La gratuidad de las guarderías, un instrumento ideológico

Aula. Foto Europa Press

La gratuidad y universalidad de las guarderías para edades comprendidas entre los 0 y los 3 años es un tema sacado a la palestra hace no mucho por el engranaje de los partidos políticos más representativos. La noticia más reciente al respecto la hemos tenido en el acuerdo entre los miembros del ejecutivo madrileño para la aprobación de los presupuestos anuales, que han incluido el compromiso para implantarla. Concretamente, uno de los socios del gobierno regional ha justificado esta medida, que también engloba la gratuidad de todos los programas de Bachillerato, porque «la educación es el verdadero ascensor social».

Al margen de la valoración general que pueda suponer esta afirmación, me pregunto en qué influye que un bebé de 0 a 3 años asista a la guardería, para el conjunto de su nivel académico. Hace unas décadas se pusieron de moda teorías educativas relacionadas con la estimulación precoz, como si el párvulo que no está permanentemente estimulado artificialmente estuviera perdiendo el hilo de su desarrollo cognitivo. Hoy, esas teorías están desechadas por la propia ciencia, reconociendo (con la boca pequeña) mayor valor a la educación clásica basada en los estímulos naturales del entorno del bebé. Entonces, insisto: ¿qué tienen que ver las guarderías con la educación?

La respuesta es: nada. La causa última, a mi juicio, es, por un lado, la aceptación de un hecho consumado, es decir, que en un hogar con hijos es absolutamente natural que ambos padres ejerzan trabajo remunerado en condiciones de igualdad; y, por otro, el catalizador ideológico que ha llevado a esa realidad, que no es otro que el dogma de que una madre que no se realiza fuera del hogar, tiene una suerte de menor dignidad a los ojos del mundo. Y, por ambos motivos, se plantea la necesidad de una guardería, sólo nominalmente gratuita, ya que gratuito no hay nada (simplemente se detrae su presupuesto de la recaudación tributaria, con lo cual necesariamente se dejan de destinar esos fondos a otros fines), porque se tiene la idea fija de que la incorporación de la mujer al mundo laboral retribuido debe hacerse en ausencia absoluta de efectos colaterales. La coartada de la «brecha de género», ideada por la izquierda y secundada por la derecha, no es más que la manifestación de que el progresismo también es patrimonio de esta última. Y, al final, eso se traduce en menos tiempo de vida familiar, más desarraigo, y más externalización de la labor natural de los padres.

Me pregunto por qué esa prestación tiene que ser, además, universal. Para aquellos que no pasan penuria económica, se trata de algo totalmente superfluo. Y en todo caso, para aquellos que sí están en dificultades, no debería tratarse más que de un régimen transitorio mientras se ejecutan medidas alternativas relacionadas con el fomento de la permanencia de las madres en el hogar, especialmente durante los primeros años de la infancia de sus hijos (excedencias laborales, ayudas por hijo a cargo, cobertura de cotización social, etc.). La autoridad pública tiene el deber de fomentar el bien que representa la familia. Pero, bajo la lógica del sistema, reducir la población ocupada tensiona al alza los salarios. Al mismo tiempo, la ausencia de las madres del hogar genera actividad económica adicional: guarderías, servicio doméstico, actividades extraescolares, etc. Y eso es lo que gusta que aparezca en los medios: crecimiento del que se puede medir, y en todo caso, medido únicamente en términos monetarios.

Se nos achaca que España es uno de los países con menor tasa de ocupación de nuestro entorno. No me parece un argumento a tener en cuenta si no se especifica su causa. Refleja simplemente la preocupación de una sociedad materialista y sometida a las reglas del progreso según el prisma revolucionario.

Javier de MiguelCírculo Abanderado de la Tradición y Ntra. Sra. de los Desamparados de Valencia