De la soberanía (IX)

Monarchy

Publicamos la novena parte de la serie sobre la soberanía. En esta entrega, el editorial de LA ESPERANZA se pregunta por el principio de legitimidad de los gobiernos. Concluye que no es la fuerza ni la obediencia ni el consentimiento del pueblo, tácito o expreso, lo que legitima los gobiernos, sino la prescripción.

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En el artículo precedente indicamos que el poder, considerado en sí mismo, no es un derecho primordial reconocido a priori, sino que es más bien un hecho, aduciendo en confirmación de esta verdad copiosas pruebas sacadas de la historia de los más famosos gobiernos populares de la antigüedad. Hoy nos toca demostrar cómo este hecho llega a constituir un derecho; es decir, cómo se legitiman los gobiernos, o, mejor dicho, qué cosa los hace civilmente legítimos.

Sobre esto hay varias opiniones: unos afirman que los legitima el derecho divino; mas como éste solamente pudiera aplicarse a los reyes en el sentido que otro día expondremos, queda sin resolver la cuestión. Ésta, puesta en términos claros, se reduce a si desde el momento que se establece un gobierno, sea de la clase que fuere, es instituido por derecho divino, y la autoridad de su jefe tan legítima como si la hubiese recibido del mismo Dios. No sabemos que haya habido un solo autor que lleve su opinión hasta este extremo: tales exageraciones han sido inventadas por los revolucionarios para persuadir que solamente admitiendo la soberanía del pueblo, es cómo puede explicarse razonablemente la legitimidad del poder. Decimos hasta este extremo, porque suponemos que ninguno habrá dicho, por ejemplo, que Bruto y Colatino, o sean Valerio y Horacio, sucedieron a los Tarquines por institución divina, ni que los caciques de los indios salvajes hayan sido puestos por Dios al frente de sus tribus. Esto nos llevaría más allá de lo que permite la sana razón, pues equivaldría a sostener que el que destronase a un caudillo de iroqueses, cometería una especie de sacrilegio porque atentaba contra un elegido del Señor. Resultaría también de aquí que todo el que se subroga al jefe de un Estado, aunque no lo sea más que de un aduar de hotentotes, es perpetuamente ilegitimo, porque no hay en la tierra quien pueda lícitamente destruir lo que Dios estableció. Resultaría además que todos los gobiernos existentes ejercen una autoridad usurpada, porque todos están fundados sobre las ruinas de otros. No hay, repetimos, quien haya sostenido tan extrañas opiniones ni, por consiguiente, quien haya entendido de un modo tan raro los textos de la Sagrada Escritura referentes al caso; textos que tienen facilísima y natural explicación, como haríamos ver si impugnásemos a hombres que admiten el testimonio de la Biblia.

Otros publicistas hacen consistir la legitimidad de los gobiernos en el reconocimiento de los otros Estados. Aunque eso fuese cierto, no sería aplicable a los gobiernos antiguos, entre los cuales no se usaban tales reconocimientos. El conquistador que con su ejército ocupaba un país, no se curaba de que los gobiernos limítrofes le reconociesen o no: únicamente cuidaba de defender y conservar su nueva adquisición. Lo mismo sucedía con los gobiernos producidos por las revoluciones interiores. Si el gobierno recientemente creado tenía fuerza suficiente para sostenerse, le importaba poco el reconocimiento o no reconocimiento de los demás, y así nunca les exigía esta formalidad. La fuerza fue siempre el único título con que los gobiernos antiguos se hicieron respetar de sus vecinos y, en realidad, lo mismo sucede con los modernos: el tratado viene después de establecido el gobierno, y viene por pura fórmula. Además, si el reconocimiento legitimase los gobiernos, se deduciría lógicamente que habían sido legitimados los que todos han tenido por usurpadores y nulos; tales son (sin remontarnos muy arriba) el Directorio y el Consulado, que fueron reconocidos por casi todas las potencias.

Otros, finalmente (y son todos los liberales), establecen por único principio de la legitimidad de los gobiernos el consentimiento de los mismos gobernados. En otro lugar hemos demostrado, con la historia de todos los pueblos, que ningún gobierno se ha establecido por medio de un consentimiento expreso; ahora vamos a probar que tampoco el consentimiento tácito es el que legitima el poder. Los que tal doctrina sustentan deberían decir si hablan del consentimiento universal sin fallar un solo individuo, ó solamente de la mayoría numérica. Si sostienen lo primero, deberemos contestarles que no ha habido, hay, ni habrá en el mundo un solo gobierno con el cual estén contentos todos los súbditos, y en cuyo país no haya muchos individuos que quisieran verle mudado; póngase a discurrir cualquiera, y diga luego si tenemos razón. Si defienden lo segundo, es menester que nos digan si el consentimiento de la mayoría ha de ser verdaderamente libre y sincero, o bastará el forzado. Si se necesita que sea sincero y libre, hay que confesar que en muchos siglos no han sido legítimos la mayor parte de los gobiernos de la tierra. Apelemos a la historia, no de las naciones bárbaras, sino de las más cultas.

