De la soberanía (y XVI)

Las Cortes de 1869

Publicamos el último artículo de la serie sobre la soberanía de LA ESPERANZA. En él se polemiza con el periódico demócrata EL ADELANTE y se reafirma la tesis sostenida.

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Tres artículos dedicó el periódico intitulado El Adelante a impugnar nuestras opiniones sobre esta materia; vamos a hacernos cargo de sus argumentos, aunque con el pesar de habérnoslas con un diario que ha dejado de existir.

Habiendo  hecho nosotros esta pregunta: «Si la nación es la soberana, ¿quiénes serán los súbditos?» contestó nuestro finado cofrade en su primer artículo lo siguiente: «Cuando el individuo es dueño y soberano absoluto de sus acciones, ¿quién es el súbdito?» Si a nuestro apreciable colega le agradaran tales estudios, hubiera hallado que no puede darse soberanía sino sobre uno mismo; porque es la única que puede ser ilimitada sin peligro de abuso, llevando siempre consigo la pena. La prueba de esto es la que sigue: «¿Cree LA ESPERANZA que sus monarcas soberanos de derecho divino tienen liberad ilimitada hasta para destruir a su antojo a sus súbditos? Responda a esta pregunta, y hallará la verdad».

Excusamos molestar a nuestros lectores haciéndoles ver lo impertinente de la respuesta: a contestaciones de este género es imposible replicar. Ya hemos indicado otra vez que la voz soberano, en el lenguaje común, significa el que tiene la autoridad suprema en un Estado; y si la nación, es decir, el conjunto de sus individuos, es quien la tiene, es menester que se nos diga sobre quién la ejerce. Nadie ha dicho ni dirá, a no perder la razón, que no puede darse soberanía sino sobre uno mismo, y que uno sea soberano, ni de sí mismo ni de sus acciones: esto es una algarabía incomprensible, y nosotros queremos que se nos hable de una manera clara y razonable. La potestad que el hombre tiene sobre sí mismo (permítasenos este lenguaje) no es ilimitada: está sujeto, entre otras leyes, a la de la conservación, la más imperiosa de todas. Los soberanos que nuestro colega llama de derecho divino, no tienen facultades ilimitadas; mas esta respuesta no nos explica sobre quién ejerce la soberanía el pueblo si realmente es el soberano, que es lo que nosotros deseamos saber. Demostrado que es una verdadera impertinencia la respuesta  dada por El Adelante, veamos si son más adecuadas las que sobre otros puntos nos da en los demás números.

Dice en el 2º que «LA ESPERANZA, como hábil y entendida en polémicas, ha escogido el terreno más ventajoso para ella, y entrando en el campo de los parlamentarios, descarga tales mandobles, tales tajos y reveses, que verdaderamente debe haber quedado satisfecha; que la soberanía, en boca de los parlamentarios, es una burla; que la proclaman únicamente para apoderarse de ella, y en semejante terreno no es un gran lauro la victoria; que LA ESPERANZA se burla, y con razón, de que la soberanía de 45 millones de habitantes venga a quedar reducida a unos 300 individuos, que al fin nada pueden hacer sin que sus obras obtengan el pase de una sola persona, lo que equivale a la soberanía de uno o a una absurda contradicción de principios; que si LA ESPERANZA desciende al campo de las doctrinas democráticas, donde no milita ninguna de las razones de que se vale para despedazar a los pobres parlamentarios, verá que la soberanía pública es una verdad, no sólo de derecho, sino de hecho, puesto que de los soberanos actuales no hay que rebajar más que los niños y los imbéciles, lo cual no puede llamarse una excepción; y, por último, que LA ESPERANZA no debe recurrir a la posibilidad de que legislen dos, tres o cuatro millones de individuos, porque esta sería una cuestión de pura práctica o de mecanismo, que nada alteraría la verdad filosófica del principio».

Todas las razones que adujimos en contra de la soberanía del pueblo son aplicables, así a los parlamentarios como a los demócratas, entre los cuales no hay más diferencia que el más o el menos, que, como dicen los escolásticos, no muda la especie. Cierto que los últimos dan más amplitud al derecho electoral, y proscriben la sanción regia; pero por más que amplíen este derecho, convienen en que debe negarse nada menos que a la mitad de los moradores de un Estado, que son las mujeres. Decidnos, defensores de la democracia, ¿con qué facultad descartáis a estas de las elecciones? ¿No estáis sosteniendo a todas horas que por naturaleza son iguales al hombre, y que, por consecuencia, deben gozar de los mismos derechos? Pues no hay más remedio: o tenéis que negar el principio de la soberanía nacional, o tenéis que admitir todas las consecuencias que de él se sigan, por más monstruosas y absurdas que os parezcan. Y no solo excluís de las votaciones a las mujeres, a los imbéciles y a los niños, sino también a los presos y demás individuos imposibilitados de salir de casa, a los fugitivos, a los transeúntes, a los sirvientes y a los que no tienen casa ni hogar; rebajad todos estos del número de los habitantes de una nación, y resultará que si esta tiene, por ejemplo, diez millones de moradores, solamente dos están en aptitud de ejercer la soberanía  actual, y que de ellos solo la ejercerá el millón y medio. Y ¿a qué se reduce el ejercicio de esta soberanía? A concurrir a la formación de la leyes. Mas como el millón y medio son todavía muchos para el efecto, tienen que delegar su autoridad en un número reducidísimo; en el de doscientos o menos. Esto sucede en las repúblicas de América lo mismo que en la parlamentaria Inglaterra. Y ¿a qué viene, en último análisis, a quedar reducida la soberanía de este corto número de individuos en aquellas naciones? A que en ciertas épocas del año vayan a la capital, se junten en un salón magnífico, y… lo demás lo saben nuestros lectores. Los que han estudiado la historia saben igualmente lo que sucedía en las antiguas repúblicas: allí había cuatro o seis gritadores de oficio, que, embaucando con su parla al pueblo ignorante, le atraían a que votase, lo que proponían, fuese o no lícito y conveniente.

En el tercero y último artículo de El Adelante se impugna el nuestro relativo al sentido en que algunos autores habían dicho que los reyes son de origen divino. Se conoce que nuestro colega leyó muy deprisa lo que entonces escribimos: de otra suerte era imposible que nos atribuyese proposiciones que no eran nuestras, sino de los autores, cuyo modo de discurrir referíamos. Nosotros habíamos ya explicado, con fundamentos sacados de la historia y de la sana razón, cómo se establecen los gobiernos, cómo se legitiman, y quiénes son los verdaderos soberanos; por consiguiente, mal podíamos recurrir a esotros argumentos que combate nuestro cofrade; debiendo abstenernos de ellos con tanto más motivo, cuanto desde el primer día lo prometimos así, mediante a que íbamos a discutir con hombres que desechan los argumentos de autoridad. Así, pues, no nos incumbe contestar a las objeciones que El Adelante hace a los autores a quienes aludimos, y aunque nos incumbiese, no responderíamos, porque ninguna de ellas conduce a esclarecer el punto que se debate.

LA ESPERANZA