Milicia y comunión

San Miguel Arcángel, Maestro de Zafra

En el agregado de lenguas romances, la voz comunión acoge, al menos, una tríada de acepciones. Por lo que se refiere al castellano, hemos advertido un pronunciamiento arcaico de esta relación semántica en el Setenario de Alfonso X: comunión ha sido siempre, ante todo, Eucaristía, que es el más grande vínculo; pero también fue en tiempos del Sabio, como lo es hoy, nombre para definir proximidad asociativa particular. Acerca de esto último ofreció un sintético enunciado Fernando de Herrera en el Siglo de Oro: «es la amistad honesta comunión de voluntad perpetua». Ahora bien, hemos de acogernos al verbo radical de aquel habla para comprender el tercero de sus significados, que ya no es hoy costumbre. Communio, con infinitivo communire, es un mandato: parapetarse.

El Rey de Castilla sólo presentó de manera indirecta esta última cadencia en su listado, pero aquel fondo latino era todavía entonces notorio: «por la Comunión, fortaleza, que es creer firmemente». He aquí que el vínculo con la milicia se nos presenta indudable; más aún cuando los tres sentidos se concilian, como ha venido a servir nuestra Comunión Tradicionalista. No menos evidente fue esta unidad de militancia para los hombres de toda condición en la Cristiandad hispana, incluso después de haber triunfado el nuevo orden insurrecto: Santa Ángela de la Cruz solía reiterar que es la Comunión la más poderosa de las armas, y, por hablar del Cuerpo de Nuestro Señor en estos términos, había de referirse, aun accidentalmente, a las otras dos acepciones, toda vez que la Eucaristía es relación total e imagen de la sociedad orgánica contrarrevolucionaria.

Sobre las virtudes de la milicia española, el citado Fernando de Herrera observaba en nuestros antepasados una tolerancia excepcional ante las fatigas y esfuerzos que comportó la guerra contra mahometanos y protestantes. Dada aquella causa de pugna centenaria, incluso un erasmista como Fray Luis de Granada pudo advertir que el soldado cristiano «no es llamado a la vida regalada y descansada, como algunos imaginan, sino a la cruz». Ahora bien, lejos de cualquier obstinación calvinista, el principio de nuestra Causa ha de ser un carpe diem razonado a la manera católica; es decir, tratar de ser efectivos en las obras particulares, habida cuenta de nuestra finitud corporal, pero no por ello desatender o despreciar los entreactos de socialización y de taberna, como se predica de la espiritualidad teresiana. Por lo pronto, parapetarse supone todo lo opuesto a entablar combate apresurado, sin dejar de asumir, con ello, que nos encontremos en el centro de un formidable conflicto. Son operaciones propias de la trinchera el hacer acopio y medir las impotencias del adversario; pero, si perseguimos restaurar la Realeza de Cristo al amparo de la traditio legis, hemos de empeñarnos en que nuestra milicia sea, a un mismo tiempo, apologética, patrística y escolástica. El modo de que esto último alcance a ser algo más que un mero galimatías es formularlo a la luz del laudare, benedicere et prædicare dominicano, de lo que resulta un precepto razonadamente específico: alabar la defensa que de Cristo y de la Iglesia hicieron nuestros mayores, bendecir los Santos Dogmas y hacer del pensamiento escolástico la vía primera de nuestro humilde apostolado, que en nada se asemeja al propagandismo. Todavía más, por cuanto la lealtad que profesamos no es sólo hacia Dios, sino también para con el Rey Legítimo, creemos acertado subrayar, antes que nada, este llamamiento de Diego de Salazar en el Tratado de Re Militari: que los hombres que se conduzcan a la milicia no lo hagan ni enteramente por voluntad, ni enteramente forzados, sino «que sean combinados de un cierto amor y respeto que tengan al Príncipe, donde ellos teman más el desagrado del Príncipe que la pena del presente». Ahora bien, el desempeño del miles Christi fue antes medieval que barroco. La primitiva Orden de Santiago, a diferencia de otras de su tiempo, puso en comunión de milicia y de caridad tanto a clérigos como a seglares, bajo el precepto de vita apostolica, que congregaba, aún más, no sólo a individuos, sino incluso a familias completas. Los varones casados, con descendencia o no, que asumían el voto santiaguista adaptado a su condición, vincularon el ejercicio de asistir al parentesco con el patrocinio bélico de la Cristiandad, regidos en virtud de la misericordia hacia los enemigos antes que por ansias de botín, en desprecio de aquellos vicios que aún son propios de la milicia profana. Sustancialmente, los cruzados de Santiago vivieron su piadoso servicio como una penitencia en comunión y a través de la absoluta fidelidad hacia el Rey o hacia el Maestre.

Todos estos han sido, al fin y al cabo, los mismos principios que siempre alentaron a nuestros requetés, en pugna por el doble adveniat regnum: el de Cristo, Rey Sacramentado, y el del legítimo Rey Católico de las Españas. Aquella Oración del Gran Capitán a su gente resumió bien lo que hoy es el compromiso en nuestra Causa: «la bondad nos obliga; la justicia, que está de nuestra parte, nos esfuerza; la necesidad de socorrer este noble Rey y el reino nos apremia». Nosotros queremos agregar un devoto Maria, sæculi asilum, defende nos.

Rubén Navarro Briones, Círculo Tradicionalista San Rafael Arcángel (Córdoba)