La promoción del nacionalismo vasquista por el poder liberal central

Legitimistas españoles durante los discursos pronunciados en la campa cercana al Monasterio de Irache, en la concentración de Montejurra de 1969

Podrá parecer paradójico el título de este artículo, pero los hechos históricos son claros, y, además, como se verá, no carecen de su propia lógica interna. Al afirmar esta responsabilidad de los «Gobiernos» centrales revolucionarios en la expansión del nacionalismo en los territorios vascos, no nos estamos refiriendo a la idea tantas veces aducida (y no carente de razón) de la dilatación del sentimiento nacionalista por reacción o efecto colateral frente al absorbente uniformismo jacobino, sino a una deliberada política perfectamente querida y diseñada desde la Capital.

El objetivo único y primordial consistía en la progresiva eliminación de la decisiva prevalencia social legitimista existente en aquellas áreas de la Península. Es verdad que, para este fin, los «Gobiernos» madrileños abogaban por el desarrollo de una mentalidad social alternativa de un alcance meramente cultural, dentro del contexto de una ideología historicista que recibía el nombre de regionalismo, compatible con el único esquema político aceptable (el nacionalismo españolista) y funcional al reconocimiento del status quo del «derecho» nuevo o constitucional y de la soberanía usurpadora. Otra cosa distinta es que estos equilibrios teóricos pretendidos por esos «aprendices de brujo» resultaran imposibles en la práctica, pues siempre acaban derivando en posiciones políticas nacionalistas, ya sea deteniéndose en una etapa intermedia (línea autonomista), ya sea sacándose las últimas y lógicas consecuencias (línea abiertamente independentista).

Para este trabajo sociológico de laboratorio, era de necesidad indispensable la colaboración de la Iglesia, debido al enorme influjo del clero bajo y rural en las filas legitimistas vascas. De ahí los frecuentes encuentros de Cánovas con el Obispo de Vitoria Fernández de Piérola en el balneario de Santa Águeda (lugar, por cierto, del asesinato del estadista) a fin de «concordar» la paulatina eliminación de toda presencia determinante de sacerdotes legitimistas en Parroquias, Arciprestazgos y Profesorado del Seminario, en perfecto paralelismo con la labor de los Gobernadores Civiles en la mayor disminución posible de presencia carlista en los «Ayuntamientos» revolucionarios y Diputaciones Provinciales. Hay que tener en cuenta que la Diócesis de Vitoria fue creada ex novo en virtud del Concordato de 1851, y su nombre se debe a que la sede se encontraba en dicha ciudad, pero su jurisdicción (y, por tanto, su influjo) se extendía a todo el territorio vasco en su conjunto (por lo menos hasta 1950, en que se dividió en las tres Diócesis vascas que hoy todos conocemos).

Esta misma política antilegitimista y pronacionalista de la época alfonsina continuó fomentándose, sin solución de continuidad, bajo los sucesivos «Gobiernos» franquistas. Cuando el santo Obispo javierista Gúrpide llegó a su Diócesis de Bilbao, el mal nacionalista estaba tan avanzado que apenas pudo hacer ya nada para atajarlo, y acabó martirizado por su propio clero. Todo ese incitado magma nacionalista democristiano y derechista, fue el caldo de cultivo de donde terminó surgiendo el nacionalismo de izquierdas y terrorista. En 1964, Carrero Blanco encargó a unos jóvenes oficiales del Ejército franquista un informe sobre la situación vasca. Éstos describieron el peligroso predominio nacionalista existente, señalando a las ikastolas como importantes focos del mismo, y apuntaban como solución esencial el apoyo y revitalización oficial de los javieristas como única oposición efectiva al avance nacionalista (frente a la evidente ineficacia de las personalidades tradicionalistas franquistas adscritas a la burocracia oficial). Esta ingenua sugerencia fue, obviamente, desechada, pues perjudicaba la creación de un ambiente social propicio a la dinastía liberal apoyada por Franco, y algunos de esos oficiales que elaboraron el informe serían poco después destinados a agregados militares de Embajadas.

En esa misma línea, el legitimista asturiano J. E. Casariego cuenta que fue encargado por Juan Palomino (Jefe de la Junta Suprema del Rey Javier I) para la realización de unas gestiones con Fraga en la Primavera de 1969 a fin de que el «Gobierno» franquista «nos dejase actuar con “cierta libertad” en Vasconia y Navarra: el carlismo conservaba allí fuerzas positivas y sobre todo grandes resonancias; pero el carlismo tenía que actuar como tal, nunca como instrumento al servicio del Gobierno y de sus planes […]. De este modo nuestra actuación sería un importante contrapeso al crecimiento del separatismo-terrorismo, el único contrapeso posible». Esta propuesta fue también rechazada por las mismas «razones» apuntadas al inicio. Esta acción oficial franquista en esas tierras, recibiría incluso las críticas de uno de los propios tradicionalistas franquistas, J. L. Zamanillo, quien escribió en 1977: «Lamenté la equivocada política seguida en aquella querida región, desde que terminó la guerra. Error cuyas lamentables consecuencias estábamos pagando entonces, y seguimos, con mayor gravedad, sufriendo».

Félix M.ª Martín Antoniano