De la soberanía (XIV)

Batalla de Alcolea

Transcribimos y publicamos la decimocuarta entrega de la serie sobre la soberanía de la hemeroteca de LA ESPERANZA, originalmente publicada entre finales de 1854 y principios de 1855. En la presente se sintetizan brevemente las conclusiones extraídas en los artículos precedentes.

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En lo que hasta aquí se ha expuesto, queda demostrado: 1º) que es un error suponer que la soberanía reside esencialmente en el pueblo; 2º) que sólo los jefes supremos o perpetuos de las naciones son los verdaderos soberanos; 3º) que las sociedades no se han formado ni podido formarse sobre la base imaginaria del supuesto contrato social; 4º) que lo que legitima los gobiernos establecidos, no es el reconocimiento diplomático de las otras potencias, ni el conocimiento tácito ni expreso de los súbditos, sino la prescripción; 5º) que en las naciones cultas son casi imposibles el despotismo y la tiranía; y 6º) que los pueblos carecen de derecho de insurrección. Réstanos ahora contestar a los periódicos que han impugnado algunas de las proposiciones que hemos defendido.

El primero que lo hizo fue El Iris de España, diciendo: que la soberanía individual, o sea la monarquía pura, no puede existir sin la voluntad de los pueblos; que la soberanía del pueblo consiste en la facultad que la nación tiene de organizarse del modo más conveniente a sus intereses, ejercer el poder soberano o delegarle; que consignándola en la primera ley del Estado, se rinde un tributo de respeto a la ilustración del siglo, se abre un dilatado horizonte a la libertad de otros pueblos que aún sufren las cadenas del despotismo, y se evita el motivo o el pretexto de divisiones lamentables de luchas intestinas; que proclamándose este principio en la Constitución española, nadie tendrá el derecho de encender la guerra civil en nuestro país, porque sólo los traidores a la patria serían osados de negar obediencia a la voluntad nacional; que el ejercicio de la soberanía popular puede conjurar todas las tormentas, porque las votaciones reemplazarán a los combates sangrientos, y no se dará el feroz espectáculo de que un pueblo se destroza a sí mismo por servir a distinto amo; y, finalmente, que la soberanía puede y hoy mismo está en armonía con el trono, y ella pone hoy a su cabeza a Isabel II.

Por el extracto que acabamos de hacer del artículo de nuestro colega, se convencerán los lectores de LA ESPERANZA de que todas las razones aducidas por ésta en contra del absurdo principio de la soberanía nacional quedan en pie, sin que nuestro impugnador haya hallado medio de desvirtuarlas. Las palabras soberanía individual, de que usa, o suponen que todos somos soberanos, o no significan nada. ¿Entiende nuestro cofrade que todo individuo es soberano? Menester es confesar que hasta este extremo no han llegado los delirios de ningún publicista, así como ninguno ha soñado que sea lo mismo soberanía nacional que monarquía pura. Y ¿quién ha dicho a El Iris que no pueden existir ni la soberanía ni la monarquía sin la voluntad de los pueblos? Si antes de soltar semejante proposición se hubiese detenido a examinar el significado de la voz soberanía, quizá no habría vertido tan notorio error.

Soberanía, según el Diccionario de la Lengua, quiere decir (como indicamos en otra ocasión) poderío sobre todos. Este poderío, igualmente que la monarquía pura, se ha ejercido sobre los súbditos de un Estado repugnándolo ellos mismos; luego puede existir sin la voluntad del pueblo. Hemos dicho que se ha ejercido porque así lo enseña la historia de todos los conquistadores que ha habido en el mundo, incluso los visigodos, de quienes se deriva la legitimidad de los monarcas españoles. ¿Negará nuestro compañero que los reyes de Castilla ejercieron la monarquía en el reino de Méjico, desde que lo sometió a su poderío Hernán Cortés? No puede negarlo. Sin embargo, la obediencia de los mejicanos a nuestros monarcas no fue voluntaria.

La soberanía consiste en tener potestad sobre todos; no está precisamente en la facultad de hacer leyes, si bien esa facultad será uno de sus atributos. La nación española, desde que mereció este nombre, quedó organizada, y al jefe supremo encargada de dirigirla es a quien incumbe mejorar su organización.

Lo que a los individuos les toca hacer, es vivir sumisos, arreglar su conducta a los preceptos de la sana moral y de la justicia, exponer sus males a quien puede y debe remediarlos, y apuntar las disposiciones que podrían tomarse en beneficio del procomún. El suponer en la nación la facultad de ejercer el poder soberano, es suponer un imposible; porque imposible es, según probamos en otra parte, que la nación en masa ejerza ese poder, y, no haciéndolo así, va por tierra la teoría.

Si una nación por casualidad se quedase sin el monarca y sin ninguno de los que por derecho deben sucederle, podría elegir otro; mas éste, desde el punto y hora que recibiese la investidura regia, tendría la facultad de ejercer plenamente la soberanía, sin que por eso pudiera decirse que esta facultad era delegada.

Muy lejos estamos de creer que consignado en la Constitución del Estado el principio de la soberanía popular, se rinde un tributo de respeto a la ilustración del siglo, y suceden todas las cosas que indica nuestro colega. Por el contrario, estamos en la persuasión íntima de que haciéndolo así damos un testimonio solemne de nuestra ignorancia en la ciencia política, y de que no hemos aprendido nada en el arte de gobernar a los pueblos desde fines del siglo pasado acá; se asienta un principio perniciosísimo, principio que atraería sobre los hombres más males que la caja de Pandora; se inocula en las masas populares un germen de eterna guerra, dando ocasión a que pasemos la vida sometidos a la volubilidad y desmanes del vulgo, el más injusto y cruel de los tiranos; y, finalmente, se autoriza a todos para que, a pretexto de despotismo u opresión, conciten a los descontentos y revoltosos contra el gobierno establecido, turben la paz pública, y vengamos a caer bajo del puñal del malvado y del asesino.

LA ESPERANZA