El Dr. Eximio, después de describir el caso de unidad moral (no hipostática o subsistencial) de varios reinos en una sola Corona, añade: «De modo distinto al anterior, puede suceder que el dominio regio conste no sólo de muchas provincias [= reinos integrantes de una Corona], sino también de muchos reinos que entre sí tienen una unidad moral no per se [primer caso descrito] sino per accidens en la persona de un solo Rey, en cuyas manos han venido a parar per accidens por sucesión o por algún otro título. Ejemplos de todas estas modalidades pueden hallarse en el Imperio español [rectius Monarquía española], en el cual, bajo un solo Príncipe, se encuentran muchos reinos distintísimos entre sí, los cuales no tienen otra unión sino en la persona del Rey. De estos reinos, unos son particulares, cada uno de los cuales tiene una sola ciudad metropolitana, cuales parecen ser los reinos de Nápoles, de Aragón, de Valencia, etc.; otros son más grandes, como el reino de Castilla [= Corona de Castilla], el cual comprende provincias [= reinos] muy distintas y cuasi metropolitanas».
Vemos, pues, que la unidad es un bien relativo, cuya persistencia dependerá de un bien superior (implícitamente lo señala Sto. Tomás en su definición de «provincia»), ya que no entendemos que se mantenga esa unidad sino por razón del sostenimiento y defensa de un orden civil-secular de Cristiandad, como mutua ayuda contra posibles intrusiones o injerencias de enemigos externos o extranjeros que pretendan perturbarlo. No otra es la finalidad y sentido de la unidad monárquica hispánica, y sospechamos que ese nuevo concepto de «Hispanidad» acuñado a partir de la década de los veinte del siglo pasado en sectores conservadores y catolicistas, no tenga otra función que la de sustituir aquella genuina significación jurídica y sociopolítica de la unidad hispánica por otra inocua o neutra de índole meramente cultural y folklórica, dejando vía libre a otras estructuras espurias de «unidad» internacional al estilo de la ONU o la Unión Europea.
Como dijimos, el nuevo concepto ideológico de «nación» tenía como función la uniformización de la rica y variada realidad plural comunitaria de las Españas bajo una nueva y sola estructura estatal para un total y completo control de las familias españolas: éste es el único sentido de la expresión «unidad nacional», implantada por los revolucionarios en sustitución de la unidad monárquica. Para los nacionalistas españolistas, hubiese sido mejor que los cristianos refugiados en Asturias no se hubieran «separado» de la «común unidad» del Al-Andalus mahometano; o que Carlos V y Carlos VII no hubieran recuperado amplios territorios peninsulares bajo su jurisdicción efectiva, pues era un bien superior conservar la «unidad» del nuevo Estado nacional liberal-usurpador. Y no se diga que la concepción tradicional de «nación» favorece y promueve los nacionalismos autonomistas, pues éstos no son más que reproducciones a escala territorial menor del modelo originario del Estado nacional «español», pues beben de la misma ideológica fuente tergiversadora y desvirtuadora de dicho concepto. ¿Qué cosa más absurda puede haber que querer acusar a un legitimista de defender los nacionalismos periféricos, cuando ha sido siempre el primero en oponerse al nacionalismo españolista, que es el prototipo original y originador de aquellos otros? Por eso las familias contrarrevolucionarias españolas adoptaban el nombre de «realistas», en contraste con los constitucionalistas, que se motejaban desde el principio como «patriotas» o «nacionales». Y en realidad, la expresión de «unidad nacional» inventada por los revolucionarios depende, en última instancia, no de criterios objetivos que nos marquen si tal o cual territorio se le puede calificar de «español», sino por puro voluntarismo. Por eso, mientras le niegan el calificativo de «nacional» a un catalán, un gallego o un granadino, no dudan en dárselo, por ejemplo, a un portugués. Y si un territorio consigue independizarse del Estado-Nación «español», no vacilan en concederle la categoría de «nación», aunque previamente formara parte, según su respectiva Constitución, de la «indisoluble unidad nacional»: así ocurrió cuando el régimen isabelino aceptó la formación de las nuevas Repúblicas indianas; o el régimen alfonsino, la de la República de Cuba o Filipinas; o el régimen franquista, la de la República de Guinea Ecuatorial.
La defensa de la unidad monárquica española implica el rechazo de la «unidad nacional», que se basa en la nueva idea absolutizada de «la Nación», ajena a la concepción prerrevolucionaria del vocablo. Para aquella benemérita unidad o federación de los distintos reinos o naciones hispánicas de todo el mundo, Elías de Tejada acuñó la expresión precisa y correcta de «Monarquía federativa» (no federal o federalista, de raigambre liberal), bajo un solo Rey legítimo y en defensa de la única Fe verdadera.
Félix M.ª Martín Antoniano