión de dar cumplimiento a la ominosa profecía que le hiciera en su juventud una pitonisa gitana: «Morirás en Cadalso». Claro que, las pitonisas gitanas no atienden a sutilezas como el uso de mayúsculas en sus predicciones y la Fortuna supo arreglárselas muy bien para privar al privado de su palacio y de su cabeza: su cadalso no estaba en Cadalso.

El moderno aristócrata puede hallarse en una necesidad sólo relativamente acuciante de liquidez y puede verse obligado a sacrificar, parcialmente, su vida palaciega en aras de mantener dignamente la otra parte: organizar visitas al Palacio de Liria musealizado (sea lo que sea eso), no me parece en absoluto una democratización (sea lo que sea eso) de la cultura. Me parece un indicio bastante elocuente de que D. Carlos Fitz-James-Stuart no está a la altura de D. Fernando Álvarez de Toledo. Y puede que eso no sea enteramente culpa suya. Pero, al fin, algo de señorío queda en todo ello y se puede mantener, algunos días por semana, la ilusión de que el solar madrileño de los Alba pertenece aún a los Alba y no al Ministerio de Cultura.

Más triste me parece que se pongan, directamente, en venta las antiguas casas señoriales, por falta de uso y de dineros. Pertenezco, quizás, a una categoría particularmente idealista de personas que creen que las casas-palacio no deben compartimentarse y transformarse en inmuebles y que no debería prolongarse artificialmente la vida útil de los monasterios y castillos desafectados convirtiéndolos en hoteles. Mi corazón y mis delirios de antigua grandeza me gritan que los Paradores son lo más cerca que estaremos, la mayoría de nosotros, de vivir en una ilustre residencia de antaño. Pero mi cabeza me dice que, si España no tiene ya el temple moral necesario para poblarse de jerónimos, clarisas y recios caballeros que viven austeramente entre frías piedras, tampoco tiene entonces el derecho de transformar esas frías piedras, santificadas por siglos de austeridades y sacrificios, en cómodas madrigueras para burgueses ociosos, con calefacción y servicio de habitaciones.

Y aún menos digno me resulta que, en una especie de equilibrio imposible entre una España que muere y una España que bosteza, el aristócrata venido a menos compartimente él mismo su antigua residencia para reservarse unos escasos, pero muy cómodos, metros cuadrados en un ático, desde los que dirigir la comercialización del resto de la morada: como esos duques y condes metidos a wedding planner, que ofrecen en público mercado sus seculares patios y salones para que un puñado de arribistas se crea, por unas horas, bendecido por los dioses. Puede que la democracia haya llegado a las constituciones, pero, lo que es la gente, todo el mundo se permite aún el lujo de sonar con títulos y reverencias. La democracia era eso: pues que todos no pueden ser el Marqués de Santillana, suprimamos todos los marquesados del mundo y demos al pueblo llano la ocasión de vivir principescamente, siquiera en las horas que rodean a su enlace matrimonial: Finjamos que soy feliz, triste pensamiento, un rato

Entonces, D. Gildo, si no le gustan ni las visitas guiadas del palacio de Liria, ni el Parador de Zamora, en el palacio que fue de los condes de Alba de Aliste, ni los banquetes de bodas en el palacio de los duques de San Carlos, ¿qué nos queda?

Nos queda la ruina, el polvo y el silencio. Nos quedan esos pasos perdidos que se pierden entre los muros desvencijados de las antiguas moradas de grandes señores que el mundo ha olvidado y que han dejado de tener una función en nuestra organización social. No pretendamos decirnos a nosotros mismos que la democracia, la nueva religión católica y la posmodernidad también tienen sitio para enormes casonas de piedra llenas de criados con librea que dicen sí, su señoría, y que se ocupan de organizar la vida doméstica de personajes ocupados en las graves tareas del gobierno y de la defensa de la patria, del Rey y de la Cruz. Porque no es verdad. Lo que realmente queremos decir cuando decimos que los palacios abandonados también tienen cabida en nuestro mundo, es que querríamos apoderarnos de ellos para transformarlos en cómodas moradas burguesas con aire acondicionado y wi-fi. Ni nosotros ni ellos merecemos eso.

No. Quizás el único destino honorable de un palacio principal en la triste España del s. XXI sea aguardar pacientemente su ruina total para, al fin, ser sepultado en el olvido, como aquellos que lo construyeron y que lo habitaron.

Los Sres. Marqueses de la Conquista, descendientes de aquel Pizarro que se midió al Inca y que regresó a Trujillo para contarlo y para meditar, en el silencio de las largas noches del verano extremeño, no han cometido aún el desafuero de malvender el solar de sus ancestros a especuladores sin escrúpulos. Su palacio se yergue aún, orgulloso e ilustre, frente a la iglesia parroquial de San Martín. Vacío, polvoriento, ruinoso. Caerá, sin duda, antes de que lo hagan otros palacios de la plaza, ya convenientemente adaptados a las exigencias urbanísticas, arquitectónicas e ideológicas del hombre moderno.

Anoche soñé que volvía al palacio de la Conquista

[1] ¿Como no pensar en Lord Tennyson viendo a los jinetes de Rohan lanzarse a pecho descubierto contra las picas y rodelas de Mordor? Orcos a la izquierda, orcos a la derecha, orcos delante de ellos…

G. García-Vao

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