Destruye Nemrod el gobierno patriarcal, y justa o injustamente funda una verdadera monarquía: ¿cuántos siglos pasarían antes que la mayoría de los gobernados estuviese sinceramente contenta con aquella forma de gobierno? Probablemente acabaría éste antes que los súbditos llevasen con gusto el yugo del monarca. Y qué, ¿en todo aquel largo período no hubo gobierno legítimo en el vasto país que dominaron Nemrod y sus inmediatos sucesores? Aparece en la escena un príncipe guerrero, conquista muchas y grandes provincias, y funda el poderoso imperio de los asidos; ¿cuántos años, o, por mejor decir, ¿cuántos siglos no pasarían antes que los países conquistados estuviesen contentos con la nueva dominación? Y el mando de los monarcas de aquel imperio, ¿no fue legítimo en tan larguísima época? Sucedió el imperio de los babilonios, que se tragó el de los ninivitas y le aumentó con muchas conquistas: ¿cuánto tiempo no tardarían los nuevos esclavos en aficionarse sinceramente a los devastadores de aquel territorio? Y en todo ese espacio, ¿estarían sin monarca legítimo? Lo mismo debió acontecer a la dominación de los persas, que sucedió a la de los babilonios, y lo mismo debe decirse de la expedición de Alejandro, que acabó con la dinastía persiana, y de las nuevas monarquías que fundaron los generales macedonios a la muerte de su caudillo, ¿cuántos siglos no debieron de pasar antes que aquellos dilatadísimos territorios estuviesen contentos con la dominación griega, que tanto aborrecían? Mas no necesitamos ir tan lejos, ni subir a tiempos tan remotos. Dentro de la Península tenemos un ejemplo bien terminante. Cerca de un siglo estuvo Portugal unido a la corona de España: la religión de ambos países era la misma, la lengua muy semejante, la forma de gobierno idéntica, las costumbres parecidas y el origen común; y, sin embargo, nunca la mayoría de los portugueses estuvo bien avenida con el mando castellano. ¿Habrá, por ventura, alguno que ose decir que el gobierno de Castilla no fue gobierno legitimo para los portugueses? Imposible que le haya Si para la legitimidad del gobierno basta el consentimiento tácito, no ha habido ni habrá uno siquiera que, en el hecho de existir, no sea legítimo, por la sencillísima razón de que ninguno manda sino a los que le obedecen. Más, habrían sido legítimas todas las usurpaciones y tiranías de que hace mención la historia: la dominación del usurpador y tirano Pisístrato, las dictaduras de Sila y de César, el protectorado de Cromwell, el gobierno guillotinesco de Robespierre, etc. No hay remedio: la mayoría, y aun la casi totalidad de los gobernados, obedecían por la fuerza; luego si es la obediencia forzada suficiente para legitimar cualquier poder, fueron legítimos el de los personajes que hemos enumerado, y el de los demás usurpadores de que hablan los anales del mundo.

Si ninguna de las condiciones que hemos apuntado legitima los gobiernos, ¿cuál es el principio de su legitimidad? El que lo es de las adquisiciones humanas, la prescripción. No tiene duda que lo más esencial para la prescripción en las demás adquisiciones de los hombres, es la posesión quieta y pacífica; es decir, una posesión no disputada ni interrumpida, continuada por cierto espacio de tiempo, más o menos largo, según la buena o mala fe, la calidad del título de adquisición, y la naturaleza de la cosa adquirida. Dícese quieta y pacífica la posesión cuando, o nunca hubo resistencia por parte del antiguo poseedor, o cesó definitivamente la que había habido. Esta es doctrina corriente entre los jurisconsultos, y al mismo tiempo aplicable a los gobiernos; mas es del caso ilustrarla con ejemplos.

Invadieron la España los godos, y combatiendo contra los romanos, los vencieron y se apoderaron de la Península, despojando de sus tierras a los antiguos dueños, y repartiéndolas entre sí. La adquisición no pudo ser más injusta: el derecho divino, lejos de canonizarla, la reprobaba, como reprueba toda usurpación y todo robo; los conquistadores no pidieron el reconocimiento de los otros Estados, como se acostumbra en la moderna diplomacia; y los despojados de seguro no consintieron ni expresa ni tácitamente en que los mandasen aquellos nuevos señores, y mucho menos que les quitasen sus bienes. Pero es lo cierto que la fuerza pública, ó sea las armas romanas que debían reparar esta violencia y mantenerlos en su antigua posesión, huyeron y dejaron libre el campo a los invasores. Pasaron días y días; los defensores no volvieron; cesó toda resistencia a la nueva adquisición, y al cabo de años ésta quedó legitimada por la prescripción, la cual creó en adelante un derecho muy legítimo en favor de los dominadores. Pues de este modo es como se legitiman los gobiernos.

Pongamos otro caso. La monarquía goda, aunque usurpadora en su principio, vino a ser legítima, según se acaba de ver. A los dos siglos de duración es invadido su territorio y ocupado casi todo él por los sarracenos. Refugióse el gobierno de los godos entre peñascos inaccesibles, resiste desde allí en tales términos, que prolonga su resistencia por 700 años, hasta que al fin lanza de su país y destruye para siempre el poder musulmán. Apenas habrá quien sostenga que éste fue legítimo, no obstante ser obedecido y su autoridad consentida expresa y tácitamente por la inmensa mayoría de los habitantes de los reinos moros de España. Y ¿por qué no se hizo legítimo? Porque no cesó la resistencia por parte de los antiguos poseedores, porque la posesión de los invasores no fue quieta y pacífica, en una palabra, porque faltó la prescripción.

LA ESPERANZA