De la soberanía (XV)

«Dido construye Cartago», por J. M. W. Turner

Reproducimos la decimoquinta entrega de la serie sobre la soberanía de la hemeroteca de LA ESPERANZA, publicada originalmente en el número de 24 de marzo de 1855. En ella, nuestro periódico polemiza con algunas de las impugnaciones recibidas y se reafirma en sus conclusiones.

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Aunque  El Faro Nacional no ha impugnado directamente ninguna de las proposiciones que hemos defendido; al tratar de esta materia, publicó en su número del 19 de diciembre un artículo en que sustentaba una doctrina contraria a la que nosotros habíamos sostenido en los nuestros en los días 13 y 16 del mismo mes. Por eso nos haremos aquí cargo de ella, rebatiéndola amistosamente, si bien con la brevedad que demandan escritos de este género.

Decía nuestro apreciable colega, «que la soberanía de las naciones puede considerarse o como un hecho histórico, o como un derecho político; que bajo el primer aspecto es indudable que cuando los pueblos han hecho uso de su poder han variado a su voluntad las condiciones sociales y materiales de su existencia; siendo este hecho tan manifiesto y elocuente en la historia del género humano, que no merecía demostrarse con ejemplos; que la soberanía nacional es también un derecho, pues la razón, la justicia, la moral y hasta la religión misma establecen la doctrina de que la autoridad ha de ser útil y benéfica para los pueblos; que de esta máxima se infiere lógicamente que los gobiernos, en el ejercicio de la autoridad social, han de acomodare a las necesidades y a las costumbres de las naciones en todo aquello que sea lícito y honesto; que si los gobiernos son para servicio y utilidad de los pueblos y no viceversa, es evidente que estos pueblos tendrán un derecho indisputable para establecer las reglas y condiciones con que han de ser gobernados, de cuyo modo se cumple el objeto que presidió desde las primeras edades al establecimiento de la autoridad social, cifrado en el bienestar del mayor número; que para rechazar estas doctrinas y dar otro origen a la soberanía, sería preciso establecer el falso y antirreligioso principio de que hay en la sociedad dos castas de hombres: unos destinados al mando por privilegio de la naturaleza y otros destinados a la ciega y servil obediencia; teoría que no pude admitirse por quien haya estudiado la historia y la naturaleza del hombre, y haya profundizado algún tanto en la filosofía; y que, por lo tanto, no hay duda alguna racional sobre el derecho que tienen los pueblos a trazar, del modo más justo y conveniente a sus intereses, las bases del poder civil».

Responderemos por partes a nuestro cofrade. Nunca los pueblos han ejercido el poder soberano a que se alude en el extracto preinserto. Examínense los anales de todas las naciones que pueblan la superficie del globo, desde el vasto imperio de la China hasta la imperceptible república de San Marino, y de seguro nadie hallará que la voluntad general, esto es, la totalidad de los individuos, haya intervenido, ni en la formación de su primer gobierno, ni en las variaciones hechas en los siglos posteriores. Los gobiernos de todas han llegado a ser lo que son, por una serie de vicisitudes y de revoluciones, en ninguna de las cuales ha tenido parte la libre elección de los habitantes que en cada época ocupaban su territorio. Contraigámonos a nuestro país, y recorramos sumariamente su historia. Allá en siglos remotísimos, cuyas fechas se pierden en la noche de los tiempos, hallamos que esta Península estaba poblada de tribus que, divididas en aduares, eran gobernadas o por régulos, o bajo formas republicanas, y más bien patriarcales.  El deseo de extender su comercio atrae sucesivamente a las costas de la antigua Hesperia a los fenicios y cartagineses. Fundan estos últimos colonias, y se apoderan de varias comarcas; mas bien pronto la rivalidad de Roma y Cartago hace de este país, siempre codiciado de extranjeros, el teatro de largas y sangrientas guerras, cuyo resultado final fue convertir nuestra patria en provincia romana. Hácense, tiempo andando, dueños de ella los bárbaros del Septentrión, y establecen una poderosa monarquía, que a su vez es casi conquistada por los árabes. La parte libre va reconquistando el terreno: fórmanse en él naciones independientes, y al cabo llegan todas, por casamientos, herencias, cesiones, guerras y otras muchas circunstancias a componer una sola y regirse por un solo monarca. ¿Halla El Faro que los gobiernos que existieron en todas estas épocas, fuesen establecidos por la libre voluntad de los pueblos? ¿No ve, por el contrario, que todos le fueron impuestos? Y cuando caían ¿los derribaba el pueblo? Nada menos que eso; caían a impulso de un gobierno extranjero más poderoso, a cuya dominación quedaba sujeto ese pueblo soberano, teniéndola al cabo por buena y legítima. Estos son los hechos históricos, y estas las lecciones que nos han dejado los siglos.

Convenimos en que la autoridad debe ser útil y benéfica para los pueblos; mas ¿quién ha dicho a nuestro colega que de aquí se infiera lógicamente que el individuo que ejerce esta autoridad la haya recibido del pueblo? Por esa regla, podría decirse igualmente que los padres de familia y los tutores reciben su autoridad de sus hijos y pupilos, porque también debe ser provechosa a éstos. Una cosa es que los gobiernos tengan obligación de estudiar las necesidades de los pueblos y aplicar el remedio conveniente, y otra que estos mismos pueblos gocen del derecho de dar leyes a quien los ha de gobernar; que es en lo que consiste el ejercicio de la decantada soberanía nacional. El fin que presidió a la formación de las sociedades, se consigue, como se consiguió hasta que vino al mundo el Misántropo de Ginebra, sin tener que recurrir a tan desacreditada teoría. Se consigue cumpliendo cada cual con sus deberes respectivos; el jefe de un Estado desvelándose por el bienestar de sus súbditos, y estos sujetando su conducta a la sana moral y a las leyes, exponiendo sus males al gobierno, indicándole el modo de remediarlos, y pidiendo, con respeto, procure hacerlo. Tal es lo que aconsejan la razón, la moral, la religión y la justicia, a par que la conservación del orden público y la dicha de las naciones.

Sí; otro origen muy distinto del que supone El Faro, es el de la soberanía; origen que, habiéndole explicado con cuanta claridad puede apetecerse en otro artículo, excusamos hacerlo en el presente. De nuestra explicación no se sigue que haya esas dos castas de hombres que insinúa nuestro estimable compañero: lo que se sigue es que las dinastías que, por causas ajenas de este lugar, se hallan hoy al frente de los Estados de Europa y dirigen sus negocios públicos, deben ser obedecidos por sus súbditos, y, si se quiere, ilustrados por estos, en virtud del derecho de representar que les conceden las leyes, a fin de que sus resoluciones sean atinadas y produzcan buenos efectos. El conceder a los pueblos el derecho de trazar las bases del poder civil, es condenarlos a que vivan sin gobierno estable, y a que con sus manos labren su propia ruina; cosas ambas opuestas a las intenciones monárquicas que manifiesta el periódico moderado que motiva este artículo.

LA ESPERANZA