Pan del cielo y manos consagradas

«La misa de San Gregorio» por Jerónimo Jacinto Espinosa. Museo del Prado

Cada Jueves Santo, la Iglesia nos hace ver cómo la Eucaristía y el Orden Sacerdotal son sacramentos y misterios inseparables.

En el capítulo XI de la biografía que el confesor de Catalina de Siena, el Beato Raimundo de Capua, escribió sobre la santa, describe varios episodios en los que Dios obró milagros relacionados a la Eucaristía. Curiosamente, en el relato de uno de estos milagros, el beato nos da a conocer el misterio de amor entre un sacerdote (él mismo) y la Santísima Eucaristía.

Como sencillo homenaje a todos los valientes sacerdotes que cultivan un amor leal, varonil, diligente, entregado a Cristo y a Su Iglesia, dejo el hermoso relato abajo:

«[…] dije misa en un altar dedicado a San Pablo, situado en el extremo superior de la iglesia. Por consiguiente, Catalina estaba separada de mí por toda la longitud del edificio y yo ignoraba por completo su presencia allí. Después de la consagración y del Pater Noster, traté, de acuerdo con los sagrados ritos, dividir la Hostia. En la primera fracción, la Hostia en vez de dividirse en dos partes, se partió en tres […]. Mientras yo estaba mirando atentamente a esta partícula, me pareció que caía sobre el corporal por el costado del cáliz sobre el cual hice la fracción; vi con claridad que descendía hacia el altar, pero no me fue posible distinguirla sobre el corporal».

«Suponiendo que la blancura del corporal me impedía distinguir esta partícula, partí otra y, después de decir el Agnus Dei consumí la sagrada Hostia. Tan pronto como tuve libre la mano derecha, traté de encontrar con ella la partícula que se me había caído, palpando en el lugar donde me parecía que debía encontrarse o sea al lado del cáliz, pero no la encontré. Extraordinariamente mortificado por esto, di fin a la santa misa y renové mi búsqueda examinando con detención todo el corporal; pero ni la vista ni el tacto descubrieron lo que buscaba. Estaba tan afligido que hasta lloré».

«Una vez que se hubieron retirado las personas que asistían al santo sacrificio, volví a la tarea y no solamente examiné ya con mayor cuidado el corporal, sino todo el altar con el mismo resultado negativo. No podía creer que la partícula hubiese caído detrás del altar, porque el fondo del mismo estaba formado por un cuadro de grandes dimensiones, aunque creía recordar que al escaparse de mis manos había tomado esa dirección. Para mayor seguridad miré detenidamente a ambos lados y hasta en el suelo. Finalmente, viendo que no conseguía dar con ella, resolví consultar el caso con el padre prior del convento. Cubrí todo el altar con unos lienzos y recomendé al sacristán que no permitiese que nadie se acercase a él hasta que volviese».

«[…] Pedí entonces al sacristán que montase la guardia al lado del altar hasta mi regreso y fui con el religioso a la casa de Catalina, donde me informaron que esta se encontraba en la iglesia de los frailes. Yo me asombré no poco y volví con mi acompañante a la iglesia, donde efectivamente encontré a Catalina con sus discípulas en la parte más alejada del altar mayor. La Santa estaba arrodillada y sumida en éxtasis […]».

«[…] y mientras yo esperaba sentado en un banco con mi amigo le conté en voz baja y en pocas palabras lo que me había ocurrido, manifestándole al mismo tiempo el estado de angustia en que me encontraba. Él sonrió como si conociese ya los detalles de lo que le contaba, y me dijo: ‘¿Buscó usted con la debida diligencia?’. Y al contestarle afirmativamente, repuso: ‘Entonces, ¿por qué se aflige tanto?’».

«[…] yo estaba ya un poco más tranquilo, y cuando estuve a solas con la Santa, le dije: ‘Madre, estoy convencido que fue usted quien tomó la sagrada partícula de mis manos’, a lo que ella contestó humildemente: ‘No me acuse de eso, padre; no fui yo, sino otro, y puedo informarle que usted no la encontrará’. Entonces la obligué a explicarse. ‘Padre, me dijo, no se aflija más por lo que se refiere a ese asunto. Le diré la verdad como a confesor y padre espiritual mío: esa partícula de la sagrada Hostia me fue traída y ofrecida para que la recibiera por Nuestro Señor Jesucristo en persona. […] puse el asunto en manos de mi divino Esposo, quien se me apareció y me entregó con sus sagradas manos la partícula que usted acababa de consagrar […]’. Esta explicación cambió mi tristeza en alegría y tan alentado me sentí por ella que ya no volví a experimentar la menor ansiedad». (Beato Raimundo de Capua, Vida de Santa Catalina de Siena, pp. 100-101. Disponible en www.traditio-op.org).

Nótese que la forma como fray Raimundo de Capua se refiere a la Hostia consagrada, a los ritos propios de la misa, a la misa como lo que es, sacrificio, demuestran la fundamental doctrina sobre la presencia real de Jesucristo —la Segunda Persona de la Santísima Trinidad hecha hombre para nuestra salvación— en la Eucaristía; cómo sus cuidados en buscar, cubrir y poner de guardia al sacristán manifiestan un encendido amor por este Dios-Hombre hecho pan del cielo para alimentarnos y acompañarnos hasta el fin de los tiempos.

Da pena ver cómo algunos sacerdotes parecen haber olvidado esta verdad. En las últimas décadas vemos atónitos todo tipo de sacrilegios y abusos litúrgicos. Frutos de la embestida sistemática contra la misa católica y la consecuente pérdida del sentido del Sacrificio perpetuado y actualizado en cada consagración y de la fe en la Presencia Real.

Estos males se van esparciendo por todo el orbe por parte de eclesiásticos que no han querido custodiar la Tradición perenne de la Iglesia. Al contrario, parecen odiarla. El inquebrantable vínculo entre sacerdocio y Eucaristía es tan patente que los enemigos de la Iglesia, en su quimérico propósito de destruirla, intentan hacerlo aniquilando el sacerdocio.

A los sacerdotes que son vilipendiados, perseguidos, calumniados por rechazar y combatir todas las manifestaciones del Modernismo que asola a la Iglesia desde adentro, nuestra más profunda deferencia, amor y cercanía filial.

Marina Macintyre, Margaritas Hispánicas