A principios de la década de los setenta llegaba a su punto álgido la acción preparatoria –auspiciada por los sucesivos Gobiernos de la Dictadura, sobre todo a partir del de 1957– de las condiciones socioeconómicas y políticas para la homologación del Estado franquista con los regímenes demoliberales occidentales.
Los grandes pensadores del legitimismo daban cuenta de esta consumación de la traición al espíritu restaurador originario del pacto fundacional del 18 de Julio entre el General Sanjurjo y el, a la sazón, Príncipe Don Javier (representante del Rey Alfonso Carlos). Así, p. ej., R. Gambra denunciaba muy bien la situación en su artículo «¡Tomad europeísmo!» (EPN, 24/01/71); y F. Canals Vidal se preguntaba si el aparato oficial sería capaz de reunir a un puñado de personas «para aclamar el éxito de la política de apertura al turismo, del que se beneficia en lo económico; o para homenajear, con algo más que un “cocktail” de sociedad, el triunfo de los Planes de Desarrollo, la nueva política educativa, el estatuto de libertad religiosa, o el Tratado Preferencial con el Mercado Común Europeo», y clamaba contra «quienes se esfuerzan por administrar una herencia política con principios e ideales opuestos a los que originariamente la hicieron surgir» (EPN, 07/02/71).
En otro artículo titulado «Reflexiones urgentes» (EPN, 25/07/71) señalaba que «Los europeizadores de España dan por supuesto que España no pertenece a Europa. Por esto han sido afrancesados, anglómanos o germanizantes. […] El término Europa es, en el lenguaje de los “europeístas”, ideológicamente tendencioso». Y terminaba afirmando: «Si las condiciones políticas del Tratado de Roma son incompatibles con los Principios Fundamentales [del Partido franquista]: ¿no es la esperanza integradora de los que dicen mantenerlos una expectativa de autodemolición? […] Se invoca una política de principios. Se practica una política de inconsecuencias». Y en otro artículo, «Paradojas sobre el futuro en el presente» (EPN, 08/08/71), remataba: «Un futuro de plena integración europea exigiría el pluralismo de partidos. […] Pero ahora es el presente: cuando el contraste de pareceres tiene menor vigencia que en etapas menos “aperturistas”. De esta manera, la cosa funciona. Y en el presente se puede preparar el futuro».
Nos gustaría hacer una importante matización a las aserciones del filósofo catalán acerca de una hipotética incongruencia (como él sostenía) entre las políticas gubernamentales desplegadas y la posición «legal» constitucional oficial del sistema franquista. Creemos que esa incoherencia, aparente en la superficie, no existía en el fondo. Para empezar, hay que recordar que el Fundador de un «nuevo Estado», por definición, no se equivoca en aquello que él quiere implementar, precisamente por ser Fundador: si resulta que un Constituyente establece una determinada «legalidad» constitucional, y al mismo tiempo da por buenas las políticas desarrolladas por sus Gobiernos para la implantación práctica de la susodicha «legalidad», toda persona distinta del Fundador deberá inferir que dichas políticas deben considerarse como una implícita interpretación oficial auténtica y verdadera de aquélla, y nunca como una supuesta «autodemolición» del sistema. Las familias legitimistas españolas (empezando por la Familia Real legítima) sí tenían autoridad moral para constatar la total separación objetiva entre el definitivo resultado «legal» y político franquista y los objetivos originarios establecidos en el pacto generador del 18 de Julio; pero no tenían por qué valorar si el Instaurador incurrió en inconsecuencia comparando el tinglado constitucional inventado ex novo por él y las políticas gubernamentales desarrolladas por sus subordinados para su puesta en práctica. Ya sabría él.
Por lo demás, toda esta obra ejecutiva demoliberalizante, tanto en el terreno socioeconómico como político, respondía, no sólo a las exigencias de las Organizaciones Internacionales en las que se integró el Estado franquista en la década de los cincuenta, sino, muy especialmente, a los requisitos demandados por la Comunidad Europea para una eventual adhesión del Estado «español» a esa entidad. Es dentro de este último contexto en donde el aparato público de la Dictadura va a generar una dialéctica que bien podría calificarse de absurda si no fuera porque le era útil para «justificar» su conducta sin menoscabo de su permanente camino hacia el objetivo final de la incorporación del Estado al Mercado Común. Esa dialéctica giraba en torno a una cuestión: si los antedichos condicionamientos fijados para la integración europea se reducían únicamente a los de carácter económico-estructural, o si se incluían también los de tipo político-institucional. Habremos de ver, por un lado, la contradicción entre el discurso oficial de la CEE y el de la Administración franquista; y, por otro, entre Franco (de cara al ámbito doméstico) y Juan Carlos (hacia el extranjero), jugando cada uno su papel en un guión donde el rol de primo es para el español de a pie.
(Continuará)
Félix M.ª Martín Antoniano