De la soberanía (II)

Detalle del fresco «La Edad del Bronce», por Pietro de la Cortona (1641)

Publicamos el segundo artículo sobre la soberanía, original de finales de 1854, en el que se hacen mordaces observaciones en torno a la distinción entre soberanía radical u originaria y soberanía actual, típica del doctrinarismo de la época.

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De buen grado concederíamos que ésta reside en el pueblo, siempre que se nos explicase satisfactoriamente cómo la ejerce. ¿Cómo responden los defensores de este denominado principio? Vamos a decíroslo. Hay dos especies de soberanía: una radical y otra actual; la primera se halla en la totalidad de la nación, pero esta soberanía es una entidad, un ser abstracto y, por consiguiente, no es cosa que la ejerza ninguno. La segunda es ejercida por aquellos a quienes la Constitución se lo permite y en la forma que ella previene. Esto en puridad quiere decir que la primera de dichas soberanías es una mera abstracción, o más bien una soberanía nominal y fantástica: soberanía que no da ningún derecho ni poder. Pues entonces, ¿qué es lo que da y para qué sirve? ¿Y qué soberanía es esa que no tiene nada de real y positivo? Lo dejamos a la resolución de los nuevos publicistas españoles.

¿Es por ventura tan nula e indefinible la que llaman soberanía actual? Pasemos a verlo, examinando antes quiénes son estos soberanos actuales. Nadie puede señalarlos con cabal precisión, porque en esto varían las Constituciones de los Estados. Las que más extienden el derecho de ejercer semejante soberanía, excluyen a las mujeres y a los menores de edad, a los sirvientes domésticos, a los encausados y a los que carecen del uso de la razón y de los fueros de ciudadanía; de modo que, bien ajustada la cuenta, el número de los soberanos actuales a duras penas llega a una quinta parte de los individuos de la nación. De esta quinta parte hay que rebajar: primero, los que al tiempo de ejercer la soberanía se hallan imposibilitados de hacerlo, tales como los detenidos, los ausentes, los enfermos, los muy ancianos y algunos otros; y segundo, los que se abstienen de su ejercicio, que son muchísimos, como se ha visto en todas las elecciones. Así que entendemos no ir descaminados si de la referida quinta parte deducimos una cuarta, y si después de hecha esta deducción sacamos estas dos consecuencias: primera, que de los quince millones de moradores en que por lo menos se calcula la población de España, sólo tres millones pueden ejercer la soberanía actual; y segunda, que en realidad únicamente la ejercerán dos millones doscientos cincuenta mil. Y ¿cuántos habrá que descontar de este número, si se señala renta determinada para poder ejercerla?

Apuremos todavía más la materia. Preguntemos a los patronos del sofisma que combatimos, a qué se reduce el ejercicio de la soberanía actual. Suponemos que nos contestarán que a formar las leyes que han de regir el Estado. Enhorabuena, mas no querrán que concurra a este acto un número de individuos tan considerable. Así es efectivamente, y por eso juzgan indispensable que los soberanos actuales confieran su autoridad a ciertos mandatarios que, bien por sí mismos, bien por mediación de otros, designen los que han de formar tales leyes, de suerte que todos esos soberanos quedan reducidos a trescientos y pico.

Aun no hemos examinado con todo rigor la cuenta. Lo que hacen estos soberanos no merece la denominación de leyes, porque está sujeto a una sanción con veto absoluto o temporal; sanción que le da fuerza obligatoria, y sin cuyo requisito todo lo hecho es trabajo perdido. Por manera que, apurado este asunto cuanto se debe, resultará en definitiva que la tal soberanía se resume en que un pequeño número de individuos elija otro número incomparablemente menor para que en ciertas épocas venga a reunirse en un salón muy elegante de la corte para pronunciar bellísimos discursos en que se prometen muchas cosas, de las cuales no se cumple ninguna; a examinar unas actas llenas de protestas en que se revelan los vicios innumerables de las elecciones; a hablar mucho sobre lo que han hecho y dejado de hacer los ministros mientras han estado cerradas las Cortes, resultando siempre que lo hecho, hecho se queda, y que los ministros salen siempre ilesos; a interpelar constantemente a dichos señores sobre lo que al interpelante le place, interese o no a la nación; a formar multitud de proyectos de ley para que sirvan de tema a inacabables peroratas; a levantar tempestades parlamentarias que escandalizan y afligen a los oyentes y lectores; a… pero ¿a qué hacer más enumeraciones? ¿No conocen ya todas las obras de esta especie de soberanos? ¿No saben que en el largo periodo de 23 años que están ejerciendo eso que llaman soberanía actual, no han ejecutado cosa alguna que merezca los elogios de la historia?

Concluiremos este artículo resumiendo lo que hemos dicho acerca de la soberanía de nuestros filósofo-publicistas; esto es, reduciéndola a lo que es realmente, a tres cosas no más: a juntarse ciertos días en un lugar señalado unos cuantos vecinos de cada pueblo, poner en un papel dos, cuatro, ocho o diez nombres que les han sido recomendados, y reunirse en Madrid los sujetos escritos en este documento para estarse hablando cuatro o seis meses cada año. ¡No les parece a nuestros lectores que es buena soberanía ésta! ¿Creen, en su conciencia, que un derecho tal merezca la pena de trastornar el mundo culto, y de que, para sostenerlo, se haya derramado tanta sangre, se hayan hecho tantas viudas y huérfanos, y se hayan perdido tantas fortunas? ¿Es posible que por una quimera como ésta viva agitada España y se estén causando males sin cuento? Difícilmente creerá la posteridad que, en un siglo que se llama ¡ilustrado y positivo, haya habido, por defender derechos puramente imaginarios, las guerras, los levantamientos, los motines y las demás calamidades por las que hemos pasado, y que todavía estamos sufriendo.

(Continuará).

LA ESPERANZA